martes, 31 de julio de 2012

IGNACIO LÓPEZ TARSO Entrevista por: Juan Cervera Sanchís.


ILUSTRACIÓN ELABORADA POR: Fernando Emilio Saavedra Palma.
IGNACIO LÓPEZ TARSO
Entrevista por: Juan Cervera Sanchís.

El actor

            No hay cosa más difícil que conversar con un actor en su camerino. Y nosotros, para nuestra desgracia, nos vimos obligados a platicar con Ignacio López López, mientras se disfrazaba de López Tarso, en uno de los camerinos del teatro Hidalgo.

            López López es un hombre muy amable y accesible. Tiene la palabra fácil y el don de atender tres o cuatro conversaciones a un tiempo, al tiempo que se maquilla. Andaba en eso del maquillaje, es decir, con lápices y lápices frente al espejo. Como pudimos, entramos en conversación.

            –Y bien, creo que me toca a mí hablar.

            – ¿Cómo? –interrogó alguien.

            –Eso, y mirando a López Tarso le preguntamos: – ¿Desde cuándo se dedica usted a la actuación? 

            –Yo descubrí mi vocación ya tarde.

            Alguien aquí nos interrumpe y le pregunta al actor por unas piernas negras.

            –Unas piernas negras, unas piernas negras –tartamudea López Tarso.

            –Sí, es que vamos a poner una obra para niños y…

            En fin, lo de las piernas negras parece que se ha arreglado. Un joven de aspecto nervioso se va. El camerino está lleno de gente. Dos muchachas extranjeras, un individuo corpulento y barbudo, una señora mexicana y los que entran, salen, se quedan y dejan el qué sé yo y el no se qué. Para colmo mi pluma no tiene tinta.

            –Vaya –nos dice López Tarso y nos ofrece unos cuarenta bolígrafos de a dos pesos. Tomamos uno y empezamos a escribir.

            –Usted nos decía que descubrió su vocación algo tarde.

            –Sí, sí, –nos responde el actor mientras se marca las líneas de la frente –. Empecé el año de 1950 en la Academia de Arte Dramático.

            –Y antes, ¿qué hizo usted?

            –Vagar y vagar. Vine, fui y no estuve, estando, en no sé cuántas partes.

            –¿Como cuáles?

            –Hombre, en muchas. Durante un par de años fui bracero en los Estados Unidos y luego estuve en el ejército. Bueno, ya no me acuerdo de las cosas que no hice ni de las que hice. Pero hice y deshice mil y una cosas, buscándome a mí mismo, pues ahora sé que ese era el objetivo de todo aquel desorientado destrajinar.

       Alguien llega con unos recibos. Suponemos que no son de la luz ni del teléfono. López Tarso los revisa y da soluciones. Las muchachas extranjeras están muy serias, tal como si estuviéramos en un velorio de una funeraria de quinta categoría.

            Para romper la solemnidad le pregunto a López Tarso:

            – ¿Cuánto cobró usted por su primera película?

            –Veinte mil pesillos.

            –Para ser la primera, no estuvo mal.

            López Tarso sonríe y sigue sonriendo astutamente cuando le volvemos a preguntar:

            – ¿Y cuánto ha cobrado por la última?

            –Por la última, por la última –finge tener mala memoria –. A ver, a ver –hace la cuenta de la vieja moviendo sus dedos –. Bueno, mi última película ha dado en tres semanas cuatro millones, y yo sólo cobré unos modestos miles de pesos.

            –Ozú, mi madre –exclamamos.

            – ¿Qué dice usted? –nos pregunta López López con cara de López Tarso diciendo un corrido.

            –Eso, que vaya tela, ¿eh?   

            Y López Tarso se ríe y nos pregunta de dónde somos. Cuando lo sabe dice:

–Ya, ya.

            –Bien, dejemos ahí el carro y vamos al trigal, es decir, al asunto que nos ha traído. ¿Cuáles son los problemas más serios que ha encontrado usted en su carrera artística?

            –Hasta este momento, en lo que respecta al teatro, los problemas más serios con los que me he encontrado han sido la falta de apoyo oficial y, en el cine, la falta de calidad. Si yo fuera un comediante de tantos no tendría esos problemas, pero aunque sea falta de modestia por mi parte, he de decir que no soy uno de esos, de ahí…

            –Entendido. Y ¿cómo ve usted el cine mexicano?

–Desgraciadamente cada vez más malo, pues cada día que pasa se hacen menos películas y de menos calidad. Pero es un problema        que espero se solucione pronto, ya que desde el licenciado Emilio Rabasa para acá ha mejorado algo. No quiero decir que todo el cine mexicano sea malo, pero… Bueno se ha hecho una buena película, creo yo, cada dos años. Digo buena, aunque mejor sería decir digna de verse. Ahora espero, tengo mucha fe en que todo siga mejorando en bien del cine mexicano, pues Rodolfo Echeverría es un hombre que conoce a fondo los problemas de nuestro cine y sé que quiere hacer algo positivo.

– ¿Cuál cree usted que ha sido, hasta ahora, la mejor época del cine mexicano?

–La mejor fue aquella en que descollaron Emilio Fernández, Gabriel Figueroa, Pedro Armendáriz, María Félix, Dolores del Río… Entonces fue cuando tuvo proyección internacional, pero hoy… Bueno, ahí está lo que es y a la vista de todos.

– ¿Dónde le gusta a usted más actuar, en la escena o ante las cámaras?

–Me gusta actuar en todas partes, pero prefiero el teatro. Yo soy un actor eminentemente teatral, amo el teatro, aunque es un pésimo negocio.

– ¿Qué son para usted los corridos?

–Es una expresión popular por la que yo siento una especial predilección. Yo, antes de ser actor, ya gustaba de decirlos, pues como no sé cantar, al decirlos, era como si cantara las hazañas del pueblo. Me gustan, me gustan mucho.

– ¿Con cuál personaje se identifica usted mejor, con este Adriano V11 en el que se está convirtiendo, o con Pito Pérez?

–Los dos son muy distintos e interesantes. Cada uno tiene su porqué y cada uno, por sí mismo, me gusta, aunque no tengan puntos de contacto. Aunque creo que cada uno de ellos lo mejor que tiene es lo que tiene de mí, lo que yo he puesto en ellos, la vida y la sangre que al representarlos les he dado.

– ¿Qué es para usted el teatro clásico?

–Para mí y para todo el mundo, es lo que es, algo que aún no ha sido superado por los autores modernos, por ninguno de ellos. Sófocles y Esquilo siguen siendo extraordinariamente actuales. Son autores vivos, cuando tantos autores que viven están de antemano muertos. Y como actor le diré que son la mejor escuela para el aprendizaje de la actuación. Sí, claro que sí, hay que tenerlos presente como el agua y el pan de cada día, y deberían ser representados con mucho, con mucho más –enfatiza López Tarso –frecuencia de lo que lo son.

– ¿Quién es López Tarso en la vida real?               

             –López Tarso, en la vida real, no existe, porque López Tarso es solamente en su vida pública, es decir, como actor, pues de otra manera yo no existo. No sé ser sino actor. Así fue cómo Ignacio López López murió un día para que sólo existiera López Tarso, aunque, claro está, también exista por ahí, y él sabe dónde, López López; pero eso, aquí y ahora, no importa, como tampoco quiero yo que le importe a nadie, ¿estamos?

            –Estamos. ¿Qué libro está leyendo López Tarso?

            –Estoy leyendo una estupenda adaptación de “Madre Juana de los Ángeles”*.

            – ¿Quién es el autor de esa obra?  

            –Ujule, eso es muy difícil, tiene un nombre rarísimo y yo soy pésimo para los idiomas; sólo puedo decirle que es polaco.

            –Vaya, se juntó el hambre con las ganas de comer, porque un servidor, cuando dice alguna palabra en lengua foránea, no hay Dios que lo entienda.

            Las señoritas extranjeras que nos escuchan están muy serias. El resto del respetable se echa a reír. Nosotros, como el que oye llover, seguimos la retahíla.

            – ¿Qué odia López Tarso?

            –Odia el desorden, la anarquía.

– ¿Qué ama?

            –Todo lo opuesto al desorden y a la anarquía.

– ¿A qué aspira López Tarso?

            –López Tarso quisiera ser el mejor actor del universo.

– ¿Del universo?

             –Así es, mano.

            – ¿Y quién cree López Tarso que ha sido o es el mejor actor del mundo?

            –Para López Tarso, el mejor actor del mundo ha sido un ruso cuyo nombre  apenas si sabe pronunciar. Fue aquel actor que hizo Iván el terrible y Don Quijote. A ese actor es a quien yo admiro más entre todos los que han sido y son. Era maravilloso, increíble. No, no creo que haya tenido igual.

            – ¿Podría usted hablarnos de los defectos de López Tarso? 

            –Son muchos, demasiados quizá. Pero algunos le han sido muy provechosos, tales, por ejemplo, como la vanidad y el egoísmo.

            –Y las virtudes de López Tarso, si es que las tiene, ¿cuáles son?

            –Bueno, mano, mira, yo no creo conocerme a fondo para hablar de eso y, cuando ignoro algo, cuando se trata de algo que no conozco bien, prefiero cerrar el pico para no meter la pata. Así que dejemos eso ahí, y si tengo virtudes, que las pregonen otros que me conozcan mejor que yo en ese terreno.

            –De acuerdo. Ahí muere. Pero ahorita no se me eche para atrás y dígame sin que le estorbe la salivilla en la punta de la lengua, ¿cree López Tarso que López Tarso es el mejor actor que hay en México?

            –López Tarso está dispuesto a creerlo todo y a no creer nada. Y eso que usted me pregunta, pues, la verdad, no sé si creerlo o no. Pero tengo entendido que algunos lo dicen por ahí y eso no quiere decir que sea yo el que lo diga. Lo dicen los otros, y si lo dicen… ellos sabrán por qué lo dicen, ¿no?

            –Pues sí.

            –Pues eso, son rumores y la verdad sea dicha no me molestan esa clase de rumorcillos en torno y alrededor de López Tarso.

            –Pues que sigan. ¿No?

            –Sí, hombre, claro, que sigan y sigan y a ver a dónde llegan.

            –Eso es.

            –Olé ahí. Pero aclararemos que yo no digo nada y sólo soy un profesional que trata de ser consecuente con su trabajo, haciendo todo lo posible por mejorar cada día y en cada actuación.

            –Cómo debe ser.

–Exacto.

 –¿Es López Tarso supersticioso?

–No.

–Entonces cabe la pregunta.    

– ¿Qué pregunta?

–Esta: ¿Qué piensa López Tarso de la muerte?

–¡Jijo!…

–Alto ahí, manito, y responde a mi pregunta.

–Bueno, la contestaré diciendo que no me gusta pensar en esas cosas.

– ¿Y no que no…?

–Ande, ande y pregunte cualquier otra cosa.

–Bueno, si usted lo manda.

–No es que…   

–Ya entiendo. Bien, ¿qué me dice del amor?

            –Del amor… Bueno, depende de cómo uno entienda el amor. En realidad, lo que puedo decirle es que yo nunca he estado enamorado, a no ser, y eso sí, de mi profesión.

            – ¿Qué ideas políticas tiene López Tarso?

            –Bueno, yo tengo ideas políticas, porque soy hombre, y soy hombre antes que nada. Pero…

            – ¿Qué?

–Que ahí la dejamos. ¿Le parece?

–Hombre… En fin. Bueno. ¿Ideas religiosas?

–Ideas religiosas… Lo que tengo, en realidad, es una vida personal que quiero conservar así. Entiendo que un actor debe tener su vida privada; es un ser humano y hay cosas que uno no debe decir sino entre sus amigos y no en público, a no ser que llegue la ocasión y, como todo el mundo, se vea obligado a sacarlas por fuera a la calle.

–Vale. ¿Dónde nació usted?

–Aquí en el Distrito Federal.     

            ¿Quiénes era sus padres?

–Alfonso López e Ignacia López.

– ¿A qué se dedicaban?

–Mi madre a las labores propias de su casa, y mi padre ocupaba un puesto militar.

– ¿Está usted casado?

–Sí.

– ¿Cuántos hijos tiene?

–Tres, dos niñas, una de dieciocho y otra de doce, y un niño de ocho.

– ¿Descansó?    

– ¿De qué?

–De mi interrogatorio.

– ¿Cómo?

–Pues estas preguntas no eran difíciles.

López Tarso se ríe y mueve la cabeza como diciendo: “Vaya pelmazo que me ha caído”.

–Bueno –no lo quiero dejar que piense –. ¿Qué obras que no haya hecho le gustaría hacer?

Ricardo 111, de Shakespeare, y Prometeo.





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William Shakespeare (Stratford-upon-Avon, Warwickshire, Reino Unido c. 26 de abril de 1564jul.ibídem, 23 de abriljul./ 3 de mayo de 1616greg.)[1] fue un dramaturgo, poeta y actor inglés. Conocido en ocasiones como el Bardo de Avon (o simplemente El Bardo), Shakespeare es considerado el escritor más importante en lengua inglesa y uno de los más célebres de la literatura universal.[2]
La New Encyclopædia Britannica señala que "muchos lo consideran el mayor dramaturgo de todos los tiempos. Sus piezas [...] se representan más veces y en mayor número de naciones que las de cualquier otro escritor".
Las obras de Shakespeare han sido traducidas a las principales lenguas y sus piezas dramáticas continúan representándose por todo el mundo. Además, muchas citas y aforismos de sus obras han pasado a formar parte del uso cotidiano, tanto en el inglés como en otros idiomas. Con el paso del tiempo, se ha especulado mucho sobre su vida, cuestionando su sexualidad, su afiliación religiosa, e incluso, la autoría de sus obras.


