sábado, 31 de marzo de 2012

CHICHARRA LA PRIMER MUJER PAYASA DE MÉXICO.

Ilustración elaborada por: Fernando Emilio Saavedra Palma.

CHICHARRA
LA PRIMER MUJER PAYASA DE MÉXICO.
Entrevista hecha por: Juan Cervera Sanchís.

A lo largo de la historia en México hemos tenido grandes payasos, como Ricardo Bell, Leandro del Castillo Pirrín, Melitón López Nájera Tatay, Porfirio Rolón Bobito, Luis Alvarado Lolito, Tomás Alvarado Bavi y Aurelio Atayde Bellini, entre otros no menos excelentes, pero lo que se dice payasas hemos tenido muy pocas, la precursora de nuestras payasas surge en 1975. Ella es Alejandra Alvarado Chicharra.

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RICARDO BELL
-¿Le costó mucho, en un mundo de payasos, machista en extremo, que la aceptaron en el medio?
-Sí, demasiado. Empezando por mi papá, pues éramos cinco hijas y él se moría por tener un hijo. Él fue mi primer opositor, pero acabó por aceptarme, pensando que la gente no se iba a dar cuenta que yo era mujer, ya que mi primer nombre fue Tibico. Me presenté como si yo fuera un jovencito. Me quitaba los aretes, llevaba guantes para ocultar las uñas y usaba peluca calva.
-¿Cuándo cambió de nombre y actuó como payasa?
-Fue cosa de los niños. Los adultos dudaban, pero los niños preguntaban que como siendo mujer me llamaba Tibico. Fue entonces que opté por el nombre de Chicharra.
-¿Hay ahora otras mujeres payasas?
-Sí han surgido payasas mujeres que vienen empujando muy fuerte, como, por ejemplo: Estrellita, Corazón Alegre, Esferita, Boquita, Chispolita y, desde luego, mis hermanas, mis primas que me siguieron los pasos: Pingüica, Salchicha, Colilla, Chivis, July y Papita.
-¿Qué diferencia siente que encuentran los niños entre el payaso y la payasa?
-Los sentimientos son completamente diferentes. Los niños confían más en una payasa que en un payaso. Le puedo decir que platican con nosotras de sus intimidades con toda la confianza del mundo, lo que no pasa con el payaso, al que relacionan con el papá y a nosotras con la mamá.
-¿Con quienes ha trabajado como payasa?

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Gaspar Henaine Pérez
(Chignahuapan, Puebla, 6 de enero de 1926 - Ciudad de México, 30 de septiembre de 2011)[1] fue un actor y comediante mexicano, conocido con el nombre artístico de Capulina y llamado "El rey del humorismo blanco" debido a que nunca utilizó palabras obscenas o situaciones de contenido para adultos en sus bromas. (WIKIPEDIA)

-Trabajé con Luis Miguel, cuando empezaba. Después en el Circo de Capulina. En T.V. con Lola Beltrán, con Chabelo, caracterizando a la Paleta Payaso. He trabajado en Los en Los Pinos y para muchas personalidades.
-¿Por qué la TV está vez más cerrada para los payasos?
-Siento que los productores creen, y están muy equivocados que los payasos están pasados de moda, lo que no es cierto, pues los niños siempre son niños y los payasos siempre les llamará la atención y se divertirán en grande con ellos. No hay que olvidar que los payasos fueron los pioneros de los programas infantiles en la TV.
-Ojalá que la TV, como en otros tiempos, abra sus puertas a los payasos.

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   Valentina, LOLITO, LUPITA, CHICHARRA y María José…

martes, 20 de marzo de 2012

DON ERMILO ABREU GÓMEZ Ensayo elaborado por: Juan Cervera Sanchís.

Ilustración elaborada por: Fernando Emilio Saavedra Palma.
DON ERMILO ABREU GÓMEZ
Ermilo Abreu Gómez Mérida (México), 18 de septiembre de 1894 - Ciudad de México el 14 de julio de 1971) fue un escritor, historiador, periodista, dramaturgo y ensayista mexicano. El interés que despertó en él Sor Juana Inés de la Cruz, se convirtió en la pasión de su vida. Su edición crítica a las obras de la monja jerónima significaron el redescubrimiento de su obra para la literatura mexicana. Miembro de la Academia Mexicana de la Lengua desde 1963, en sustitución de Artemio de Valle Arizpe.[1]  WIKIPEDIA.
Ensayo elaborado por: Juan Cervera Sanchís.