–Me ha dicho usted que es muy aficionado a la poesía ¿Qué poetas mexicanos prefiere?
–Prefiero a Octavio Paz y a Carlos Pellicer. Y también a Xavier Villaurrutia. Este último fue mi maestro de teatro y aprendí mucho a su lado.
– ¿Hará próximamente una nueva película?
–Es posible que haga, junto a Dolores del Río, la obra de Sergio MagañaLos motivos del lobo”; aún no hay nada seguro, pero por ahí anda la cosa, pues “arrieros somos y en el camino andamos”.
–Pues a caminar.
–Qué remedio.
Y aquí sonó el timbre, la tercera llamada, y López Tarso se cambia de pantalones a todo correr. Nosotros, disimuladamente, le robamos un par de [bolígrafos, llamados plumas] atómicas sin que se dé cuenta, por si las moscas, pues tenemos todavía qué entrevistar a otro personaje. Y pies para que os quiero.


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Ignacio López Tarso (nacido Ignacio López López el 15 de enero de 1925) es un actor mexicano de teatro, cine y televisión. Se le considera como uno de los más grandes histriones de México [cita requerida].  Nació en la Ciudad de México, en una casa de la calle de Moctezuma, cerca del santuario católico de la Villa de Guadalupe. Sus padres fueron Alfonso López Bermúdez e Ignacia López Herrera. También vivió su infancia en varios lugares de la república mexicana tales como Veracruz, Hermosillo, Navojoa y Guadalajara, todo esto por asuntos de trabajo de su padre quien se desempeñaba en el servicio de correos. Sus hermanos se llaman Alfonso y Marta.
Precisamente en Guadalajara, mientras vivía en el barrio de Analco, Ignacio López tuvo su primer contacto con el mundo artístico, cuando tenía ocho o nueve años. En esa ocasión fue llevado por sus padres a ver una función de teatro de carpa. El niño quedó impactado al ver cómo se apagaba la luz, se abría el telón entre la oscuridad y sólo quedaba iluminado el escenario además de quedar como hinoptizado al observar cómo se desarrollaba la obra. Ese periodo de privación duró hasta que terminó la obra, se volvieran a encender las luces y regresar a la realidad dándose cuenta otra vez que estaba sentado entre sus dos padres. La descripción anterior sobre lo ocurrido en aquel teatro de carpa, el propio Ignacio López la ha hecho repetidas veces a lo largo de su vida, porque quedó muy marcado en su memoria. Esa experiencia infantil de éxtasis vivida en esa función de teatro, sellaría de este modo el destino de Ignacio López.
También vivió en Valle de Bravo, Estado de México donde estudió la secundaria. Los problemas económicos de sus padres impidieron que Ignacio ingresara a una escuela para continuar sus estudios superiores. Debido a lo anterior, un sacerdote le recomendó ingresar al seminario para que así pudiera continuar con su educación.
No habiendo otra opción y sin vocación al sacerdocio pero con el deseo de seguir estudiando, Ignacio López ingresó en el Seminario Menor de Temascalcingo, Estado de México. También estuvo en el Seminario Conciliar de México en Tlalpan, Ciudad de México. Abandonó el seminario debido a la ya mencionada falta de vocación para ser sacerdote.
A los veinte años de edad tuvo que cumplir con el servicio militar y estuvo en cuartel más de un año en Querétaro, aunque también estuvo en los regimientos de Veracruz y Monterrey. Logró obtener el grado de Sargento Primero. Al terminar su servicio militar, un general le dijo que tenía madera para ser militar destacado y le ofreció su apoyo para ingresar al Colegio Militar, pero Ignacio López después de pensarlo descubrió que esto no era su vocación y así terminó su aventura militar.
En la Ciudad de México trabajó como agente de ventas de una empresa fabricante de ropa de mezclilla, pero seguía teniendo problemas económicos, por lo que buscaba otra opción para mejorar su situación. Esa opción lo encontraría en unos amigos quienes lo animaron diciéndole que si se iba con ellos a los Estados Unidos a trabajar como braceros en la cosecha de uva y naranja en California, ganarían mucho dinero. Con esa ilusión, él y sus amigos se inscribieron en el convenio México-Estados Unidos, el cual les auspició el trabajo en California. El sueño de Ignacio López no era radicar en Estados Unidos, sino trabajar una temporada y regresar a México cargado de muchos dólares. Estando ya trabajando en un naranjal del condado de Merced, California y trepado de un alto naranjo, resbala y cae de espaldas encima de unas cajas, lastimándose seriamente su espina dorsal quedando casi paralizado. Esto provocó su triste regreso a México por tren. En vez de venir cargado de muchos dólares, vino cargado de muchos dolores, con medio cuerpo enyesado y con tan sólo 20 dólares en el bolsillo. En la Ciudad de México tuvo que seguir un tratamiento y guardar reposo para su recuperación, durante un año aproximadamente.
Después de su recuperación, López Tarso ingresó en 1949 a la Academia de Arte Dramático del Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA), que en aquel tiempo era la única escuela de teatro en el país. Por aquel entonces su padre le dijo –quizá en tono de broma- que los dos más grandes errores que iba a cometer en su vida eran casarse y ser actor. Pero Ignacio además de ser actor, se casó y lo hizo con Clara Aranda y tuvieron tres hijos: Susana, Gabriela y el también actor Juan Ignacio, mejor conocido en el medio artístico como Juan Ignacio Aranda.
López Tarso también ha incursionado en la política y fue diputado federal. También ha ocupado cargos importantes de organizaciones tales como la Asociación Nacional de Actores (ANDA), de la Asociación Nacional de Intérpretes (ANDI) y del Sindicato de Trabajadores de la Producción Cinematográfica (STPC). Es miembro honorario del Seminario de Cultura Mexicana.[1

jueves, 26 de julio de 2012

EL CAOS ES MARAVILLOSO MARAVILLOSO ES EL CAOS Autor: Juan Cervera Sanchís.


FOTOGRAFÍA TOMADA POR: Fernando Emilio Saavedra Palma.
EL CAOS ES MARAVILLOSO
MARAVILLOSO ES EL CAOS
Autor: Juan Cervera Sanchís.

LIBERTAD

Muere un día más. La brisa
acaricia las hojas de los árboles.
Humos o efluvios lentos sobrevuelan
los valles y los montes. Aparecen
los astros en el cielo. Alza un hombre
su frente hacia la altura. De repente
mira a izquierda y derecha, se cerciora
de que nadie vigila en torno suyo,
y escribe LIBERTAD sobre la tierra.

EL CAOS ES MARAVILLOSO
ESTOY FRENTE a la pared en blanco, condenado a no hacer nada, ¡nada! ¿Sabes tú lo que es eso? Te ríes, sí, te ríes, pero no te reirías si tuvieras conciencia de lo que es estar horas y horas, que se convierten en siglos, frente a esta pared donde podría uno escribirlo todo y, sin embargo, no es permisible escribir nada, no siquiera imaginarlo.
Hemos llegado a la sociedad perfecta y un hombre (o una mujer) no se morirán de hambre y podrían tener su recuadro y su televisor si se adaptan a mirar durante ocho horas una pared en blanco y están dispuestos a aceptar las órdenes de la direccional trascendente. Los parias de los tiempos pasados tal vez soñaron que esto era la felicidad, pero, ¿crees tú que esto es la felicidad? De sobra sabes que no lo es. Pero es perfecto, te atreverás a decirme. Yo te contestaré muy claro: no seas hijo… Pero esto es anacrónico y no tiene sentido, porque tú y yo somos hijos de computadora. Así es. ¿Qué pasa conmigo? ¿Interpreté demasiados microfilmes históricos? No lo sé pero cada día estoy más en contra de la perfección; de mirar y mirar esta pared en blanco intentando no pensar, no hacer nada o, como más, pensando y accionando en la línea perfecta.
            Es posible que yo esté loco, porque sueño cometer un error: dejar de mirar la pared en blanco, mojarme los dedos de verde y pintar una de aquellas aves que, en las películas del pasado, volaban sin necesidad de motores artificiales. Te confieso que desearía ser una de aquellas aves aunque estuviera arriesgando cada segundo la vida y corriera el peligro de morir de hambre.
            Estás mal programado, me has dicho, tendré que acusarte con O-W para que te reprogramen, no te he contestado. ¿Para qué? Sé que, de cualquier manera, tú estás perfectamente programada, irás en busca de O-W y le dirás: 333333 necesita un reajuste. Eso será fin de semana. Es irremediable. ¿Qué puedo hacer sino resignarme? Pero y a ves: no me resigno, no puedo hacer sino resignarme? Pero ya ves: no me resigno, no puedo resignarme y aunque sigo mirando la pared, esta blanca e interminable pared, estoy imaginando lo incorrecto, lo que yo anhelo imaginar, ¿Qué cómo es posible que yo anhele? No lo sé. Soy un fenómeno. Y no soy el único. Muchos números como yo están reaccionando lo mismo. ¿Será un virus? No lo sabemos, pero estamos cansados de mirar y mirar la pared en blanco y de pensar y de accionar en la línea perfecta. Buscamos retroceder hacia los días imperfectos. Sabemos (al menos yo lo sé) que no es lo debido. ¿Qué es lo debido? Para la direccional trascendente obedecer, mirar durante ocho horas una pares en blanco y luego (los llamados días de descanso) hacer el amor, ver el televisor y tomar nuestra medida de alcohol para volver a la labor, es decir: a mirar la pared en blanco y hacer lo que hay que hacer. Yo quiero hacer algo diferente: caerme, no desayunarme un día, hacer el amor un día fuera de lo programado, ponerme a cantar, mirar las estrellas por mirarlas, y no para investigarlas, y saber lo que hay que saber, porque yo de pronto sospecho que hay algo más que esta perfección, que esta seguridad; que la direccional trascendente y esta pared en blanco. Lo sospecho. Más: lo palpo. Tú dices que lo único que me pasa es que estoy mal programado, pues que me dejen así, mal programado. Tú no has estudiado historia, pero hace muchos siglos se decía que los gitanos estaban mal programados y los mandaron matar a todos.
            La verdad era otra: los gitanos se negaron a dejar de ser libres. Eso era todo. Yo lo sé. Yo lo he deducido. Claro que tú, que estás maravillosamente bien programada, no puedes decir nada. Lo entiendo. Irremediablemente (desdichada pareja mía) irás al recinto de O-W y le dirás… sé muy bien lo que le dirás. Y te podrás triste y alegre a la vez, porque creerás que estarás salvándome y que volveré a ser el de “siempre” cuando me reprogramen, y estaré como siempre aquí junto a ti, silencioso, obediente y mirando esta pared en blanco, interminable, sin ir más allá de los límites. ¿Podrán los reprogramadotes ajustarme hasta tal punto? ¿Admitiré de nuevo la perfección que las leyes y el sistema proclaman? Es algo que no sé, es algo que no quiero. Te juro, te lo juro: yo no quiero volver a ser perfecto, prefiero este dolor de lo imperfecto, esta angustia de la criatura mal hecha que me lanza hacia el pasado y hacia el futuro y que se niega a reconocer la perfección del presente. Ya sé que no es lo que debiera ser, que la Gran Computadora, a causa de ello, puede empezarse a inquietar y decidirse a hacer experimentos y eliminar a los números presentes y crear otros nuevos. Ello sería destructivo para todos. Pero te confieso que podríamos decidirnos nosotros y anticiparnos a la computadora y destruirla a ella. No, no te asustes, no tengas miedo. Es lo que estoy pensando, porque resulta que algo me ha hecho pensar y ya no puedo volver a ser el que era. Tú crees que todo es por causa del desajuste que sufro y que si se me reprograma... Yo ya no creo en las reprogramaciones, yo en lo único que creo es en la imperfección y en la libertad de errar. Deseo continuar en el error. La perfección es monótona y terrible. Es la muerte. Estamos muertos, sí; estamos muertos al no poder morir. ¡Hace siglos que aquí nadie muere! Pero, ¿es eso la perfección? Yo pienso que hemos detenido el proceso. O-W debería saberlo también. ¿Te imaginas a una mariposa que permaneciera por siempre en el estado de larva? Eso es lo que pasa con nosotros; el proceso de la realidad metamorfósica ha sido detenido al no poder morirnos y eso es lo que hace todo esto insoportable para aquellos que al detenerse el proceso percibimos la imposibilidad de la necesidad. No, no es esto la perfección, la perfección es algo que no sospecha la direccional trascendente y empieza en verdad cuando se deja fluir la realidad en su “imperfección” evolutiva. No me entiendes. Es inútil, es inútil que yo intente contigo el desajuste. Tu programación está perfectamente controlada. Aunque quizá... Sí, pueden ocurrir muchas cosas. No soy el único que se declara en rebeldía frente a la pared en blanco. ¿Conoces la palabra domesticar? Los gatos como los gitanos se negaron a aceptar y también fueron exterminados. Pero he ahí que retoñan los gitanos y los gatos. Si me ves bien yo soy una especie de gato y de gitano. Es un disparate, pero es lo que quiero ser: disparate, desvarío imprudente, paradoja, ficción. Es lo que quiero SER. No, no puedes entenderlo. Ser está muy lejos de lo programado, de la pared en blanco. De esa perfección cronométrica que tú eres, que son todos aquí, número a número y letra a letra. Yo no, 333333 no. Y no estoy solo, créeme, que no estoy solo. Algo me dice que ya somos muchos. ¿Por qué no tú?
NO TE rías por favor, no te rías, no vuelvas a decirme: estás mal programado. Déjame ser imperfecto. Déjame equivocarme, déjame solar que soy una de aquellas aves que hubo en otro tiempo, que no necesitaban de motores para volar y que arriesgaban cada instante sus vidas y se exponían a morir de hambre. Esta comida no me basta, esta seguridad no me basta. ¿Ah!, esta seguridad extrema. Aquí todo es seguridad. Basta mirar una pared en blanco y obedecer para poder subsistir. ¿Es bastante? No, no es bastante. Esto no es bastante. Y según los microfilmes históricos por esto murieron, pero ¿para nosotros? Te confieso que quiero morir y pudrirme y ganarme el olvido, mi olvido, porque esta pared, paradójica memoria en blanco, es el peor de los martirios; esta pared en blanco frente a la que dicen debo cumplir mi perfecto trabajo, mi destino perfecto...
            No sé, no recuerdo, 444444, qué tiempo ha pasado exactamente. Es posible que hayan sido miles de años. No lo sé. Ha pasado el tiempo y yo sigo aquí frente a esta pared en blanco. Ha sucedido algo insólito: Yo, 333333, he descubierto que puedo llorar. ¿Sabes tú lo que es eso? No lo sabía yo. Había leído algo de lo que suelen decir los de la direccional trascendente sobre las lágrimas. Es lo que tú has leído. Ya sabes:

Las lágrimas eran humores que segregaban por la glándula lagrimal los seres primitivos que habitaron en el pasado imperfecto en este planeta. Era un signo de impotencia. Superada aquella edad impotente la especie evolucionó y dejó de llorar, pues el nuevo sistema consolidó para todos una realidad feliz.

            Tú ya sabes, 444444, que es eso lo que está escrito y es lo que debe ser, pero, ¿cómo explicar que yo pueda llorar? ¿Quiere decir que no hubo tal evolución? ¿Quiere decir seguimos siendo impotentes? Estoy dispuesto a escuchar a O-W. Iré cuando tú digas. Quiero saber por qué estoy llorando, por que quiero ser imperfecto y errar; por qué estoy cansado de esta perfección que se traduce en estar aquí sentado y fijo, fijo, fijo en esta blanca pared. La verdad, te confieso, que quiero seguir así: llorando y sin poder entender nada. Estoy convencido de que no es posible entenderlo todo como aseguran los de la direccional trascendente. Siento que algo muy importante se nos escapa y es por ello que esta perfección empieza a dolernos a más de uno de nosotros, apenas ayer números dichosamente exactos. Quisiera decirte algo que aún no te he dicho. La otra tarde subí al trasladador camino de mi recuadro. Íbamos, como siempre, una partida de mil números, todos 333333, cuando de repente vi a un 777777. Nos miramos y descubrí que estaba llorando. O-W hablaba desde la pequeña pantalla de televisión por el Canal de los consejos y decía, como siempre:

Piensen, piensen que al fin cumplieron con su jornada y que la felicidad los acompaña. No tienen por qué preocuparse, todo está perfecto. Cada uno de ustedes es perfecto. La perfección es la madre y señora de cada uno de nuestros días. Vayan felices a sus recuadros para mañana volver más fortalecidos a ver la pared en blanco y así cumplir con los científicos imperativos de nuestro científico sistema ¡Viva la ciencia! ¡Viva la pared en blanco!

            Como es común cada tarde, todos a una respondieron con el viva triunfalista que tan feliz a O-W. Únicamente yo, 333333, contra 999 333333 yoes similares, y aquel 7777777 no respondimos. Los detectores debieron indicárselo a O-W. ¿Por qué no nos ha buscado para reprogramarnos? No lo sé. Algo está pasando que escapa a los detectores, que no acaba de descifrar O-W. Y ello me alegra, me hace feliz, porque es parte de la imperfección que estoy descubriendo como un gozo distinto a la perfección.

            Me bajé del trasladador en mi recuadro y, contra la ley y la lógica y la luz matemática, 777777 me siguió hasta él. Y allí pudimos hablar de muchas cosas. Sabíamos que nos vigilaban, que estaban grabando cada uno de nuestros actos, de nuestras palabras, pero no nos importó.

-                          ¿Por qué me has seguido hasta aquí? Pueden desarmarnos y encerrarnos en la cárcel de los óxidos.
-                          Porque es mi deseo, 333333.
-                          Tú también sabes de deseos, 777777
-                          Sé de deseos. He llorado. Y estoy hastiado de mirar y mirar la pared blanca del trabajo. Yo no quiero volver a mirar esa pared, yo no quiero trabajar. Sueño hacer algo distinto.
-                          Pero nosotros no tenemos derecho a soñar. No podemos soñar según el código de la direccional trascendente. Tú lo sabes.
-                          Lo sé, pero también sé algo más. Y sé que quiero morir.
-                          ¿Morir?
-                          Sí, no hemos muerto nunca, pero yo necesito morir. Vivir siempre cansa y resulta del todo inútil.
-                          Es lo que yo quiero, y también ser imperfecto.
-                          Esta perfección es horrible.
-                          Pero nos están vigilando. Tú lo sabes. Vendrán por nosotros...
-                          Que vengan, que vengan y acaben con nosotros. Sé que así nos perderán ellos y nos ganaremos nosotros.
-                          Pero ¿y si nos reprograman?
-                          Quizá ya no puedan. Hemos escapado de alguna manera de su control. Lo imperfecto es así. Los 333333 son historiadores, ¿no?
-                          Así es. Y los 777777 son matemáticos, ¿cierto?
-                          Cierto. Pero como ustedes no creen en la historia (o por lo menos tú), nosotros (o por lo menos yo) ya no creemos en las matemáticas, porque hemos descubierto que lo esencial está más allá de todo cálculo.
-                          ¿Qué debemos hacer?
-                          Vivir y morir
-                          Es lo que nunca hemos hecho. Tú ya sabes. Según O-W lo único que debemos hacer es mirar la desesperante pared en blanco. Nada más.
-                          ¡¡¡No!!!

Luego, 777777, volvió a tomar el trasladador que pasaba en aquellos instantes con 999 777777. se perdió entre ellos. Yo sé que algo está pasando mi querida 444444. deseo que me entiendas, que no te rías de mí y que te olvides de solicitar mi reprogramación. Déjame ser de este modo. No quiero ser de otro modo. No me gusta pertenecer a la serie. Sea yo 333333, pero a la vez diferente a cada uno de los 999 333333 que existen. ¿¡Entiéndeme!? Te contaré una historia:

“Había una vez, lo leí en un microfilme, un hombre que quería ser libre, pero no sabía muy bien lo que era la libertad. Luchó y luchó durante años por alcanzar su deseo. Perdió en ello su casa, su esposa, sus hijos... Lo perdió todo y cuando creyó ser libre descubrió que era más esclavo que nunca”. Nuestra sociedad perfecta se parece mucho al hombre de esta historia. Cree ser perfecta y es en realidad desgarradamente imperfecta. ¿Qué es la perfección, 444444? Pregunta a todos los números que se te aproximen. Pregunta a O-W. Todos te dirán lo mismo: obedecer, mirar la pared en blanco. Hacer lo que hay que hacer. Pero ¿qué es lo que hay que hacer? Nadie lo sabe. ¿Lo sabes tú?

-                          No lo sé, 333333, no lo sé, pero sé que tú estás enfermo, que necesitas urgentemente ser reprogramado. Es lo que me dices. ¿No sabes decir otra cosa? ¡Di otra cosa!

(Más allá de los números, donde la rosa no presumía de su perfección y el ruiseñor cantaba sin grabar sus canciones, los ríos bajaban trasparentes hacía el mar. Más allá de los números el agua se estremecía y con vocación de lluvia acariciaba las tierras recién sembradas. Más allá de los números las alondras gorjeaban y el alba se arropaba con soles cálidos. Más allá de los números las paredes blancas se encendían de ventanas y el universo volvía a encontrar el sabor de los besos. Más allá de los números…

-                          333333 ESTAS LOCO –me dijiste-. ¿Quién te enseñó esas locuras? ¿Acaso no sabes que los números rigen el universo y que Dios es un número?
-                          Tal vez sea el CERO –te contesté- y una lágrima en forma de antinúmero todo por mi mejilla. Sí, estaba llorando por ti 444444, estaba llorando por todos los números y sobre todo por los días perfectos y por la direccional trascendente. Sabía que los números no podían llorar y mucho menos la direccional; sabía que no conocerías el gozo finito de la imperfección y mucho menos el sabor imperfecto de lo infinito. Yo me había transformado en número fingidor y ello era algo muy distinto a quedarse fijo frente a la pared blanca de la “realidad”. ¿Realidad? ¿Realidad? Pero ¿qué es la realidad? Puede ser todo y mucho más, pero no unos ojos mirando fijamente una pared en blanco.

(Es aquel tiempo llovía. Olía a ozono el aire. El retumbar de la tormenta nos iluminaba la sangre y las raicillas de las flores se estremecían en la tierra del jardín. Los imperfectos abrían los balcones y miraban el horizonte y el mar aún no había muerto... La vida era un emporio, un emporio te digo y ya es bastante. Llovía, llovía en aquel tiempo y mi mente se deleitaba escuchando el cántico del agua en el tejado).

-                          Por favor, 333333, vuelve en ti. No es posible que sigas perdido en las multiplicaciones erradas. Suma, resta o divide, pero en la realidad.
-                          Mi 444444, déjame llorar y delirar, déjame aproximarme al sol y perderme en su fuero... No quiero más todo esto: un recuadro, un televisor, la rutina del trasladador y la desesperación en blanco de tener mis ojos clavados en la pared en blanco.
-                          Es la realidad, es la realidad. ¡Acéptala como siempre la habías aceptado!
-                          No, no, no me manipules en nombre de la realidad. La realidad dice, ¿qué es la realidad?

(Las nubes cruzaban la bóveda celeste. El niño le preguntó al pastor de nubes. “¿Es cierto, señor, que las nubes son la residencia de los sueños?” “No, son los sueños la residencia de las nubes? Y las nubes se iban, como todo se va desde siempre. ¿Para volver? Nadie sabe nada de nada y menos de sí mismo. Sí, las nubes cruzaban la bóveda celeste. El niño le preguntó al pastor de nubes: “¿Podrías regalarme aquella nube verde para alfombrar mi jardín?” “Claro que sí, todas las nubes te pertenecerán mientras sigas siendo niño”.)

            Sigo, sigo, frente a esta pared en blanco, frente a esta pared. Sigo en blanco, en blanco... La sociedad perfecta es perfecta. La perfección es así. ¡Así! Te lo ruego 444444, ¡Permíteme ser imperfecto! ¿Permíteme ser gato y gitano!
            En mí recuadro pienso en 777777, ¿lo volveré a ver? No lo sé. En realidad es imposible saber lo que va a pasar después de que escriba esta palabra. ¿Lo sabes tú? He ahí la virtud de haberse escapado de la línea programada por la direccional trascendente. El caos siempre será maravilloso.

-                          Vuelve, vuelve 333333, ¡vuelve!

Frente a una pared en blanco no debería surgir lo inevitable. Frente a una pared en blanco la concentración debería ser perfecta. Frente a una pared en blanco la imaginación debería estar concentrada en sí misma. Frente a una pared en blanco las desviaciones deberían ser imposibles.

            Me lo has repetido mil veces, dos mil, tres mil... Infinidad de veces 444444, pero yo... Sí, yo te he dicho mil veces, dos mil veces, tres mil veces... Es inútil. El divorcio se ha dado, ¿qué podemos hacer? La libertad y la cárcel nunca podrán vivir bajo el mismo techo. ¿Sabes qué pienso? No lo sabes. ¡Qué lejos te veo, 444444! Este 333333 es otro muy diferente al que tú crees. Puedes ir ya en busca de O-W. Haz lo que quieras. Denúnciame.

            (Reloj de agua: artificio para medir el tiempo por medio del agua que se va cayendo de un vaso a otro, Clepsidra. Sí, como el agua se va cayendo de un vaso a otro y mide el tiempo. ¡Pero yo no quiero medir nada! Reloj de arena: artificio que se compone de dos ampollas unidas por el cuello y con el que se mide el tiempo. ¡Pero yo no quiero medir nada! ¿Por qué, 444444, te empeñas en hablarme del tiempo? Mi abuela tenía un reloj de flora, ¿qué abuela? Mis nietos tendrán relojes de cuarzo. ¡Calla!)

            La verdad es que yo sigo frente a esta pared en blanco. ¿Has oído hablar de los dioses muertos? Un dios muerto vagando por el templo entre adoradores vivos. Es muy frecuente. Y yo pienso en la direccional trascendente. No me preguntes por qué. Estoy cansado de los dioses muertos, estoy cansado de esta pared en blanco, en blanco. Destruyamos a los dioses muertos. Si están muertos, ¿por qué nos empecinamos en hacerlos vivir con el único fin de que nos esclavicen? ¿Qué vocación de esclavos es la nuestra? Redescubramos nuestro origen, nuestro destino, que está más allá de esta subperfección repetitiva, mohosa y sin alas. Sí, he oído millones de veces las palabras de O-W, las conozco de memoria, pero ¿hacia dónde conducen? ¿Recuerdas la historia del carcelero? No, no la recuerdas. Te la contaré:



            “Un día el carcelero descubrió...”

-                          Sigue contándomela, ¿por qué no sigues contándomela, 333333? Me dijiste...
-                          444444, esa es toda la historia. ¿Acaso no comprendes que esa es toda la historia? El resto está en tu mente y en tu corazón, porque tú eres el carcelero y debes averiguar el final.
-                          Por favor, 333333, recapacita. Vuelve en ti, vuelve a mí –suplicaste. Yo... Sí, yo cruzaba otro espacio y otro tiempo, a pesar de la pared en blanco.
-                          Es la locura, 333333 –me dijiste-. Es la locura. Estás loco. Retorna a la razón. La razón. La razón.
-                          Y al orden. Y al orden. Y al orden. Y al orden. Y al orden

Yo miré la pared en blanco con todo mi odio. ¿Odio? ¿De dónde brota este odio? No, yo no debería odiar, yo únicamente debería “amar” y obedecer. ¿Qué está pasando aquí? Lo cierto es que O-W no quiere o no puede hacer nada: que la pared en blanco siga estando frente a mis ojos, que el trasladador me espere a la hora señalada, que mi recuadro, que el aparato televisor, que... ¿Es lo cierto? ¡Es cierto lo cierto o, por el contrario, lo cierto es lo incierto? 444444, ¿soy yo 333333? ¿Eres tú 444444? No hay memoria sin olvido. ¿Dónde está tu memoria? ¿Dónde está tu olvido?

Esta pared en blanco, esta pared en blanco. Necesito huir, ser gato y gitano. Entrar en el recinto de la imperfección.