Creemos sinceramente, aunque todavía no seamos viejos y tampoco podamos presumir de jóvenes, que ya vivimos lo suficiente para atrevernos a decir que hemos conocido a muchos hombres.
De entre tantos y tantos hombres como hemos llegado a conocer, muy escasos son aquellos que han logrado mantener ante los ojos de nuestro corazón una imagen permanente de bondad y lealtad. Entre esos hombres cuya imagen permanece intacta por sus virtudes humanas, se encuentran la de Ermilo Abreu Gómez.
Los días, los meses y los años que lo hemos venido tratando no han podido hacernos cambiar de opinión sobre su persona. Don Ermilo, por donde quiera que se le mire, es el mismo don Ermilo de siempre. Y es que, como nos decía nuestra madre, “el oro aunque se mezcle con lodo siempre es oro”.
 Así es: Don Ermilo ha llegado a ser un virtuoso en la vida como en el arte. Un virtuoso en el sentido a que se refería León Felipe. De ahí que el contacto con su persona como con su obra, nos haya dado fuerzas y fe para seguir viviendo y poniendo nuestras esperanzas en la vida y en el arte.
Pensando, pues, en este hombre y en su obra, para nuestro propio y particular gozo, escribimos estas páginas, donde se intenta ofrecer la imagen de don Ermilo. Es posible que a duras penas lleguemos a dar una ligera imagen de todo cuanto es y representa este hombre. Pero nos creemos en el deber de aproximarnos más y más, así como de aproximar más y más a nuestros lectores, a la humanidad y al arte de este gran maestro de la sencillez y de la lengua española.
Entre los habitantes que pueblan la ciudad de México hay uno que para mí, por lo menos, tiene por su sencillez un especial encanto. Se trata de un hombre enjuto de cuerpo y bajo de estatura, viejo ya, aunque ligero de pierna y pie, todavía, como un muchacho montañés, según lo vemos caminar por doquiera diariamente. Cubre su cabeza, cana de sabiduría acumulada por los años, con una gorrilla de paño inglés, y usa lentes de gruesos cristales para sus ojos azules, redondos y vivos, como de expectante marino galaico. Su piel es sonrosada y fresca a pesar de los años. Sus manos, suaves y ágiles y de largos y finos dedos portan siempre algún libro, como si los libros fuesen parte de su propio ser.
Este hombre de aspecto levísimo no es rico. Se ve que ha llegado a la cumbre de su vida sin acumular bienes materiales. Todo él emana modestia, modestia que fascina.
No, no es rico este hombre, que si lo fuera no caminaría a pie por las calles sino que iría en coche. Pero como es lo que es, al parecer así lo ha querido voluntariamente, tras andar varias cuadras, se detiene, sin prisas siempre, con la paciencia que le es natural, en las paradas de autobuses para tomar el suyo, como cualquier vecino e ir y venir de un lado para otro.
Pero se percibe que a este hombre no le pesa, ni le duele ni le amarga viajar en vehículos populares, caminar a pie. En su rostro se trasluce la dulzura de aquel que vive alejado de las ambiciones y del medro. Lo que hace, lo hace de buena gana, como el que está de todas a todas conforme con su suerte.
La gente que lo conoce donde quiera que lo encuentran lo saludan con cariño y respeto, nunca con afectada cortesía. Y es que este don Ermilo es uno de esos escasos hombres, tan escasos hoy en día, que se dan a querer, pues tiene, tal como se dice allá en mi tierra andaluza, ángel y duende; un ángel y un duende cargados de humanidad. Y aunque tiene un bien ganado prestigio y gran fama jamás presume de ello para hacer de menos a nadie.
Este hombre, pequeño y dulce, como dijo Octavio G. Barrera, posee un gran corazón; corazón que va, en lo que respecta a grandeza, muy al par –y es cosa rara- con su talento literario.
Sí, don Ermilo es un escritor y un maestro y un hombre limpio, muy limpio, por donde quiera que se le mire.
Tal como dijo don Antonio Machado, “en el buen sentido de la palabra, es bueno”. Bueno, bueno. Don Ermilio a más de ser el escritor que es, siempre –de alguna manera han de vivir los escritores en nuestro medio- se ha dedicado a la enseñanza. Y a su edad, todavía, va a varias escuelas a impartir sus saberes. Esos sus saberes tan decantados, ya tan dentro de la piel de su sangre, como es su conocimiento de la lengua castellana.
Es un gran escritor, es un gran maestro y es bueno como el pan candeal, porque don Ermilo es dulce como el mosto, tierno como la lana, humilde como la yerba, generoso como el agua de lluvia. No; en don Ermilo no hay engaño; y no hay engaño ni en su persona ni en su obra, que ya es decir, aunque sea decir lo justo.
Pues bien. Nació este hombre singular un 18 de septiembre del año –gracia tuvo aquel año- 1894 en la ciudad de Mérida, Yucatán. Siendo aún un joven imberbe llegó primero a Puebla donde estudió, con viejos maestros, en el Colegio del Estado. Luego en México, pensando –maestro y aprendiz de escritor- en abrirse camino; pero en aquellos entonces, en estas alturas, los caminos estaban muy malos.
No fue raro por tanto que tuviera que dedicarse, por urgencias del pan llevar, a los más diversos oficios, todos alejados de sus dos y bien llevaderas vocaciones: la de maestro y escritor.
 Así que antes de tener una escuela donde enseñar y una revista donde escribir, no tuvo más remedio, y tal vez fue bueno el remedio para su experiencia como hombre, que ponerse un overol y durante ocho o más horas diarias vender zapatos para, a renglón seguido, los trabajos no duraban mucho en aquel tiempo, convertirse en cobrador de camiones de pasajeros. Puede que de ahí le venga su habilidad en tomarlos ahora. Y así anduvo lo suyo, que no fue poco, hasta que un día quiso la suerte que pudiera, ya para siempre, dedicarse a la enseñanza y a las letras.
Desde que don Ermilio vendió zapatos y boletos de autobús acá ha llovido y venteado bastante. Pero, lluvia, viento con viento y sol con sol, así como la luna con luna, nuestro hombre ha hecho muchas cosas, tales como escribir una voluminosa obra literaria de primerísima calidad, sin dejar un solo día, de dar clases de lengua y literatura española a no sabemos cuántas generaciones aquí en México y en el extranjero. Don Ermilo, como buen sembrador, ha ido dejando a su paso por entre surcos de la vida, la buena semilla; y su cosecha, la que se ve, como la que no puede verse, es mucha. Sin embargo, él permanece como el primer día que llegó a México, siendo un hombre humilde, fiel a sus convicciones humanas, políticas y literarias y tomando mañana a mañana y tarde con tarde sus camiones, como si tal cosa.
Su estilo, el de su vida como el de su prosa, es “un estilo común y moderado que apenas si lo nota nadie que lo ve”, tal como quería Andrés Fernández de Andrade. Así es don Ermilo por su modestia natural, nunca estudiada, nunca de pose malhadada y con intención de engañifa. Así como: un hombre sencillo y transparente de esos que jamás disputará su asiento a nadie intentando alcanzar puestos que estén más allá, según su juicio y entender, de lo que él considere el suyo propio. Tiene, como Arniches, su butaca y, como Arniches, jamás se ha movido de ella medrando por inestables butacas de primera fila como tantos otros que, en su afán de ser más de lo que son, tantas veces se vieron en el ridículo de tener que abandonarlas. Don Ermilo está en su asiento, en el suyo, y como está en el suyo y no en el prestado nadie lo mueve.
Y es que don Ermilo “necesita muy poco y lo poco que necesita lo necesita muy poco”. El cómo Mahoma puede decir: “La pobreza es mi gloria”.  La pobreza, sí, no la miseria, entendamos bien las cosas.
Y ahí, con su pobreza, tan rica, don Ermilo viene y va libremente, sin tener que inclinarse ante nadie, por eses calles que algunos, con mal tino, llaman de Dios. Y viene y va a sus asuntos, a sus clases, o al café, adora la plática, en donde pasa horas con los amigos, dejando, de vez en vez, que se le vaya el santo al cielo para luego dejarlo que vuelva con nuevas y sabias cosas que en la noche, ya en su casa, escribe.