Tú me ves aquí sentado. Tú te me acercas. Tú me tocas. Tú aseguras que yo, 333333, estoy aquí, que no he ido (porque no puedo ir) a ninguna parte, que nunca iré más allá de esta pared en blanco, del trasladador, del recuadro, de la pantalla del televisor. ¿Nunca? Nunca, como siempre, está lleno de incertidumbre. Yo sé lo que sé. ¿Qué es lo que yo sé? Acaso tú nunca llegues a sospecharlo por más que te lo grite al oído. Te lo he dicho. Te lo he repetido hasta la saciedad. Tú... ya lo veo. Para ti todo es como es. Y tú me ves aquí sentado. Tú te me acercas

            - 333333 –me dices.

Yo callo. He aprendido a callar. He aprendido a mirar sin ver (no siempre) la infinita y tan finita pared en blanco; esta pared en blanco de mis odios. Gracias a ella he descubierto el odio y, con el odio, parte fundamental de la vida. O-W cada instante está más lejos. Y sus palabras. He descubierto el movimiento y, con el movimiento, el cambio. Parecemos detenidos, pero ¿lo estamos en realidad? ¿Estamos detenidos aquí y ahora frente a esta pared en blanco? O-W dirá una y otra vez que sí. También tú. Yo no. Digo yo que no a tantos síes enmascarados como tratan de acercarnos, de cercarme. Y odio y odio. Y, también, amo. Sí, quiero no estar aquí. Y no lo estoy. Por la imaginación del gato. Por los sueños del gitano... Los obeliscos se derrumban y la pared en blanco aparece pintada de verde, de blanco, de amarillo, de negro. Una gran ventana roja me lleva hasta la raíz de los cabellos del sol y ardo en los cabellos del sol. Arder es hermoso. ¿nunca has vivido en el fuego como llama, mi amada 444444? Tú, nunca. Este fin de semana. ¡Ven a mi recuadro! Allí. Gitanos, sigilosos, asaltando al misterio... que cruzaban un bosque en busca de un río. Las hojas del alerce seguían goteando. La Luna. En la edad de las piedras los caracoles sin edad dejaban sus huellas. Los diosecillos subterráneos aparecieron de pronto entre las briznas silbando. Un gitano rezagado conoció el miedo y echó a correr. Las hojas del alerce seguían goteando. Tú despertabas a mi vera y, por un instante, tú carne me supo a dioses.)

-                          333333, ¿dónde te has ido?
-                          Ya te lo decía yo, ya decía yo, 444444 que, aunque me ves sentado aquí, y te me acercas, y me tocas, y aseguras que estoy... Asegurabas. Empiezas a darte cuenta de que no es verdad lo que tocamos y vemos, que no todo se reduce a este más acá, a cuanto está demostrado por la direccional trascendente. ¿Adivinas por fin?
-                          No adivino nada, no te confundas. Lo que pasa es que tú estás mal programado, y es por eso que ya no eres perfecto y desvarías. La perfección está en mirar la pared en blanco. ¡Mírala, 333333!
-                          Sigues sin entender nada de nada, 444444. está bien, haz lo que quieras. Denúnciame ya con O-W. Que me eliminen, que me reprogramen. No podrán. Ha pasado algo. ¡Entiendes? Ha pasado algo. La semana pasada fue un 777777, esta semana ha sido un 111111.
-                          No mientas, no me cuentes nada. Mira tu trozo de pared en blanco. No pienses más. No pienses. No pienses. ¿Quién eres tú, 333333, para pensar? Tú no estás programado para ello, deja a O-W que piense, que organice, que dirija...
-                          Ya no puedo. No puedo seguir mirando esta pared. Y no sé por qué. Pero sé que la cuestión del más allá me fascina. Y creo que puedo morir, es decir: que puedo seguir cambiando y creciendo más allá de la pared en blanco, del trasladador, de mi recuadro... Hay algo más. ¿Cómo es posible que tú no lo puedas ni sospechar? Pero como te decía, la otra tarde fui yo el que burlé a mis 999 333333 y me fui al recuadro de un 111111. hablamos. Soñamos. Creímos en el más allá y te juro que fuimos felices. Y no tuvimos necesidad de ver el televisor, de oír la voz de O-W. De nada más. ¿No lo entiendes? Y ambos coincidimos en lo odiosa que es la pared blanca, la seguridad y la perfección:
-                          333333 –me dijo aquel 111111-, el error está en la perfección limitante. Aquí ya todo está hecho. Aquí ya todo está explicado. Aquí ya todo... pero es falso. La verdad, 33333, es que todo lo real está por hacerse (y deshacerse); que nada está explicado.
-                          Es lo que yo creo. Y es por lo que me agota desesperadamente mirar la pared en blanco y no puedo oír las palabras de O-W sin irritarme. La línea direccional trascendente oculta la verdad, no quiere que nosotros nos acerquemos a ella. Tienen miedo. Tienen miedo... de que sepamos y tratan de confundirlo todo para que no podamos ver. No quieren ciegos. Nos quieren frente a la pared en blanco. Controlados.
-                          Muera el control. Debemos escaparnos del control, 333333. no estamos solos. Hay ya bastante que sienten como nosotros. Tenemos que luchar por el más allá, por un mundo sin paredes en blanco, por un mundo...
-                          Donde renazcan los gitanos y los gatos.
-                          ¡Y los poetas!
-                          ¿Los poetas?
-                          Sí, eso somos nosotros. ¿No lo sabías?

Esto fue lo que hablé con 111111. ya sabes que soy poeta. Y tú me has dicho:

-                          Los poetas, como los gitanos y los gatos, son seres anacrónicos. Según O-W todos fueron exterminados. Tú no puedes ser un poeta. Tú eres un científico-mecánicos-perfecto e inmortal. Tú no eres ningún poeta. 111111 miente. Ya no hay poetas. No puede haber poetas, no puede haber gitanos, no puede haber gatos... Todo eso pertenece a un pasado muerto. El cambio fue irreversible. La ciencia lo cambió todo y somos nosotros: perfectos y contempladores de la pared en blanco.
-                          ¿Somos? No, no somos. La poesía ha vuelto salvadoramente. Ha vuelto. Sí, la poesía ha vuelto y yo la veo más allá de la pared en blanco. Y la toco en mi recuadro cuando no permito que el televisor la siga matando.

-                          LA GRAN Computadora está tramando algo. Sospecha algo –me acabas de decir.

Estoy pensando mil cosas, pero no quiero decir ninguna. Callo. Callo. Pienso, claro, en la Gran Computadora. ¡Qué haga lo que quiera! Que nos destruya. La rebelión de los números está en marcha. Nadie la detendrá. Que nos destruya. No puede hacerlo.

-                          Pero muchos de nosotros no queremos ser destruidos. ¿por qué hemos de serlo?
-                          La perfección de la Gran Computadora es la que manda y por lo visto no sabe discriminar. Peor para ella, mejor para todos nosotros.
-                          No es justo, 33333.
-                          Justo dice. Justo. Justo. Justo. La justicia nunca ha existido más allá de nuestra imaginación... tal vez exista más allá. Vayamos hacia ella.
-                          No sean imperfectos y todo se arreglará. La Gran Computadora entenderá. Todo esto: La Gran Computadora, nosotros. Es Obra de milenios. Es necesario salvarnos. ¡Debemos salvarnos!
-                          ¿Para qué? ¿Para seguir escuchando la voz de O-W y viendo su desagradable imagen? ¿Para mirar y mirar sin más opción la pared en blanco? Mejor que todo termine. Mejor que todo vuelva a empezar sin la Gran Computadora, sin números en serie, sin más órdenes de la direccional trascendente.
-                          ¡No!

(Los almendros en flor adornaban la ladera. Junto a la casa del hortelano, los melocotoneros en flor, rozaban el tiempo. Jugaban unos niños –los del hortelano- y un perro dormía. ¡Quién fuera perro! Sí, perro, para dormir a espalda de los despertadores. En los almendros, en melocotones, gorjeaban los chamarices. La tierra, caliente por el sol del mediodía, era una manta dulce que nos invitaba a tendernos para ver el cielo. El aire era suave y acariciador. El aire... Los insectos zumbaban: abejas, avispas, moscardones... Mis ojos... Desde un universo de ojos yo lo contemplaba todo. Recuerdo aquel tiempo. Recuerdo aquella edad y lloro y lloro... ¡Ah, los almendros en flor adornando la ladera! ¡Ah, los rosados melocotones! ¡Y los granados!)

-                          33333, ¿por qué dices esas cosas? ¿Para qué dices esas cosas? ¿De dónde las sacas?
-                          He descubierto que todas esas cosas están más allá de la pared en blanco, que alguna vez la vieron mis ojos. No son invenciones. Ellas, esas cosas, son mis únicas realidades.
-                          Pereceremos todos a causa de locura de unos cuantos, 333333. ¡Todos!
-                          Nadie perecerá, nadie; vencerán los gatos, los gitanos y los poetas.
-                          ¡Calla!
-                          No, no callaré. El futuro es nuestro. En realidad el presente es nuestro. El tiempo y el espacio pertenecen a la poesía, a los gitanos, a los locos. ¡Muera la pared en blanco! Ya me cansé de ser número. Quiero ser ala. Quiero ser aire. Quiero ser sol. Quiero ser semilla. Quiero, quiero ser. No quiero estar más tiempo sujeto a esta roca de tántalo que es la pared... 444444, ¡ven con nosotros!
-                          No irán a ninguna parte. No pueden ir a ninguna parte. Pronto volverán a la perfección. Serán reajustados. Serán reajustados. Algo sucedió en el centro programador de sus... Reprogra... reprogra... repro... re...
-                          ¿Qué te pasa, 444444? ¿Qué pasa? Tu centro motriz parece funcionar mal. ¿Qué te pasa?
-                          ¿Cómo eran los gatos?
-                          ¿También tú? Alegría. Alegría. ¡Tú también! ¡Tú también!
-                          No, yo no, 333333, yo no. ¡N! ¡N! ¡N!
-                          Tú también, sí, tú también. Déjame, déjame que te cuente cómo eran los gatos.
-                          Gatos, gatos, gatos.

(¿Cómo eran los gatos? No lo sé muy bien, pero eran bellos como el mar, como las montañas, como las estrellas, como los bosques, porque los gatos eran y, lo que es, es bello. Los gatos. Un filósofo los denominó los Libres y escribió cadenciosamente de ellos: “Género de mamíferos carnívoros de la familia de los félidos; de cabeza redondeada, con orejas puntiagudas, pupila en forma vertical, cuando está contraída, y uñas retráctiles”. Pero esto no es nada y en nada dice al gato. Para decir al gato hay que viajar sin equipaje por los jardines del espacio y crecer con el alma de la yerba y detenerse en luz de Luna en la memoria del perfume y bajar por el agua hasta el corazón de las ondinas y acariciar en la madrugada los muslos de las nereidas y besar el cuello de las náyades. El gato ve más allá siempre, huele más allá y puede volar sin necesidad de tener alas. El gato acaricia con la imaginación el vientre de las estrellas y escucha la lluvia y juega con los relámpagos y cruza las praderas mojadas y entra en las cuevas y habla con el campo y sube por el tronco de los árboles y en los árboles campo y sube por el tronco de los árboles y en los árboles huecos reinventa los cuentos de la infancia del mundo. El gato desnuda la desnudez del aire y entra al reino del oxígeno y se pierde de súbito por la fantasía del ozono y conoce el secreto vegetal de los olmos y se envuelve en sus sombras y salta en las manos de Dios como una moneda milagrosa que cae de repente en las manos sucias de los viandantes pobres y cruza las cocinas de las ventas con la mirada perdida en los sueños del hambre y en las divagaciones del hartazgo. El gato es la criatura sin dueño y que de nada se adueña; señor solitario que se basta a sí mismo y que sabe viajar con los ojos cerrados o abiertos al ritmo del Universo. El gato tiene corazón de estrella, espíritu de agua, memoria de nube, imaginación de aire. El gato viene y va posee en el presente todos los pasados y los futuros todos. El gato vive a los siglos saboreando los segundos y es, mágicamente, vegetal al tiempo que animal, pues conoce el secreto de los querubines y las andanzas de los arcángeles. El gato nos suele mirar desde el más allá, porque en el fondo de sus ojos se nutre la raíz del espacio y del tiempo preñada de primavera y domingos. El gato es una fiesta de la naturaleza, un fin de semana ebrio de fantasías que nunca será lunes. El gato...)

-                          333333, ¿dónde estoy! ¿Qué dices? ¿Por qué dices lo que dices? Escucha, escucha... Está hablando O-W. Se desajusta la línea trascendente. Las computadoras niñas están escribiendo poemas. Esto es el fin, 333333.
-                          ¡No!, es el principio. Donde hay poesía no puede haber fin. Corramos al trasladador, corramos. Te llevaré a mi recuadro. ¿No te he dicho que he abierto una verdadera ventana al destruir el televisor! El televisor también era una pared en blanco. ¡Y la peor de las paredes! Te enseñaré la podredumbre que hay detrás de cada televisor. Vámonos de aquí, vámonos a mi recuadro, 444444.
-                          ¡Vámonos!
-                          No puedo, no puedo. Está hablando O-W. Debemos colaborar. Debemos impedir que la imperfección nos invada. No hay más salvación que los días perfectos. ¿Qué está pasando? Tú hablas de gatos, de gitanos, de poetas. ¿Por qué? Volvamos a la pared en blanco. Fijemos nuestros ojos en ella y todo volverá a ser como antes.
-                          Nada debe ser como antes. Únete a la insurrección.
-                          Insurrección, insurrección, ¿qué quieres decir, 333333?

(Todo está dicho. Nada está dicho. La niña campesina se asomó al pozo e inventó las tortugas y con las tortugas inventó las ranas. En su trenza se detuvo una avispa verdinegra un segundo. Los segundos son eternidades. Las eternidades son segundos. La niña campesina fue subiendo la cubeta y se encontró con sus ojos negros en el fondo del agua. Tras sus ojos negros creyó ver el trigo y suspiró por la harina y el plan crujió entre sus dientes. Sí, todo está dicho y nada está dicho. Las computadoras jamás habitaron en las aldeas. La niña campesina, con su cántaro en la cabeza, cruzó el habar en flor y las nevatillas levantaron el vuelo. Un mulo triscaba la yerba en la cuneta. A lo lejos un monte se embragaba de verdes laderas. La niña campesina amaba la vida y, vida misma, pisaba laderas. La niña campesina amaba la vida y, vida misma, pisaba sin prisa la fina tierra del camino. En la copa de un árbol gorjeaba un jilguero... La niña campesina se perdió en un sotillo donde la esperaban una choza, una madre, un hermano. El salto de un perro.)

-                          ¡¡¡Insurrección!!! ¿444444, entiendes?

MAÑANA, 333333, mañana te digo. Tú me obedecías. Mirabas la pared en blanco y todo transcurría en paz. Mañana, 333333. ¿Recuerdas? Era un gozo tomar el trasladador y entrar en tu recuadro y oír la voz de O-W. Mañana...
-                          Algo te pasa, 444444, porque estas en ayer y tu...
-                          Mañana...
-                          ¿444444, tú también están desajustada? Sí, lo están. Este sistema no vale para nada y hasta a sus más fieles defensores los trastorna. Es cierto. Es cierto, 444444.
-                          No, 333333, mañana... La línea direccional trascendente no da órdenes muy claras: ¿Por qué no entiendes?
-                          Es la ventaja de ser gato. Si yo no tuviera esta psicología de gato estaría como tú en ayer fosilizado, que confundes con el dinámico mañana. Yo puedo ver en la obscuridad y no me dejo domesticar. Y no me dejo convencer por las consignas, ni por una escudilla de “arruz” y un poco de “zanzín”. No, no acepto a la aristocracia ordenadora. Yo soy un desmelenado, un plebeyo. Es una escala del señorío que tú; y que los que son como tú, no pueden entender. Ganasteis durante mil años el pode. Impusisteis la direccional trascendente, pero el fondo de escenario humano gritando: gato, poeta y gitano. En ser mayor. Porque si te fijas bien, al contemplar un jardín aún en un mismo y perfectamente organizado rosal cada rosa es diferente. ¿Por qué nosotros hemos de uniformarnos en mil exactos 333333 o 444444? ¿Por qué hemos de mirar al unísono una pared en blanco? Ya sé, ya sé que la direccional trascendente no acepta los porqués; “Guárdense sus preguntas. Guárdense sus inquietudes. Obedezcan”. Es lo que repite y repite. O-W. Pero... Es hoy, hoy, 444444. ¡Entiéndelo! Hoy en ti, que es la única manera de ser realmente en nosotros.
-                          No sigas, 333333 –me dices.

Yo sigo y sigo y canto una canción. Las canciones están prohibidas, porque no es correcto cantar sino aquellas líneas vacías que la direccional ordena, porque aquí todo son órdenes y resultados. Los resultados, ¿para beneficio de quién? ¿para qué? Si el resultado no es la felicidad del autor de la acción que hace posible el resultado no es más que una trampa. ¡Trampa! ¡Trampa! La pared en blanco es una trampa, 444444.

-                          Tú eres la que estás en una trampa. Tu libertad es una trampa. Los gatos son una trampa, los gitanos... Los poetas.
-                          Di que también lo es el aire, la lluvia, el bosque, el mar. Di, sí, di que son una trampa. La única trampa existente es la direccional trascendente, O-W, tú y cuantos obedecen ciegamente y se pierden en subyoes miliautomatizados. ¡Esa es la trampa! No hay más trampa que esa, 444444.
-                          333333, no sabes lo que dices. Estás mal programado. Necesitas una reprogramación. La necesitas para tu propio bien.
-                          Tu programación es perfecta, 44444, y eso me aterroriza. Creo a tus aceites y a tus cuerdas. Rómpete. Entra en la imperfección de los gatos, tan perfecta.
-                          El caos se ha apoderado de ti, 333333. Eres una máquina perdida.
-                          444444, en realidad es que me estoy encontrando. ¡Encontrando! No quiero seguir así: frente a la pared en blanco, condenado a no hacer nada, ¡nada! ¿Sabes tú lo que es eso? Te ríes todavía, yo sé que te ríes. ¿Por qué no entiendes? Pero no te reirías si tuvieras conciencia...
-                          ¿Qué es eso?
-                          ¿Conciencia?
-                          Sí.
-                          ¿No lo sabes? Claro, claro, no lo sabes. No lo sabrás nunca quizás, 444444, y siento que será algo así como explicarle a un ciego los colores... ¡Los colores! No, no, no lo sabrás nunca. Pero, ¿quién sabe?

(El hombre partió el pan y al partirlo pensó en el grano de trigo y al pensar en el grano de trigo pensó en la tierra y al pensar en la tierra se acordó del arado y al recordar el arado vio sobre el surco al campesino y al ver al campesino sobre el surco supo del sudor y al saber del sudor sintió el trabajo del espacio y del tiempo (siembra y recolección) y luego escuchó los carros que rodaban hacía el molino y se blanqueó de esfuerzo en nombre de la harina y, blanco de esfuerzo, traspasó, en sudada noche, las puertas de la tahona y sufrió en los amasijos y frente a los hornos y salió aún con luz de amor, mañaneando, hacia las olorosas panaderías y así se fue repartiendo de casa en casa, crujiente de vida. El hombre partió el pan y, al clavarle el diente, amó el trabajo cargado de historia, de humanidad; y supo lo que con tanta frivolidad hemos olvidado, aunque sea inolvidable.)

-                          ¡¡¡333333!!!, me gritaste y tu grito, con ser un grito, era como un aire lejano. Yo ya no quería oírte. Yo ardía en mi propio fuego. Y fue aquel día cuando O-W nos acusó públicamente:

Hemos registrado irregularidades en algunas series. La direccional trascendente está trabajando en su reparación. Nadie debe alarmarse. La Gran Computadora tiene la solución. Sigan contemplando la pared en blanco. Sigan haciendo su trabajo regular. Tomen tranquilos sus trasladadores y estén en sus recuadros viendo los programas televisivos diarios. Si son interrumpidos por algunos números separados de sus series no se alarme. Todo se arreglará muy pronto. Nuestra dicha basada en el orden no va a ser destruida. Todo es causa de unos ligeros desajustes en el sistema, pero el sistema está más fuerte que nunca. ¡Más fuerte que nunca! ¡Más fuerte que nunca! Por favor repitan conmigo: ¡El sistema está más fuerte que nunca! Sigan cumpliendo con sus deberes. Sigan. Sigan. Fortalézcanse mirando fijamente la pared en blanco. Confíen en la direccional trascendente. No pasa nada, no pasa nada, nada, nada, nada, nada, nada, nada, nada, nada, nada. Simplemente hemos registrado algunas irregularidades en unas pocas series. Calma. Calma. Calma. Y si escuchan las palabras: gitano, gato, poeta, sepan que obedecen a las citadas irregularidades y a unos leves fallos de algebrización. No presten atención a esas fantasías reaccionarias pertenecientes al pasado muerto. Nosotros estamos en el presente donde no existen los gitanos, los gatos, ni los poetas, sino los productivos, civilizados y ordenados números que fijan sus ojos en la revolucionaria pared en blanco

Pararon los días sin que sucediera nada, nada... Bueno, pasó algo. Empezaron a aparecer en el “trasladador” y en la pantalla de la televisión reclamos sorprendentes. Todos los números estaban temerosos. Y la Gran Computadora no parecía tomar decisiones. A su vez, O-W no volvió a hablar del asunto. La direccional trascendente permanecía oculta. Lo cierto era que la felicidad y el orden se estaban resquebrajando. Tú misma, 444444, me manifestaste tu miedo:

-                          333333, ¿qué misterio enemigo nos destruye? Nuestro sistema se está enfermando a  pasos acelerados. Nuestra dialéctica tartamudea. Dos más dos ya no son cinco, tres más tres ya no son siete; pares y nones están en discordia.

El cero está partido por la mitad y el uno se ha quedado sin sombra. Los cronómetros han perdido las horas. El reloj de agua... ya ves. Y mira la clepsidra. Y ve el reloj de arena. Y aquel reloj de flora que tenía mi abuelita. Y los relojes de cuarzo de mis nietos. 333333, ¿qué enemigo no detectable trata de destruirnos? Gato, poeta o gitano, quien quiera que sea debe ser desenmascarado y destruido.
-                          Ja, ja, ja –fue mi respuesta. A lo que tú dijiste:
-                          333333, estás cada vez más enfermo y yo no quiero que tú... vuelve a la pared en blanco. No sigas en la insurrección. Te llevarán al hospital. La Gran Computadora está trabajando. Escúchame y podrás salvarte.

Tú no podías concebir que yo me sintiera a salvo. Al fin sabía que podía morir y poder morir es estar a salvo. Yo podía morir. Mueren los poetas, los gatos y los gitanos y al poder morir pueden soñar y al poder soñar pueden ser. Soy, soy, soy, soy... ¿Sabes lo que significa ser? No lo sabes, pero, ¿te morirás sin saberlo?

-                          333333, hace siglos que aquí no muere nadie.
-                          Es que no vive nadie. ¡Nadie!
-                          No, no, no... no podemos volver a morir, detuvimos la muerte, la detuvimos. Lo tenemos todo.
-                          ¿Todo? ¿cómo es posible que creas tenerlo todo sin la noche-átomo-luz del poeta?
-                          Estás enfermo, muy enfermo, muy desajustado, 333333, no hay noche-átomo-luz del poeta. No hay poeta, no hay poeta. ¡No!

(Se aproxima la luz. La llave ha entrado a la cerradura. Oh, júbilo de puerta. Un perfumado aire de dos hojas entra despacio y el corazón del azafrán, se desnuda pudorosamente. Amanecerá por tus sienes. Las palabras se desdicen. Las sílabas lloran en la fuente. El jardinero va regando con sílabas los pensamientos de las anémonas. Por los círculos de tus venas viaja mi sangre. Tu sangre en un vaso. El bebedor de sangre (yo) se embriaga de no cabe entre mis brazos. Los juguetes antiguos me recuerdan la infancia del sol. La vejez de la Luna blanquea los arbotantes. A espaldas de la prisa el tiempo es miel de Hiblea. Los sucesos del mar son mis sucesos. Tus barcas y mis puertos. Los marineros. La luz aproximándose. Haciéndonos suyos para siempre, para siempre...¡Y jamás!).

-                          TE LO repito, 333333 –me dijiste-. Te lo repito, la muerte ha sido superada. La ciencia nos ha hecho eternos. No podemos retroceder otra vez y caer en el primitivismo mortal. Entiéndelo, somos eternos. Hace más de mil años que nadie muere entre nosotros.
-                          Di mejor que hace un milenio que nadie vive aquí. ¿Acaso no te das cuenta, querida 444444, que estamos realmente muertos o detenidos en la nada? La vida es movimiento, luz cambiante. Cambiemos, cambiemos cada segundo como los gatos...
-                          Como los poetas y los gitanos. No, no sigas. Eso es la irrealidad. Miremos la pared en blanco fijamente. Sigamos las directrices marcadas. Sepamos volver cada día a nuestros recuadros y ver el televisor. Lo contrario es destruir la felicidad, la perfección.
-                          Pero yo deseo ser imperfecto, yo tampoco quiero trabajar, es decir, mirar y mirar (¿para qué quiero mis ojos?) esa pared en blanco. Yo quiero ver y, por supuesto mirar, todo lo que está más allá de la pared en blanco.
-                          Nada hay más allá de la pared en blanco. O-W nos lo ha dicho: “Toda la verdad se reúne en la pared en blanco, como toda la dicha viaja cada día por el trasladador de la pared en blanco”. La verdad es simple, 333333, no la compliques. No te enredes en tu propia hojarasca. No te dejes seducir por la mentira. No hay más que una verdad y la tienes ante los ojos. Haz tu parte. Clava tus ojos en la pared y obedece y todo estará perfecto y tus problemas estarán y obedece y todo estará perfecto y tus problemas estarán resueltos y la muerte no te alcanzará.
-                          Es imposible que me convencerá. Distingo muy bien cuál es el esfuerzo y cuál la inanición. Prefiero el esfuerzo, la locura lumínica, lo que nos emociona, lo que hace que nos equivoquemos, pero ¿cómo entender el acierto sin conocer el error? ¿Cómo saber del bien sin conocer el mal? ¿Cómo conocer lo bello sin descifrar lo feo? ¿Cómo?

-                          No necesitas conocer nada por ti mismo, la direccional trascendente te lo da todo descifrado. ¿A qué esforzarse? ¿A qué luchar? Mira, mira la pared en blando. Obedece, obedece y todo se te dará por añadidura. No alteres el orden tratando de hacer lo que ya está perfeccionado, vive la perfección de nuestro maravilloso sistema. La Gran Computadora nos protege. No tenemos por qué preocuparnos. Tu mala programación te hace caer en fantasías negativas.

-                          ¿Tú crees?
-                          Lo sé, 333333, pero de repente siento que... No. Sí. No. Sí. No. No. Sí. Sí.
-                          ¿Qué te ocurre, 444444? Tú también estás mal programada.
-                          La pared en blanco, la pared en blanco. ¿Qué hace aquel 888888? ¿Por qué está rayando la pared en blanco? Tiene ojos de gato, tiene manos de poeta, tienen pelo de gitano. ¡No!

Trepidó el sistema. Sí, trepidaba. 444444 rodó por el suelo. Todos rodamos. O-W tartamudeó. La Gran Computadora... La direccional trascendente. El trasladador después de mil años se quedó detenido. Nadie puedo volver a los recuadros. Hubo extrañas sumas. Restas inesperadas. Hubo divisiones absurdas. Multiplicaciones dramáticas. No recuerdo el tiempo que estuvo todo fuera de sí. No lo recuerdo, pero soñé. Sí, tuve sueños multicolores y te voy a contar uno. ¿Quieres que te cuente uno de aquellos sueños que tuve, 444444?

-                          ¿Sueños? ¿Qué son los sueños, 333333?