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   CAFÉ LA HABANA
El Café La Habana fue fundado en 1954 y se encuentra localizado en la esquina de las calles de Bucareli y Morelos en el centro de la Ciudad de México, este café es famoso porque ha sido lugar de reunión de diferentes personalidades de la historia y de la literatura de latinoamérica. Durante su estancia en México Fidel Castro y el Ernesto "el Che" Guevara planearon la Revolución Cubana en este café.[1] Así mismo, el escritor chileno Roberto Bolaño junto con el escritor mexicano Santiago Papasquiaro fue el punto de reunión del movimiento poético infrarrealista.[2]
Aparece de súbito don Ermilo por la puerta del café la Habana. El reloj de Bucareli estará dando las doce. Dios sabrá para quién, pues con el tráfico de la calle nadie lo escucha.
Aparece, ligero como un gorrión y, como siempre, con su carpetita negra y alguno que otro libro bajo el brazo. Lo vemos por el espejo. El aún no nos ha visto y su sonrisa fácil y buena está por dársenos. Sin embargo, ya sentimos con gratitud la presencia de su halo magnético, como dicen los ocultistas.
Ofelia, Lupita o Carmela, cualquiera de las meseras, pues todas lo conocen y todas lo quieren, se le acerca, sonrisa a flor de labios y le ofrece una mesa solitaria. Luego le ayuda a quitarse el abrigo. Don Ermilo padece del corazón desde hace tiempo y debido a ello siempre, o casi siempre, incluso en los días de sol, que en México son los más, usa abrigo.
Al acercarse a la mesa, antes que nada, don Ermilo se quita su gorrita y la posa junto con libros y la carpetita negra en la silla más próxima. Y ya está don Ermilo acomodado en su lugar esperando que le traigan su café. Entretanto se alista como distraído el pelo o se frota la frente, para, a renglón seguido, llevarse esa misma mano al bolsillo del saco y poner sobre la mesa el tabaco y las cerillas. Fuma siempre tabaco rubio. Prende el cigarrillo y, mientras arroja la primera bocanada de humo, mira a su alrededor. No le habrá dado más de tres o cuatro chupadas cuando ya lo ha apagado.
Ofelia, Lupita o Carmela, la mesera que le tocó en suerte, aparece con el café. Un café de los llamados “americanos”, siempre solo, nunca con leche. El café humea y humea. Don Ermilio lo deja humear. Enciende otro cigarrillo y después, dejándolo en el cenicero, toma el taro del azúcar y deja caer su chorrito blanco hasta el fondo de la taza. Juega con la cucharilla a moverlo y poco después, ya debe de estar frío, le da varios sorbos. Como con el tabaco, don Ermilo, casi nunca apura su café.
Y aquí nosotros, para no hacer la observación más larga lo saludamos. El no nos había visto. Don Ermilo, nos sonríe y como si su sonrisa tuviera imán vamos llenos de contento hasta su mesa. La plática con don Ermilo es siempre un gozo.
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   PIO BAROJA
Pío Baroja y Nessi (San Sebastián, 28 de diciembre de 1872Madrid, 30 de octubre de 1956) fue un escritor español de la llamada Generación del 98 y médico. Fue hermano del pintor y escritor Ricardo Baroja, de la escritora Carmen Baroja y tío del antropólogo Julio Caro Baroja y del director de cine y guionista Pío Caro Baroja.

Al rato nos habla, al tiempo es lento y dulce, de su amistad y admiración por don Pío Baroja; de la posa de Camilo José Cela, de la de don Antonio Machado, de la de Azaña, de la de Martín Luis Guzmán, de la de Arreola, de la de Juan Rulfo, de la de Elenita Poniatowska, de la de Juan Rejano, del prólogo que este último escribió para su libro La letra del espíritu.
Don Ermilo nos habla de muchas cosas. Un día nos cuenta cómo era su padre. Un hombre de negocios que, sin embargo, leía a los clásicos y de ahí le vino a él su afición y gusto por los escritores españoles del Siglo de Oro. Otro día nos habla de su niñez; de cuando apenas contaba diez años de edad y leía a Cervantes, a Gracián, a Quevedo, a Santa Teresa, a Fray Luis de León, a Boscán… Y nos dice que su padre le decía: “Hijo, todavía no puedes entender esos libros, pero léelos”.
Tal vez don Ermilo, por aquellos entonces, no los podía entender, pero los leía con gusto y algo debieron dejarle aquellas lecturas, que no escribe hoy don Ermilo como escribe por ciencia infusa, y ya se sabe: lo importante en la edad temprana para nuestra formación posterior son las buenas compañías.
En el café, don Ermilo, nos cuenta estas cosas y otras muchas cosas que a nosotros nos da gusto escuchar de sus labios.
Nos habla así de Mérida, de sus calles… Nos refiere sus pláticas con Juan Ramón Jiménez allá en San Juan de Puerto Rico; de cómo Juan Ramón podía, con sólo leer unas líneas de un libro tomado al azar de su biblioteca, decirle quién era el autor o de qué siglo era aquella prosa. Y don Ermilo, al referirse a esto, nos dice, con esa humildad tan suya y dejando ver su admiración por el autor de Platero y yo: “Juan Ramón sabía”.
Y luego pasa a contarnos cómo odiaba Juan Ramón el humo del tabaco…”Y yo que siempre he sido fumador…” Pero don Ermilo sacrificaba su vicio con tal de estar cada día un par de horas platicando con el de Moguer.
Y hablamos y hablamos… Y salta León Felipe a la conversación. Nos dice don Ermilo  que Juan Ramón no quiso mucho a León al principio, pero que finalmente lo comprendió y lo quiso de veras mucho. El mundo de las simpatías como el de las antipatías es muy misterioso.