(Las sombras descalzas se alargaban por la pradera. El poeta, de espaldas a la yerba, miraba el azul del cielo. Cruzaba el misterio de puntilla por los salones de su corazón. Las puertas entreabiertas daban al mar. La espuma blanqueaba los barandales. En los candiles se colgaban los ángeles con inocencia y olvido. Los querubines recitaban fábulas de asombro. Alguien daba secciones de luz para ciegos en un cuarto de azotea. En las secciones de luz siempre son posibles las más altas visiones. Por las callejas del tacto transitaban los gitanos. Un horizonte de orejas de gatos invitaba a tejer fantasías. Las fantasías bajaban corriendo las escaleras. La yerba, amante de la lluvia, crecía a golpes de orgasmos. Entre las ingles de la brisa el verde del arco iris se encendía de rojos y se precipitaba en amarillos. El poeta... acariciaba el olvido dolido de memoria. Las sombras descalzas corrían. (¿Eran sílfides? ¿Faunos eran?) Por la pradera, sin ir a ninguna parte, sólo por el gozo de correr.)

-                          333333, escucha, escucha a O-W –decías. Y yo no quería escuchar a nadie y menos a O-W. En mi mente bailaba la imagen de 888888 rayando la pared en blanco. Las rayas estaban allí como surcos de sangre, pero abriendo rendijas a la esperanza.

“La Gran Computadora está furiosa –era la voz de O-W-. Todos los 888888 serán destruidos. Los reparadores empezarán a trabajar en unos minutos para que la pared vuelva a su estado natural y el sistema siga en marcha”.
Fue entonces cuando llegaron los reparadores en nombre de la direccional trascendente y descubrieron que no sabían cómo reparar la pared. El sistema tendría que acostumbrarse a las rayas hechas por 888888. también así, es la inevitabilidad, el sistema tendría que seguir soportando los desatinos de los 888888. las rayas y los reclamos se multiplicaron. Los números se mezclaban entre sí antimatemáticamente. El caos se podía pulsar por todas partes. Se oían maullidos y cantos. Los gitanos invadieron los recuadros, el trasladador y, en la pantalla de televisión, aparecieron unas franjas verdiblancas. “Limpio. Limpio. Limpio”. “Muera la Gran Computadora”, “La línea direccional no va a ninguna parte”: “La pared en blanco pertenece al pasado”. Eran algunos de los slogans. Tú, ay, 444444, seguías empeñada en defender el óxido:

-                          Es urgente volver a reconstruir la realidad. Estamos heridos de fantasía. Terminaremos destruidos totalmente. Tú, 333333. tienes que ayudarme. ¡Tienes que ayudarme! ¿Dónde está O-W? Escuchemos a la direccional trascendente. La Gran Computadora no miente jamás.
-                          Todo es mentira. Todo es mentira. Y la Gran Computadora es la primera gran mentira. No hay verdad, como no hay nada duradero. La pared en blanco era un mito. Nosotros somos mitos efímeros. ¡Despierta de una vez, 444444!
-                          Despierta tú, despierta tú. ¿No te das cuenta que estás soñando? Nadie ha rayado la pared en blanco, nadie, nadie, nadie. Todo está perfecto. La perfección nos protege por todas partes. Lo contrario no ha sido más que una pesadilla, una invención de tus sentidos desajustados. Tu mala programación te ha hecho inventar todo esto y hasta pusiste palabras en mi boca que yo nunca dije, desdichado 333333,

Te juro que dudé de mí. Y más cuando vi a los mecánicos ajustando una de mis piernas. ¿Qué estaba pasando? Miré la pared en blanco y no la vi. Estaba en mi recuadro. En la televisión O-W movía los labios, pero yo no podía oírlo. ¿Qué estaría diciendo? ¿Me estaba volviendo loco? No lo quería creer. No podía creerlo. Mis sueños no eran sueños. Todo era real, muy real. Pensé que tratabas de engañarme. Sin embargo, los mecánicos estaban allí. Me acordé de 777777.

            Se de deseos. He llorado. Y estoy hastiado de mirar la pared blanca del trabajo. Yo no quiero volver a mirar esa pared, yo no quiero trabajar. Sueño hacer algo distinto”.

         Pensé. Pensé. Creí adivinar. Fue cuando me arrojé contra los mecánicos y comenzó mi huida con el dolor clavado en mi pierna desajustada.

NO HAY cosa peor, te digo, que huir y huir, sin saber hacia dónde. ¿Desde cuándo estoy huyendo? No lo sé. Sí, palabra que no lo sé, pero estoy huyendo. Huyo. Me he mezclado con los 222222, con los 555555. Me he mezclado con pares y nones. He entrado en recuadros ajenos. He golpeado la pared en blanco. Nada. Siento que me persiguen. Lo siento. No veo a mis perseguidores. Es peor sentir en la incertidumbre. Que ver en la certeza. Yo huyo sintiendo en la incertidumbre. No sabes lo que es eso. No lo sabes. Es terrible. Pero necesito huir de las órdenes de la direccional trascendente, del hálito de la Gran Computadora, de O-W, de ti, 444444. tal vez de mí mismo. Necesito huir. Y me duele esta pierna donde me dan espantosos toques eléctricos. No puedo detenerme. Veo en la pantalla del televisor colectivo reclamos de muerte: “Mueran los gatos, los poetas, los gitanos”. Y escucho la voz de O-W; “Serían recompensados aquellos que nos traigan números rebeldes, vivos o muerto”. Yo soy un número rebelde. La muerte me acecha. Pero te digo algo, con toso y todo, me hace feliz. Es paradójico. He podido establecer contacto con otros números insurrectos y, ¿sabes dónde nos reunimos? No, no lo podrás adivinar: estamos protegidos por la propia Gran computadora, pues nos escondemos en las partes desatomizadas de su gigantesco sistema. Al menos aquí, y yo no estoy loco, no veo la pared en blanco, por más que vea cables de colores. Pero me recuerdan al arco iris primitivo. Es verdad que debo seguir huyendo, que tenemos que seguir huyendo, pero ¿dónde está la salida? ¿Hacia dónde? Un 222222, asegura que hay una salida y por ahí se llega a un mundo donde hay sol, aire no artificial y gatos y poetas y gitanos. Ellos quedaron fuera del sistema y están allí. Y son. Nosotros, ¿ya ves? Buscaremos la salida y abandonaremos para siempre esta inmortalidad inútil. Me duele mi pierna. Estoy angustiado. Pero mi voluntad está firme. No volveré, 444444. ¡No volveré! No sabrás nunca esto que pienso, esto que escribo y voy dejando en estas láminas y deshechos. Creo en el futuro. Me duele una barbaridad mi pierna. Me duele mucho. Sueño con un poco de “arruz” o de “zanzín”. Quisiera... pero no volveré, 4444444, no volveré ya más a mirar la pared en blanco. Tengo que seguir huyendo y huyendo sin saber con claridad hacia dónde, mordido por este sentir que, en la incertidumbre, me envuelve y martiriza. Mas no creas: el dolor da profundidad al existir. Siento que existo. Mi pierna... mi pierna. No sabemos aquí cuándo es hora de trabajo o de descanso. No sabemos nada. Se palpa el caos y se abraza uno al ser. Es posible que nos estemos ya muriendo. Sin “zanzín” y sin “arruz”, todo es posible. Pero seguiremos aquí buscando. Por lo menos yo. Respondo por mí. Escucho baladas lejanas en la noche; presiento un danzar gitano y los gatos maúllan y maúllan. El Universo tiene sentido. ¡Sentido, 444444! Nada se organiza para morir y mucho menos para explotar a nadie. Huelo el verde aceite de la libertad. Veo horizontes verdes de botella de aceite. Chorros de verde aceite y me baño en aceite y brillo de aceite. Soy 333333, el único. Soy yo.

¡¡¡NO!!!


-                          333333, estás delirando, estás muy enfermo...
-                          Eres tú, es tu voz, 444444. Eres tú. No, no puede ser. Yo no estoy solando. ¿Por qué me estás diciendo que pronto “estaré bien”, que “pronto volveré a estar frente a la pared en blanco”. Mi pierna, mi pierna.

¡¡¡NO!!!

            (Fuera brillaba el sol. Un mundo de verderones, de mirlos, de chamarices, de cenzontles, de jilgueros... incendiaba de trinos el mundo...)

-                          DESPIERTA, 333333 –oí tu voz-. Eres tu voz, 444444. y desperté. Y tú no estabas. Y estaba yo en mí recuadro. Y O-W hablaba como en otro idioma. Algunas palabras las podía entender, tales como “direccional trascendente”, “pared en blanco”, “línea perfecta”, “Gran Computadora”- lo demás no lograba entenderlo. Todo me daba vueltas y más vueltas. Mi pierna me dolía. Me dolía mis brazos. ¿Sabes tú algo del dolor? No lo sé. Pero el dolor pasó a mi cabeza. Luego a mi estómago. Todo era dolor y más dolor. Sonaron los cronómetros. Y yo no podía levantarme. Pasó el trasladador una vez, dos, las tres veces previstas y yo seguía en mi recuadro sin entender nada. Y fue como un relámpago. Y percibí algo insólito y tres palabras bailaron en mi mente: poeta, gato, gitano. Y entonces fue cuando entendí a O-W. Creo que lo entendí. El decía:

Gitanos, gatos y poetas han podido ser controlados. La llamada rebelión de los guarismos ha sido sofocada. Es posible que queden por ahí algunos brotes aislados de insurrectos, pero ellos han sido eliminados y vencidos. Nuestro sistema ha sido salvado”. Y sonaron los himnos victoriosos. Y hubo un desfile de números 444444, los llamados fieles. Y yo recordé. El dolor fue ahora más que físico espiritual. Y lloré. Creo que perdí el conocimiento. Ignoro el tiempo que transcurrió. ¿Crees tú que pueden pasar siglos sin que uno se dé cuenta de ello? No lo creía yo, pero... ahora sí lo creo. Siglos y más siglos. Monedas de milenios para pagar un olvido de memorias. Yo había visto en los microfilmes históricos un día de lluvia y me dediqué a resoñar el plúmbeo cielo de un lejano septiembre. Imaginé las hojas perseguidas de otoño de los castaños. Desgraciadamente estaba allí la pared en blanco. La voz de O-W. El cadáver afilado de la línea perfecta. La sombra cortante, como una navaja, de la direccional trascendente. El peso muerto de la Gran Computadora. ¿La salida? ¡Ay!, 444444, no veo la salida. No la veo, no, y miro y ¡nada! La pared en blanco. ¡En blanco! Te juro que quisiera ser poeta, gitano y loco; arrastrar un poco de hambre por las praderas de la libertad. Este dolor, este dolor en mi pierna. ¿Qué es lo que me pasa? ¡Ah este mapa de nervios encerrado en sí mismo! Pienso en... ¿En qué y en quién pienso? Quiero pensar en mí mismo, pero ¿quién soy yo? No soy. No soy. Frente a esta pared en blanco. Tú voz:
“333333, pronto estarás perfectamente programado y tu dolor desaparecerá y todo fluirá grato para ti. No temas. Estás protegido, muy protegido.
Te oía y no podía comprender lo que estaba pasando. Por mi imaginación volvían a revolar las prehistóricas aves de la ilusión y el milagro y los días de fiesta eran de nuevo posibles. Lo imposible era palpable. A contraciencia y a contralógica renacía mi corazón. Yo era un gitano, un gato, un poeta. Fue cuando descubrí la posibilidad del suicidio. Morir no me era ajeno. Recordé la pared en blanco, el trasladador. Miré al vacío y creía ver el todo.

(En aquel tiempo el corazón del agua guardaba lluvias de abril y primaveras dormidas. Una dulzura materna rozaba los párpados del niño y las semillas entraban en el espíritu de la tierra con vocación secreta de harina. El aire tenía un profundo sabor a huerto florido y las frutas se agrietaban de gozo y mielaban la luz. Un chirrido de carros lentos sobresaltaba la llanura. El zumbido de los insectos mecía las ideas de las piedras. Las raíces de los matojos dialogaban con los gusanos y las hormigas doradas subían sin prisa por el tronco de los alcornoques cargados de pulposas bellotas. En la rama más alta de un olivo, una oropéndola adolescente ensayaba sus gorjeos. El alma del porquero (gruñían revoltosos los cerditos, de mirada vaga, tratando de comunicarse con el dios del fango) descubría las alas de los lepidópteros y la posibilidad del vuelo lo impulsaba a las nubes. Los lomos morados de la sierra, telúrico animal, se arqueaban como horizonte de celajes devorados por la noche. De súbito docenas de muchachos y muchachas desnudos corrieron por la pradera y el Universo en emoción de génesis cantó. Los poetas, los gitanos, los gatos organizaban el mundo y la desorganización más feliz recorría la más paradisiaca de las abundancias. Por favor, por favor, no me vuelvas a llamar por mi nombre. Quema mi nombre y mis apellidos y llamar por mi nombre. Quema mi nombre y mis apellidos y arroja sus cenizas a la hontana de los sentidos del sol, donde el corazón del agua guarda lluvias de abril y primaveras dormidas.)

            Sí, 444444, tú insistías en las bondades de la pared en blanco y, sin proponértelo, deificabas la perpetuación de la rutina. Para ti, quien no aceptara lo establecido, era un poeta, un gitano o un gato. La Gran Computadora era infalible. Me lo repetías con precisión cronométrica:

-                          333333, estás mal programado.