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LEON FELIPE
Felipe Camino Galicia de la Rosa, conocido como León Felipe (Tábara, Zamora, 11 de abril de 1884 - Ciudad de México, 18 de septiembre de 1968), fue un poeta español.
Nacido en una familia acomodada, su padre fue notario. Tras licenciarse como farmacéutico, León Felipe inició una vida llena de peripecias, empezando por la regencia de varias farmacias en pueblos de España y recorriendo a la vez el país como cómico de una compañía de teatro.
Permaneció tres años en la cárcel, convicto de desfalco y contrajo un matrimonio fracasado con la peruana Irene Lambarri, residiendo con ella en Barcelona. Su vida bohemia le sumió en una situación económicamente complicada hacia 1919, cuando iniciaba su obra poética en Madrid.
León Felipe, sin embargo, gustaba mucho de la poesía de Juan Ramón y hasta se sabía algunos sonetos suyos de memoria. También gustaba León Felipe de un gran libro de su gran amigo Ermilo: esto, en la conversación, se lo contamos nosotros a don Ermilo, pues así nos lo dijo cierta vez León.
“-Ese Canek- nos decía León Felipe- es un poema extraordinario y por él,
Ermilo puede ser considerado como uno de los grandes poetas de América. Así, por lo menos, lo considero yo que, además, lo quiero mucho”
Y así habla que te habla van llegando a la mesa nuevos contertulios. Algunos llegan tan sólo, sin sentarse a saludar al maestro. No son muchos los que se quedan. Casi siempre, más o menos, los mismos: Álvarez Amaya, el grabador, un muchacho pelirrojo; José Luis Espinosa, que estudia matemáticas y tiene, eso sí, un aspecto triste; el escritor Rubén Salazar Mallén, el periodista Ramón Sánchez Flores, Viola Palacio que llega siempre haciéndole carantoñas y que el maestro celebra con mucho  gusto y, de tarde, en tarde el genio disperso de Juan de la Cabada.
Don Ermilo quiere mucho a Juanito de la Cabada y se pone muy, pero muy alegre cuando éste llega. Pero Juanito es un ser misterioso que aparece nadie sabe por dónde ni cómo, cuando menos se le espera, y luego desaparece y pasan las semanas sin que nadie sepa una palabra de él. Don Ermilo suele decir de Juanito: “Si este Juanito quisiera escribir…”
Y pide otro café y enciende otro cigarrillo y vuelve a contarnos cosas de su Yucatán, de ese Yucatán que para él siempre es Mérida, es decir, de Yucatán.
Los cigarros van formando un montículo en el cenicero. Pasa el tiempo como si no pasara, lentamente, en amigable plática. Don Ermilo no discute nunca, sabe escuchar, tal como sabe hablar, con orden, con el orden armonizado de la mente y el corazón.
Pero don Ermilo, como los ruiseñores del bosque, suele enmudecer y hasta llega, con mucha cortesía si se quiere, a abandonar su mesa si se aposenta a su alrededor alguna gente grosera, vulgar. Don Ermilo no tolera ni lo vulgar ni lo grosero. Don Ermilo es humilde, sencillo, pero elegante, posee esa elegancia que muy pocos suelen percibir a simple vista, pues es muy del espíritu.
Tiene su ángel y su duende como ya hemos dicho: pero cuando éstos huelen la presencia de alguien que nubla el horizonte se van sin más a sus altos cielos, a sus soledades más íntimas, en suma, y hasta que el horizonte no ha sido despejado, no vuelven a dar señales de vida. Porque para malas compañías….
Y conste que don Ermilo es siempre amigo de los más humildes: de la mesera, del garrotero, del bolerito… A éstos jamás los trata mal, nunca les hará un desprecio. Sus elegantes actos de desprecio son siempre para otras gentes de más, entrecomillas la palabra, categoría.
Y ahí, al café, llegan muchos amigos a verlo; y ahí está él, en su silla, la suya, siempre la suya, presto a ofrecer su ayuda a quien lo solicite. Tanto al joven escritor de provincia que lo busca para recibir su consejo como a aquellos otros que le piden una firma para un escrito a favor de una buena causa. Don Ermilo nunca cierra los ojos ni esconde las manos cuando se trata de ayudar a alguien que merece ser ayudado.   Al contrario, siempre está presto a ofrecer su ayuda, todo lo que pueda dar.
Luego seguirá platicando de literatura, de escritores, de los misterios de la lengua, pero antes ya dio su ayuda. Su afición, aparte de leer y escribir, es la de hablar. Como el andariego Miguel de Cervantes, don Ermilo hubiera hecho buenas migas con los cabreros de la sierra y los arrieros de las ventas.
Pero son casi las tres de la tarde.
El sol principia a declinar, Don Ermilo deja el café y se va en busca del almuerzo en algún restaurantito humilde para, después, tras su parco yantar, tomar su camión rumbo a San Ángel, donde al llegar a su casa se refugiará a escribir y a escribir, en aquel recogimiento que allí se respira.
De puntillas, como si no quisiera molestar ni al silencio, don Ermilo entra en su casa. Es el retorno diario a sí mismo, a lo más esencial de su ser. La calle y el café quedan lejos, como en otra dimensión.
La calle de Frontera, allá en San Ángel, es una calle tranquila y la casa de don Ermilo es una casa grande y la parte más quieta de la casa es su biblioteca en donde, nada más llegar don Ermilo se recoge en casi monacal silencio.
Ahí es donde escribe, donde piensa mejor lo ya pensado para darle forma literaria. Al llegar abandona el abrigo y deja su carga sobre uno de los viejos sillones de cuero. En la estancia hay dos. Luego se quita sus gafas y las limpia mientras enciende la luz de su viejo quinqué, así lo parece, que nos recuerda a aquellos otros de pantalla verde que usaban nuestros abuelos y que, según don Ermilo, también usaba su padre.
El lugar tiene su clima, un clima monacal, casto y grato. Biblioteca y templo se parecen mucho. Esta de don Ermilo cuenta con tres grandes estanterías que llegan hasta el techo. Los libros han sido, desde siempre, el alimento principal de este hombre. Mal contados hay aquí más de tres mil volúmenes.
Don Ermilo se sienta en su sillón y saca su pluma. En las estanterías los libros parecen alegres de su llegada. Tal vez sean ellos sus mejores amigos. Se ve por dondequiera que en una proporción casi de mayoría son libros españoles: clásicos de la lectura, biblioteca de autores españoles, y un sinfín de libros sobre crítica, filosofía, lingüística y gramática y de antiguas y modestas ediciones. Y no faltan, cómo iban a faltar, las joyas del bibliófolo: la Historia del teatro español por el Conde de Schak; El elogio de la Estulicia de Erasmo de Rotterdam con dibujos de Holbein; una preciosa edición facsimilar del Cantar del Cid…
“Por sus libros los conoceréis” se ha dicho y si no conociéramos a don Ermilo lo bastante bastaría haber entrado aquí para acabar conociéndolo tal cual es: orden y claridad.
En las paredes de este recinto de estudio, pulcramente encaladas, están los retratos de sus amigos y de sus autores predilectos: Baroja, como “durmiendo en su butaca, la boina vasca ladeada sobre la frente”, tal como nos lo pinta Camilo José Cela, Azorín, Martín Luis Guzmán, Gómez Carrillo, León Felipe, con su penetrante mirada prometeica, Octavio G Barreda, Elenita Poniatowska, con su expresión de muchacha ingenua, Jaime Torres Bodet, Martín Gómez Palacio, Norberto Aguirre, Vicente Lombardo Toledano, con su elegante traje gris, José Moreno Villa, con su porte aristocrático, Genaro Estrada… Y muchos, no sé ahora cuántos, de su mujer, Margarita Paz Paredes, y tres o cuatro retratos más de su hija, la muy preciosa Juana Inés, siempre sonriente aunque no ría.
La mesa para escribir es ancha, y el sillón donde don Ermilo se sienta para escribir es de petatillo. Sobre la mesa está el viejo quinqué. Frente a la mesa está una anchísima ventana que mira al patio lleno de árboles, de rosales, de geranios, de enredaderas y de inquietos gorrioncillos, gorrioncillos que acuden como las moscas a la miel, por las migajas de pan, de tortillas de maíz, que don Ermilo, con la mejor intención, les rocía cada día en el césped.
Por la ancha ventana entra la luz del sol, de la luna y de las estrellas, aunque don Ermilo, día y noche, sólo usa para escribir la de su viejo quinqué.
Sobre la mesa no hay cenicero. Don Ermilo que tanto hace como que fuma en el café cuando lee o escribe renuncia al cigarrillo, tal vez porque no lo necesita para ello. Sólo, con el quinqué, están sobre la mesa el cuaderno de blancas hojas y la pluma.
Los libros de consulta se ven en un anaquel cercano; los predilectos también; uno de Cela, otro de Baroja, un Quijote y libros de antiguas zarzuelas, su música preferida que él gusta en sus ratos de ocio tararear para avivar viejos recuerdos.
Don Ermilo escribe despacio, muy despacio, sin dar nunca señales de prisa. Luego corrige y vuelve a corregir. Y así hasta que juzga que lo escrito está bien escrito. Entonces él mismo pasa lo manuscrito a máquina y, todavía, sobre su pequeña y muy bonita máquina que parece de juguete, vuelve a corregir.
Escribe sin horas fijas en el día, casi siempre por la tarde, para terminar a eso de la media noche, cuando ya los gallos empiezan a cantar. A veces se cansa porque le duelen los dedos y, entonces, toma un libro –siempre el predilecto- y se reconforta con su lectura para tornar luego a la tarea.
En este día lo vemos repasar por centésima vez su ensayo La letra del espíritu. Este libro de don Ermilo, en parte ya lo hemos leído, es un libro que está lleno de suave y oculta sabiduría. Ahí, en su libro, lo que se sabe se desliza manso, como ya lo verán aquellos que lo lean con detenimiento.
Don Ermilo escribe aquí, y aquí descansa y mira el sol o la lluvia a través de su ventana. Una tarde de esas en que llovía y don Ermilo cansado, no dio paz al ocio, escribió: “Toda la tarde está lloviendo. En San Ángel, donde vivo, el agua cae a torrentes. El patio de mi casa está inundado. Junto a la ventana de mi biblioteca leo en santa paz los últimos capítulos del Quijote –los más tristes-. Los leo despacio…”
Pero a veces no llueve y no lee don Ermilo. Hay sol y los pajarillos acuden por las migajas de pan o tortilla de maíz. Los pajarillos están retozones y don Ermilo, como San Francisco, platica con ellos sin necesidad de usar con sus amigos las palabras.
La ventana está semiabierta y como envuelta en neblina, llegan mansas, muy mansas como oraciones musitadas, cae la tarde, las campanas de San Ángel. Y don Ermilo que ama el silencio y la soledad donde se habla, como Quevedo ha aprendido a hablar “con los ojos con los muertos”. Don Ermilo se regocija por dentro y escucha los ruidos lejanos: el tren que pasa, los perros que ladran, los gallos que cantan, las campanas, sí, las campanas que tocan y el coro de los niños que juegan en el jardín de la iglesia.
Y así transcurren los minutos en santa mansedumbre hasta que vuelve como siempre a su mesa, y se pone a escribir y a escribir hasta tan tarde que se cae de sueño y apaga su quinqué y sube de puntillas a su cuarto. Ya en la cama, todavía, lee unas páginas y con el libro entre las manos se queda dormido.
Cuando amanezca volverá a leer algo, se aseará y saldrá a la calle a tomar su camión, a zambullirse en el trafico, a sentarse en rueda de amigos a eso del mediodía en el café y a vivir, a vivir otro día, esos sus días que pareciendo tan iguales son tan distintos siempre, porque don Ermilo siempre está más allá, mucho más allá de lo que a simple vista podemos ver en su persona y en su obra. El tiempo lo dirá.
             








viernes, 16 de marzo de 2012

C O L I L L A LA PAYASA QUE CONQUISTÓ CHINA…

Ilustración elaborada por: Fernando Emilio Saavedra Palma.
C O L I L L A
LA PAYASA QUE CONQUISTÓ CHINA…
Entrevista hecha por: Juan Cervera Sanchís.

Aquí está Colilla, la payasa mexicana que ha dado mil vueltas al mundo. Ella ha conquistado a los públicos disímbolos.
Sus viajes por Asía son ya incontables como la cantidad de niños que se han carcajeado viendo y escuchado a Colilla, quien pertenece a una de las grandes dinastías de payasos mexicanos, los Alvarado y, por si fuera poco, unió su sangre a otra gran familia de payasos, los Márquez, pues contrajo matrimonio con Papelito y engendraron a tres retoños, los payasitos: Bebeso, Raffy y Trencita.
-Es  un honor, Colilla, tenerla entre nosotros, ¿cuándo se inició en la bella y respetable profesión de  payasa?
-Nací entre payasos, con excepción de mi mamá, doña  Lucila Valdés, que nunca se atrevió a hacerle sombra a mi papá en la pista, aunque en la casa a veces es muy payasa.
Ella es la mejor madre del mundo.
-Cuéntenos, Colilla, dónde fue su debut y cómo.
-Debuté a los diecisiete años en fiestas infantiles y centros comerciales y cuando me casé con Papelito me integré al circo.
-¿A qué circo?
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  HOLIDAY CIRCUS
-En el Internacional Holiday Circus. Esto fue en Hermosillo, Sonora. En esa gira, estando en San Luis Río Colorado, nació mi hijo el payasito Bebeso.
 -¿Cuáles son los dones que debe poseer un genuino payaso, pues algunos creen que por el hecho de pintarrajearse ya son payasos?
-En primer lugar un payaso jamás debe producir miedo en los niños. Es básico el estudio de la psicología infantil. Yo, para divertir más a mi público, hago malabares, vuelo en el trapecio llamado volante y el que llaman sencillo, que no es nada sencillo. Además toco la batería, el órgano y las botellas musicales. Es una profesión muy exigente y nada divertida para el payaso. Se divierte el público, pero uno sufre, aunque cuando logra que la gente ría, entonces, es una felicidad.
-¿Quiénes son para Colilla los grandes payasos de México?
-A me gustaba mucho Bavi, Rafael Morales, Pepino y su hermano Adolfo, Bibis, hijos del célebre Rabanito.
-Y payasas, ¿hay muchas en México?
-Sí hay muchas. Entre ellas te puedo citar a Chicharra, Pingüica, Rafaela Mata, Cora y Apenitas.
-¿Son mejores las mujeres payasas que los hombres payasos?
-Claro que sí. Es más difícil para una payasa mujer abrirse camino que para un hombre, aunque ante el público, la payasa tiene más magnetismo que el payaso, creo que por su condición de madre, lo que es algo natural. Los niños ante una payasa se sienten más confiados, pues al inicio del espectáculo los niños con el payaso se asustan y con las payasas no.
-Háblenos de de sus experiencias, y viajes alrededor del mundo y por sus interiores, ejerciendo su magia profesión.
-He viajado con frecuencia por Centro y Sudamérica y el Caribe con el Circo Suárez, el circo más antiguo de México, y con el The Royal London Circus he actuado en Filipinas, Malasia, Tailandia, Singapur, Corea y China, siendo yo la única payasa que la gente de aquellas tierras han visto, pues por allá las mujeres están muy reprimidas, por lo que les llamaba muchísimo la atención ver a una payasa.
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THE ROYAL LONDON CIRCUS
-¿Dónde se está presentando actualmente la payasa Colilla?
-Con los dolaritos que ahorramos Papelito y yo, gracias a nuestras giras por el extranjero, al retornar a México en el año 2000 montamos nuestro propio circo y trabajamos en toda la Republica.
-¿Cómo se llama su circo y que aforo tiene?
-Nuestro circo se llama Yadara.
-¿Qué significa Yadara?
-Son las primeras letras de los nombres de pila de mis hijos:
Yasarah, David y Rafael. En orden inverso y por sus nombres artísticos: Raffy, Bebeso y Trencita.
-Muy bien, ¿el aforo en su circo?
-Caben doscientas personas perfectamente acomodadas. Es un negocio familiar. Trabajamos únicamente Papelito, mis hijos y yo. Tenemos Trailer, motorhome. El circo es nuestra casa y nuestra vida, y somos felices porque somos una familia unida.
-Precioso. Dios los bendiga.
           FOTOGRAFÍA DE ELVIA ALVARADO
       C O L I L L A .