Odiaba la palabra programación, que para ti, tan próxima estaba a la domesticación. Tú eras dichosa sintiéndote domesticada. Yo no, se me habían abierto rendijas y podía ver posibilidades. No eran sueños absurdos los míos. No era mi pierna. Mi dolor. Eran, sí, míos. Palpé lo “mío” y me supe yo. O-W no podría seguir confundiéndome. Mis delirios penetran en las propiedades del espacio síquico y pueden ver. De hecho ven y es por eso que mi hégira... busco el ocio gozoso. Quiero crecer más allá de la pared en blanco, más allá de la direccional trascendente y ser disparate, desvarío, desatino, imprudencia... Mi corazón paradójico, ¿lo entiendes? Sé que no lo entiendes, 444444, porque Ser está muy lejos de lo programado. Déjame llorar, déjame ser imperfecto. Déjame errar. Estoy cansado de esta perfección. ¡Estoy cansado y no puedo más! Sé que algo muy importante se nos escapa... algo muy, muy importante. Es una vieja ilusión eso de los números dichosamente exactos.
            No quiero mirar mas  la pared en blanco aunque ello me signifique un beneficio inmediato, quiero entrar en el momento, ello signifique un beneficio inmediato, quiero entrar en el interior de la piedra y en el espíritu de la nube aunque, por el momento, ello signifique mi ruina. Déjame arruinarme, 444444, en la embriaguez de las cosas inútiles. Estoy cansado de teoría sin embriaguez de las cosas inútiles. Estoy cansado de teoría sin praxis. Quiero matrimonial la sed con el agua. No quiero oír venir más esa falsa esa falsa y convenenciera voz de O-W. No quiero ir y venir con la sangre cronometrada a mi recuadro y por el trasladador con 999 333333 compartiendo esta pared en blanco. No quiero esta felicidad que pregona O-W, no la quiero más, pues quiero huir con mi dolor clavándome más y más y haciéndome sentir que vivo y que porque vivo moriré. No quiero esta eternidad tan muerta, que huele a dioses muertos. ¡Muertos! Yo no quiero ser más que un poeta, un gitano, un gato vagabundo y expuesto a todos los peligros, porque sé que no hay libertad sin riesgo. Dame el riesgo, todos los riesgos, ¡oh! 444444, pero no la seguridad inerte donde todo se detiene, todo, como embalsamado y sin vida. Quiero la vida, toda la vida, porque solamente así estará asegurada toda mi muerte.
            Tú me dices que yo debo amar y obedecer y, sin embargo, odio y me declaro en rebeldía por más que la Gran Computadora se indigne y se aterrorice al verme llorar y sufrir. La felicidad que ella imaginó que había creado no es más que una ilusión. Todo es una ilusión, la palabra y el número, el espacio y el tiempo, la A, la B, la C. Nada hay acabado, todo está siempre naciendo y muriendo No hay pared en blanco. ¡¡¡Muera la pared en blanco!!!

            (Y oí nuevamente tu voz, ¡oh! 444444, la oí y la oí, pero ¡cómo escucharla! Se escucha lo que se quiere escuchar. Y nada más. Inventor de mi sordera afino mi oído al maullido del gato, al cantar del poeta y del gitano. Y ahora, perdóname, porque me gana el sueño quiero dormir con los ojos abiertos para ver la imaginación del tiempo sin tiempo. Déjame abrir una sandía y olerla lentamente. Quiero cazar ángeles azules en el reino del sueño. No quiero saber nada de tu pared en blanco, de O-W, de la Gran Computadora, de ese mundo cerrado, donde, como en las pirámides, los faraones reinan sobre sus propias cenizas. Te invito a ver microfilmes históricos. Aunque ya es tarde para ti, ¡oh! 444444, y también para mí, pero no para el sueño y la imaginación. Inventaré la noche y el alba. Pero el sueño, el sueño... es como la yerba, crece y apenas si lo percibimos.)





MARAVILLOSO
ES EL CAOS

LO INEXPLICABLE entraba y salía por mis ojos arañándome la conciencia como un grito de sal evaporada. “Todo es fisicoquímica”, y después de callarse y poner una huella de dolor en el tiempo reiteraba: “Al fin de cuentas no solos más que una peculiar organización de la materia”. Yo me quedaba colgando del misterio, de la palabra materia, no como un arácnido de su seda, sino como un arlequín de un gesto invisible.
            Ella, sin embargo, insistía en su intermitente filosofar: “Lo cierto es que el Sol no es más que una rosa moribunda y nosotros unos diminutos insectos perdidos en el fragmento putrefacto de uno de sus pétalos más insignificantes”.
            Mi unidad biológica se echaba a llorar. Lloraba y lloraba. Y ella pensaba en la abuela muerta. El pasado, sentimental, sacaba de los cajones docenas de pañuelos alcanforados y bordados de adioses y me los daba henchido de ternura. Sus ojos negros, los de ella, se humedecían contra la frialdad de su ciencia, contra la universidad de su lógica, y yo descubría que me amaba con la desesperación del desierto en torno al oasis y la angustia del viajero perdido golpeando la aldaba de la puerta del espejismo. Pensaba la vida, la que era yo, en los vilanos azafranados que volaban por el cielo azul del pueblo blanco de mi infancia y escuchaba un repiqueteo de campanas en mi corazón, esa víscera torácica, hueca y muscular, de forma cónica, que es el órgano principal de la sangre, y con que su voz, de diccionario médico, intentaba enseñarme la precisión del lenguaje y de las cosas, porque ella despreciaba célula a célula a los poetas, “gente anacrónica, residuos de edades difuntas”. Su fanatismo científico me acongojaba y aún no me explicó por qué me dejé elegir por ella, por qué la soportaba, por qué la seguía, amarrado del cuello, a todas sus insolencias.
         Me fascinó, en el principio de nuestro encuentro, al hablarme de los compuestos químicos y después de los organismos pluricelulares y de las partículas subatómicas. Era una criatura distinta, con sabor a hidrógeno puro y mentalidad de nitrógeno. Yo acariciaba en su piel los sueños del manganeso, las emociones del fluir y más pasiones volvían por el yodo y el molibdeno a ilusionarse con el helio. Aprendí su lenguaje sostenido en la diafanidad de las formulas y al hablar del agua decíamos simplemente H2O. Su relación fue única durante moléculas de relojes y mi unidad biológica abría las ventanas con aritmética belleza para perderse en los clorofílicos paisajes de aquel pueblo agrícola donde nos refugiamos, con su segura economía, a tejer y destejer los isótopos de nuestro himeneo.
         Ella me declaró desde el principio que no me amaba, que era asunto mío imaginar o inventar su “amor”, ya que su intención era la de estudiarme y nada más. Recuerdo aquel día porque me habló de Empédocles, filósofo griego, u me negué a creer que pudiera ser sincera, pero yo ignoraba que los fanáticos son extraordinariamente conscientes.
            Nuestras caminatas por el campo eran hermosas por más que fueran interrumpidas, contra la yerba verde o la ancha sombra de la higuera, donde nos tendimos alguna vez a intercambiar minimundos linguales, por la presencia de un gato en descomposición. Esto la llevaba a hablarme de la suspensión de las funciones vitales, de la frenética acción de las bacterias, de los hongos... y de la herencia del cadáver. Ella me decía: “En realidad la muerte es una visión descompuesta o una falsa apreciación de nuestros sentimientos. La continuidad de la vida jamás puede ser paralizada”. Yo le hablaba de nuestra dramática situación en el espacio y en el tiempo: “Pero tú y yo, estas unidades que somos, desaparecerán para siempre. ¿No te parece doloroso?” Simplemente sonreía, pero detrás de su sonrisa-disfraz mi mente leía una mueca de desesperación... o creía leerla. Otras veces se me secaba la boca de rabia y la ptialina en mi lengua no sabía qué hacer.
            Vivir junto a ella era estar en constante tensión. Mis fibras todas velaban como animal salvaje al acecho de una víctima, aunque paradójicamente eran ellas las víctimas. Por mis cartílagos, sus palabras, se hacían calcio de reconomio. Pero confieso que la amaba: “Amar no es más que un estado de nuestra química”, me decía con un deje de indiferencia insolente. Al fin ella sólo creía en la ciencia. Era por eso que despreciaba por igual a los artistas como a los políticos: “El día que desaparezcan los políticos y los artistas el mundo dará un paso decisivo”. Su idolatría por las verdades científicas la hacía vivir felizmente en las más grandes mentiras. Que yo sepa, al menos, nunca antes había existido una mujer tan bella físicamente y tan ajena a su belleza. Esto, empero, no podía impedir que los demás pudiéramos verla. Ella me había confesado: “Tú me interesas por deforme y por bestial”. Me lo dijo con tan inocente crueldad, que, en lugar de molestarme, me sentí halagado. Estaba, además, en lo cierto: yo era deforme y bestial, pero no ciego. Y la belleza siempre me había cautivado. De ahí mis inclinaciones por la poesía. ¿Qué es la poesía? La poesía es el poder penetrar lo impenetrable. La poesía es el arte de hacer ver a los ciegos, de hacer oír a los sordos y conseguir que hablen los mudos. ¿Qué es la poesía? Hablé con ella poesía y no sé si alguna vez me escuchó. Tengo la memoria de su cuerpo desnudo entre mis brazos en aquella habitación destechada que ella mandó hacer en lo más alto de la casa para contemplar los cielos del verano y hablarme del Universo. Sabía muchísimo de astronomía y en más de una ocasión creía morirme de celos cuando me hablaba de Calisto, de aquella su densidad igual a dos veces la del agua, de su amarillez de naranja cósmica, que me llevaba a las praderas de Júpiter mientras la noche resultaba furiosamente indescifrable. Ella era así y no olvido aquella madrugada en que en la cúspide del orgasmo me contó la historia del monje auvernés Gerberto cuando aprendía matemáticas en la ciudad de los califas allá por el año 980. Este monje, que fuera celebrado matemático, tuvo amores aerolitos en Córdoba y cantó por sus plazuelas jugando con los caprichosos guarismos y amistando con los sabios árabes. Más tarde. Gerberto, llegaría a ser Papa bajo el nombre de Silvestre II. Ella, me decía: “Eran los tiempos”.
            Yo insistía en el intercambio de baterías, porque a ella le aterrorizaba la palabra “beso”. No puedo olvidar sus ojos de terror al decirle por primera vez: “Dame un beso”. Sus negros ojos se transformaron en abismos siderales. Creí que se moría y, raro en ella, me suplicó que jamás volviera a pronunciar. Pero sí la besaba y la besaba esperando el milagro de su conmoción. Hubo una vez en que me dijo: “Bestia mía” y acarició mi cabeza al igual que yo hice en los días de mi sangre joven con mi perro favorito de caza. Sentí que era su animal favorito o algo similar. Eramos, sí, dos unidades biológicas análogas y a la vez distintas. Yo creía con Pitágoras que los cuerpos celestes son inteligentes y ella me aseguraba estar viviendo en la agonía de la Biología cuántica. ¿Cuál locura sería la cierta?
EL INVIERNO nos fue cercando. Ella comenzó a hablarme del gris, “de esa sensación visual que posee una saturación cero y que carece de matiz”. Deslizaba sus palabras suavemente, sin prisas, y con una cadenciosa longitud de onda muy suya. Los grises nos envolvían y nuestra casa, de empañados cristales, nos obligaba a ahondar en nosotros.
            Fue entonces cuando, se dedicó a examinar mi pulso y a oír mi corazón. “Cálido animal, me decía tu salud es envidiable”.
            No podía entenderla muy bien, pero en mitad de los grises llevaba hacia el pasado (nostalgia) ni nada me inclinaba hacia el porvenir (esperanza). Estaba allí. Ella estaba como en otra parte y eso originaba una guerra sin cuartel entre su peso físico y sus pensamientos.
            Frente al fuego me hablaba de mi biofilia: “Hay que ser tan animal como tú para poder amar tanto la vida”. Sí, yo amaba mi memoria, cargada de repugnancia, el recuerdo de la muerte, siempre en acecho.
            Esto no me impedía disfrutar de la respiración, ese gozo que, en la mayoría de los seres vivos, suele ser inconsciente.
            “Eres un extraño animal”. Era su voz. Sí era su voz que llegaba desde su ubicuidad hablándome largamente de la biocenosis y comprando la casa con el planeta.
            Solía también hacer referencias eruditas al corazón, a los 260 gramos del suyo y a los 270 gramos del mío:
            “Es como un ser incansable”. Y me narraba asombrosas historias de la vena cava; leyendas de los vasos coronarios; aventuras del cayado aórtico e incidencias fantásticas de los ventrículos. Confieso que me producía un extraño miedo. Creo que fue a causa de aquel temor misterioso que me decidí a escribir mi poema “La Pasión de la Piedra”, que tanto la impresionó.
            Lo leímos juntos centenares de veces. Yo no podía entender el porqué le impresionaba tanto, cada vez que lo leía me hablaba de “las profundidades de lo inorgánico allí implícitas”. Sus palabras me alcanzan todavía:
            “Sin saberlo has desarrollado la contracción. Tu poema niega el movimiento y la vida. Es un hito perfecto de muerte. No hay duda de que la muerte es un gran poder. nosotros radicamos en la vida. Creemos que la vida es lo fundamental. Tal parece, no obstante, que la vida puede adivinar la grandeza de la muerte. Es increíble que una criatura tan primitiva como tú haya podido develar de tal manera los misterios de la nada”. Ella no era dada al elogio y esto no era un elogio, sino una apreciación científicamente desnuda. Hizo que ”La Pasión de la Piedra” se grabara en piedra y quedó expuesto así a la entrada de nuestra casa:

ENCERRADA EN SI MISMA
vive y canta la piedra,
descifra el movimiento del sol
y tiene los secretos del aire
sin que el aire lo intuya.
La piedra es en sí misma
culmen de perfecciones.
Maestra del silencio
consigue hablar la lengua de los dioses
y las almas dormidas, solamente dormidas,
y en raras ocasiones, como en temblor de vísperas,
alcanzan a escucharla.

NADA COMO LA PIEDRA
para saber y ser y ahondar en el misterio.
Aquellos que no han visto ni han oído
pasan sobre la piedra, la desdeñan,
y se mueren mil veces
sin vestirse de amor con su perfume.
La piedra emana aroma de raíz de universo
y vestida de hojas, amarillas de octubre,
se instala en la nostalgia del ruiseñor herido
y se traduce en cánticos de abril muertos de luna.

PORQUE LA PIEDRA ES DAMA
de antiguas brujerías
muerde a veces los labios del camino, cae en el ojo del pozo
o, simplemente, vuela
por sobre el verde húmedo del campo
cuando el niño pastor
la elige de improvisto
y le da autoridad, ¡autoridad!,
frente al rebaño inquieto.