domingo, 11 de marzo de 2012

EL MODERNISMO RUBEN DARIO Ensayo por: Juan Cervera Sanchís.

Ilustración elaborada por: Fernando Emilio Saavedra Palma.
RUBEN DARIO
Ensayo por: Juan Cervera Sanchís.
EL MODERNISMO

El modernismo fue una revolución literaria, como todos sabemos, donde hubo más ruido que nueces. Los modernistas buscaron por sobre todo la exquisitez en pensamientos, libertad en la métrica y a  su vez esmero en la forma. Todo ello fue, sin embargo, más asunto de ropaje que de contenido. Respecto al amor no lo toman tan en serio como los románticos y si Becquer ya había dicho que el mejor verso era el que iba escrito en un billete de mil pesetas, Rubén Darío, el príncipe de los modernistas canta de este modo: 

Calma, pues, ¡oh mujer!, mi devaneo,
y no seas conmigo tan ingrata;
en ti la luz de mi esperanza veo
y tu mirar me enciende y me arrebata…

Pero hay dos terribles versos finales que nos hablan de cómo este gran modernista pensaba de la mujer, o mejor dicho, de la realidad. Son estos:

-Señor poeta, vaya usté a paseo:
¡otros hay que me ofrecen mucha plata!

La relación  amorosa no ha cambiado, pese a estos versos de Darío, entre el poeta y su amada que, para no pocos modernistas no es, como para los clásicos y los románticos, una mujer, sino más bien una niña. Se ama a la mujer, pero adolescente. Darío insiste en la “tierra niña”, como si ésta al desarrollarse totalmente perdiera su encanto; como si las necesidades de la vida la volvieran huraña e imposible de amar. Se ama, pues, a las vírgenes:

Yo adoro a una sonámbula con alma de Eloísa,
virgen como la nieve y honda como la mar;
su espíritu es la hostia de mi aroma misa.
y alzo al son de una dulce lira crepuscular.

Ojos de evocadora, gesto de profetisa,
en ella hay la sagrada frecuencia del altar;
su sonrisa es la sonrisa suave de Monna Lisa,
sus labios son los únicos labios para besar.

Y he de besarla un día con rojo beso ardiente;
apoyada en mi brazo como convaleciente,
me mirará asombrada con íntimo pavor;
la enamorara esfinge quedará estupefacta,
apagaré la llama de su vestal intacta,
¡y la faunesa antigua me rugirá de amor!

Sí en este soneto de Rubén Darío, venimos a ver, como decía Antonio Machado, que “todo amor es fantasía”. Inventan los modernistas “la hora y el día”. Hay un afán de amor, como decía Carlos Fernández Shaw y también, en cantar de Francisco Villaespesa, “olorosas manos ducales”. Los modernistas cantaros a las señóritas como nadie, así Salvaror Díaz Mirón escribe: 

En la Venus de Médicis el arte
previó cuanto hay en ti, menos la túnica.
Irreprochable desnudez imparte
el mármol gracia vencedora y única.

No te des al acaso. Dios no envía
la suprema beldad a cualquier gusto.
¡La manda para ser en la porfía
botín al fuerte y galardón al justo!

Canta de este Díaz Mirón a la señorita Julia Zárate. Se advierte como en Darío, que invoca a la Monna Lisa, la presencia de la Venus de Médicis y el amor vuelve a quedar en otra dimensión. El poeta sigue estando fuera de él en cierta medida, En la poesía modernista sentimos que el amante está fuera del ser amado una y otra vez. Brilla el lenguaje, pero ese brillo no alcanza a ser llave. El amor es un tema más para los modernistas. En los
románticos y en los clásicos se podría decir que fue el tema central, tal como volverá serlo en algunos contemporáneos. Pero los modernistas aman más la poesía que al amor y León y Román lo dice:

Se artista, se poeta, se el espejo
del ancho mundo; aunque después te roben
los años su esplender, no serás viejo:
la poesía es el arte de ser joven

Los modernistas persiguieron “el arte de ser joven”, querían ser poetas mucho más que amantes. El amor es un pretexto más para ser poeta y renacer por la magia del poema. Las palabras, ciertas palabras, sí, en verdad, enamoran a estos cantores. Rubén Darío pregunta de este modo por Stella:

Lirio divino, lirio de las Anunciaciones:
lirio, florido príncipe
hermano perfumado de las estrellas castas,
joya de los abriles.

A ti las blancas dianas de los parques ducales,
los cuellos de los cisnes,
las místicas estrofas de cánticos celestes,
y en sagrado empíreo, la mano de las vírgenes.

Lirio, boca de nieve donde sus dulces labios
la primavera imprime:
en tus venas no corre la sangre de las rosas/pecadoras,
sino el ícor excelso de las flores insignes.

Lirio real y lírico,
Que naces con la albura de las hostias subliminales,
De las cándidas perlas
Y del lino sin mácula de las sobrepellices:
¿has visto acaso el vuelo del alma de mi Stella,
La hermana de Ligeia, por quien mi canto a/ veces es tan triste?

Se evidencia que los modernistas, como sucede aquí con Rubén Darío, más que cantar al amor parecen engolfados con el lujo de las palabras. La retórica los extravía con harta frecuencia y lo que, entonces, algunos creyeron deslumbrante, el tiempo se encargó de demostrar lo contrario. Los modernistas pecan de sinfónicos, le dan más importancia al traje que al cuerpo. Emilio Carrere, un modernista que se dejaba llamar “el último romántico”, ve en el amor a la muerte; esto da a su poesía una profundidad diferente a la de los modernistas deslumbradores. El canta así:

La niña, al amor rendida,
Sigue sus sueños urdiendo,
Sigue tejiendo; tejiendo…
Y lo que teje es su vida.

“¡Ya viene mi bien amado
con su melena de oro;
ya escucho el paso sonoro
de su caballo nevado!”

Pero este modernista, que pretende ser romántico, no es ni lo uno ni lo otro, sino recreador, aquí, del viejo romancero, aunque con un toque modernista y muy sonoro. Podríamos incursionar en la poesía de Juan Ramón Jiménez, clasificado como modernista, pero ¿lo es? Para nosotros ni Juan Ramón no los Machados fueron modernistas. Ante esto tendremos que buscar, imposiblemente, buena poesía amorosa en Salvador Rueda o en Darío. Tal parece que los modernistas no fueron afortunados, yo diría muy sinceros, al cantar al amor. Salvador Rueda prefería hacerlo a la sandía, a la vaca, a la cigarra y, todos, si bien los leemos, hacen más o menos lo mismo que él hizo, claro que podemos encontrar versos como estos:   


Ten un poco de amor para las cosas:
para el musgo que calma tu fatiga,
para la fuente que tu ser mitiga,
para las piedras y para las rosas.

En todo encontrarás un belleza
virginal y un placer desconocido…
Rima tu corazón con el latido
del corazón de la Naturaleza.

Es el amor, sí, pero otro amor, no el amor propiamente a la mujer que aquí nos interesa, es decir, lo amoroso. Lo amoroso está una y otra vez como fuera del poeta modernista, se siente perdido por las palabras sonoras y brillantes, fáciles de impresionar, pero difíciles de resistir. Oigamos a Rubén Darío, el padre nuevamente:

Sobre el diván dejé la mandolina.
Y fui a buscar su boca purpurina,
la boca de mi hermosa Florentina.

Y es ella dulce, y roza y muerde y besa;
y es una boca roja, rosa, fresca;
y Amor no ha visto boca como ésa.

Sangre, rubí coral, carmín, claveles,
hay en sus labios finos y crueles
pimientas fuerte, aromadas mieles.

Y podríamos seguir con estos versos modernistas que se dicen amorosos y son más un culto ciego a las palabras que otra cosa. Los modernistas fueron deslumbrados por ellas y en ellas se pierden sin posible reencuentro con la buscada esencia y el soñado amor. Soñaron los modernistas el amor quizá, pero no lo vivieron realmente. Los modernistas dejaron un gran paréntesis en cuanto a la poesía amorosa, aunque de repente aparezca en ellos la “heroína, la princesa rubia de pies aniñados”, como quería Ricardo Gil, o esa “Amada” rubeniana “de frente rosada” y con la que el poeta quiere compartir el templo del bosque. Lo que rara vez hallamos en la poesía modernista es un canto a la mujer, a la amada nuestra de cada día. Juan Ramón Jiménez, siempre por encima del modernismo y el resto de los ismos, deja en claro, al hablar de la poesía, lo que debe ser el amor por la mujer, en la mujer y para la mujer:

Vino, primero, pura,
vestida de inocencia:
y la amé como un niño.

Luego se fue vistiendo
de no sé qué ropajes;
y la fui odiando, sin saberlo.

Llegó a ser una reina
fastuosa de tesoros…

Sí, “llegó a ser una reina” la mujer, y la poesía, para los modernistas. He aquí la pobreza reflejada en sus pomposos cantos al referirse al amor, y es que las reinas difícilmente pueden ser amadas, sino que son respetadas, adoradas y temidas. La poesía amorosa renacería magnífica con los poetas contemporáneos, con un Pedro Salinas, con un Rubén Bonifaz Nuño…

        FOTOGRAFÍA TOMADA DEL BUSCADOR DE Google.
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RUBEN DARIO
Félix Rubén García Sarmiento, conocido como Rubén Darío (Metapa, hoy Ciudad Darío, Matagalpa, 18 de enero de 1867 - León, 6 de febrero de 1916), fue un poeta nicaragüense, máximo representante del modernismo literario en lengua española. Es posiblemente el poeta que ha tenido una mayor y más duradera influencia en la poesía del siglo XX en el ámbito hispánico. Es llamado príncipe de las letras castellanas. (WIKIPEDIA)