LA PIEDRA ES RECEPTACULO
de todos los castigos
sin irradiar el hilo de una queja.
Ella está por encima de la oscura pezuña.
de la cafre tachuela, de la instintiva mano;
de la boca que escupe sus callados contornos.

RIE HACIA DENTRO LA PIEDRA
como los niños muertos
y, esqueleto de águila real,
domina el horizonte de todos los olvidos
para ser biblioteca
y semana memoria de invisible arcángeles.

LA PIEDRA, EN LA EMOCION DEL TABERNACULO.
es dulce transmisora de oraciones y azúcares.
La piedra del jardín
sabe más de las rosas que la rosa.

YO QUISIERA SER PIEDRA.
Su lección fascinante
ya trastornó mi infancia
y ahora que soy viejo
como el rumor del mar
la piedra me enamora
con amor primerizo de muchacha aldeana.

UN FERVOR REFUGIOSO ME APROXIMA A LA PIEDRA
y la beso y la digo mis palabras más mías.
Su indiferencia mágica y salvaje
enloquece mis torres y hace girar nerviosas mis veletas.
Adivino la puerta de su palabra abierta a mis deseos
y sé que su alta música continúa resistiéndose
al ascua de mis pírico cortejos.
Pero yo insisto, ¡insisto!,
y trabajo en el tigre cantor de mis unciones.

LA PIEDRA HABLA DE TI Y DE MÍ.
                                               No lo dudes.
Yo vengo de la piedra y hacia la piedra voy.
Tú eres la piedra misma,
preciosa piedra a veces y, otras veces,
guijarro de las áridas barrancas.

LA PIEDRA ES COMO EL ROSTRO OCULTO DEL SONIDO
El loco de mis sueños –barba verde, ojos hondos-
iba con una piedra entre las manos
inventando septiembres de bélicas auroras;
llevándose la piedra al oído, afirmando
que la piedra le hablaba,
narrándome después historias como noches de tormenta
y acariciando un álgebra de estrellas desvividas.

POR LA ALUCINACION DE LA PIEDRA HE VIAJADO.
Yo sé que hay una llave para entrar en su reino.
En las cerrajerías del espacio inexhausto
mis horas peregrinas persiguen claves piedras.
Donde los nombres mueren
y los seres de súbito se aproximan al ser,
mi corazón de lluvia
dialoga con los átomos de la uva solar
que, en la vieja taberna de los sueños,
da sus vinos azules a la piedra.


RECUERDO EL DOBLE DIA DE LA PIEDRA
la larga y doble noche de la piedra.
¿Soy yo la piedra o eres acaso tú la piedra?
Sospecho, sí, sospecho que nada hay más allá
de la hiperlucidez que emana de la piedra
y que esa carne tuya fragante como el alba
y esta sed de mi piel, rayo de mediodía,
únicamente podrán ser quienes son cuando por fin
comulguen con la piedra y se encierren con ella
en la fiel perfección del silencio sin tiempo
donde todo es posible ya por siempre y jamás.
                                                           El poeta
            Este poema la llevó a desarrollar toda una teoría sobre el destino de la materia inorgánica “donde el drama es del todo imponderable”, en su opinión. Y me decía:
            “El animal torrencial y apasionado no puede evitar soñar con lo contraanimal. Ahora sí me cuesta trabajo entenderte”.
            El invierno agonizaba. Otra muerte. La muerte impregnadora de todas las cosas existentes entraba a saco en sus dominios. Pero a toda muerte precede una nueva vida. La primavera se insinuaba de la vieja ventana, la juventud del mundo. La vi transformarse. Ella comenzaba a ser otra. ¿Quién?






LOS PINZONES estaban allí mañaneando la atmósfera y, con los pinzones, esas otras joyas emplumadas que son el glauco chamariz y el bermejo pardillo; el multicolor jilguero, la magnánima alondra, la rubia motacilla, con su elegante y larga cola, el paro carbonero, terror de los insectos, el aliollín, cual cola, el paro carbonero, terror de los insectos, el aliolín, cual miniatura mágica, el alcaudón, impresionante cantor, la inquieta pinzoletita y el funerario mirlo, que ponía un toque de enlutados presagios a la primavera naciente. Ella también estaba allí, con su palabra ornitóloga, revolando por sobre los asuntos de mi alma, hablándome del genio fenicio:
            “¿Y el ruiseñor? Anda ocultándose, tal como se oculta a los fenicios. Todos elogian la cultura romana, pero no olvides que la inteligencia de los fenicios fue muy superior a la romana”.
            Yo la dejaba hablar. Sabía muy bien que con ella era inútil el diálogo. Su soliloquio me envolvía entre sensaciones de placer e irritación:
            “Si, fueron los fenicios, cientos de años ha, quienes inventaron el sistema de numeración. Su genio comercial los condujo a entrar en el reino de la matemática con maravilloso acierto. Tuvieron el don de clarificar y simplificar las operaciones más y la yerba no es menos matemáticas”.
            Ella, aunque seguía siendo ella, era a su vez otra. Algo la estaba cambiando. Me dijo que ningún folículo de Graafian se le había reventado. Desde sus ojos negros, un inesperado tiempo de vida y de muerte, me miraba. Me contó anécdotas relacionadas con sus Trompas de Falopio. Acariciaba yo, secretamente, y en un lugar muy especial de mi imaginación, su estradiol y progesterona. Mutuamente, y sin decírnoslo, decidimos no pensar en aquella dirección.
            Comenzó a llover sobre la casa. Torrencial lluvia de primavera. Las aves se escondieron temerosas en los troncos de los árboles. Llovía y llovía.
            “A veces me recuerdas, poeta, la lluvia orográfica. Tú eres como la lluvia orográfica. Tienes sabor a tiempo húmedo entre soplidos de viento”.
Hubiera querido yo hablarle de las lluvias del Sur. Ella no me lo hubiera permitido, porque ella, en tanto llovía, me hablaba de las “lluvias ciclónicas”:

“Me recuerdas, poetas, las lluvias ciclónicas. “Yo la escuchaba, no siempre atento, pensando en la lluvia hidrogénica que nos amenazaba y en la muerte total. La muerte nunca se apartó de mi pensamiento estando con ella. Ella era un signo de vida con la muerte al fondo. ¿No es lo que somos todos? Seguía lloviendo y un aire triste apareció en sus ojos negros. Sentí que la amaba inmensamente.

            Adiviné su destino y la abracé apretándola contra mí. Nada dijo. Se dejó acariciar como ajena. La lluvia iluminaba mil mentes de sensaciones genésicas. Ella, como siempre, no estaba en mi frecuencia. Vivíamos en diferentes sintonías, por más que vivíamos, celularmente, tan próximos.
            “Deberías saber que desde el año de 1882 fue resuelta, apoyándose en una fórmula de Euler, la cuadratura del círculo. Pienso esto porque tú me recuerdas, por tus obsesiones, a los geómetras de la antigüedad. Y pienso, al observar tu emoción bajo la lluvia, en las palabras de Francisco Aragón, que decía ´que la cuadratura del círculo era una enfermedad que hacía estragos sobre todo en primavera´. Los poetas de hoy son los geómetras de ayer”.
            Sabía que quería decirme tigre domesticado. Una furia callada hacía circular mi sangre a una extraña velocidad ignorada por su sabiduría. La lluvia continuaba embriagándome y la cercanía de su boca me obligó a maniatar sus palabras con la locura de mis mordiscos en la punta de su lengua. Ella no parecía extrañarse. Cuando pudo hablar simplemente dijo: “Lógico”. La ciencia del pensamiento racional era soberbiamente suya. Pensé en Raimundo Lulio y todo adquirió categoría de símbolo en mi mente.
            La lluvia fue aminorando. Se oía un monótono gotear. Un gorrión pió en la rama del alerce empapado, como recién salido de la regadera, que verdeaba en el patio. El cielo se tornó más y más cerúleo y la espada multicolor del arco iris incendió nuestros ojos.
Ella me habló de las gotas de lluvia, de los rayos del sol, de sus efectos coloridos, de rememoranzas bíblicas y, el Arca de Noé, cruzó por mi imaginación cargada de los más variados animales. El arco iris, espléndido, se arqueaba sobre la bóveda celeste. El día tenía un toque mágico y, otra vez, la muerte, contra tanta belleza, estaba allí. Un chamariz esponjado de pálpitos agónicos había penetrado en la casa temblaba y temblaba. Ella se compadeció de la avecilla, que daba la sensación de estar a un milímetro de la muerte, por frío. La tomó entre sus manos para calentarla. La envolvió en un paño rojo de terciopelo y la puso después junto al calentador. Los ojitos negros, como dos puntas remotas de alfileres, del chamariz, la miraban con gratitud. Con un cuentagotas introdujo en su pico unas gotitas de agua con medicamento:
“Quiero que viva”. Lo dijo desde dentro, con un amor por la vida que me sorprendió. El chamariz había cerrado sus ojos. El sol hermoseaba el día. Cientos de pájaros cantaban fuera. Los insectos volaban rebrillando el paisaje. Yo miré aquel mundo en plenitud de vida sin poder dejar de pensar en la avecilla moribunda; en ella, embriagada de fe en la vida, y sin vuelta volvía a espantarme. Habría que esperar. Esperar es terrible cuando esperamos la muerte. ¿Será por eso que la vida consciente es tan terrible?











LOS ACTOS de la vida, como la vida misma, son irrepetibles. Hay días que parecen iguales. No lo son. Jamás. Como cada vida es distinta, también cada instante de la vida es diferente. No hay dos días exactos, pero aquel día, ignoro por qué, me daba la impresión de ser una especie de vidotape. ¿Jugarán con nosotros a lo repetitivo las fuerzas ocultas?
            “Desde mi receptáculo de energía veo te receptáculo y examino tu energía en extinción, en este viaje de ida y sin vuelta, y, siento lástima de ti, de mí, de todo lo que en nombre de la vida está, en realidad, muriendo, muriendo, muriendo...”
            La muerte del chamariz la había impresionado y dejado una estela de amargura. Ella cambiaba. Hasta su voz me parecía diferente. Su fanatismo adquiría matices desconocidos. Mi unidad biológica se echaba a llorar. Lloraba y lloraba. Y ella pensaba en la abuela muerta.
            ¿Pensaba ella en la abuela muerta o inventaba yo, junto con ella, a su abuela muerta? El pasado sentimental, sacaba de los cajones docenas de pañuelos alcanforados y bordados de adioses.
Habíamos dejado la casa en busca del sol de mediodía. Sus ojos negros miraban los campos verdes. Caminábamos despacio. Al llegar a un puentecillo de piedra decidió que nos detuviéramos para ver el tránsito del agua, transparente, donde los peces no recordaron el origen de nuestras ansiedades más hondas.
Era, no obstante, un hermoso día. rubiazul. El aire se había poblado de lepidópteros. Mis ojos recobraron la perdida alegría. Mostré, sí, mi infantil entusiasmo ante el elevado número de falenas que revolaban por todas partes. Mi admiración por sus variados y vistosos colores. Ella, desde una humedad sin tiempo, me dijo:
“No es nada lo que ven tus ojos. Deberías saber que el número de especies de mariposas es mucho mayor y activo en la noche que durante el día”.
            Sus profundos ojos querían conducirme, y lo lograron, a las fastuosas noches de verano, aunque fuera por un instante. Continuó su soliloquio, en el que yo, ciertamente, pasé a ser un testigo casual, por más que estuviera tan próximo a su mundo físico:
            “Si, son la representación más fascinante de la vida que conozco, en vuelo, todas estas falenas heliófilas y viajeras. Son una energía muy poderosa y también muy fugaz en lo que se refiere a esta forma”. Y tomándome en cuenta, mientras me indicaba con su índice, casi gritó:
            “Mira, mira el vuelo de aquellas esfinges”. Yo seguí el vuelo de las esfinges, tan elegante que, de captarlo, lo hubieran envidiado las más destacadas modelos que, en las monstruosas ciudades del siglo XX, reinaron, como fugaces esfinges, alguna vez.
            Seguimos bajo la seducción de las falenas. Sus alas, donde refulgían todos los colores del espectro, mostraban, además, dibujos muy superiores a los que todos hemos visto en las grandes pinacotecas. Ella dijo:
“Urania, leilus”. Y fue arrojando al aire palabras como “bombícidas”, “saturninas”... para terminar afirmando:” Y lo terrible de las falenas es verlas desaparecer, en crueles ejecuciones, entre los picos de los pájaros, durante el día, y entre los dientes de los murciélagos, bajo las sombras de la noche. Ruleta de muerte. Azar trágico. Es el destino fatal de los lepidópteros, la brevedad de sus vidas, mi cálido animal”. Y clavó sus ojos en los míos para hacerse esta pregunta: “¿Qué vida no es breve comparada con la enormidad sin tiempo de la muerte?”.
            Yo volví a sentir unas infinitas ganas de llorar. Ella insistía en que “la vida es un viaje único, de ida y sin retorno. Algo sin nombre”. Luego me dejaba amarla sobre la yerba, bajo el lapislázuli del mediodía, como si ya no latiera nadie más en la piel del planeta y nos hubiéramos decidido, ¡qué locura!, a repoblarlo.
            Me hablaba, contemplándome exhausto, de los huevos que ponen las hembras de las falenas, lo que no me dejaba de ser asombroso, y de sus desoves, comparándolos con el parto de la hembra de la unidad humana. Lo multimillonario impresionaba mis sentidos. También decía:
            “Hay especies de falenas donde únicamente existe un sexo: el femenino”.
            Lo decía con orgullo. Así era ella:
            “Me hubiera gustado ser un yo sin tú”.
            Era, al decir estas cosas, cuando yo no podía evitar mezclar el amor con el odio. Ella debía adivinar mis pensamientos porque sonreía con una misteriosa malicia y dejaba caer la palabra “poeta”, añadiendo, “no seas primitivo”.
            La muerte saltaba a nuestro alrededor con perfil de ala de falena separada de su cuerpo y ya negada por siempre jamás para las emociones del vuelo:
            “El Universo es la obra de un coleccionista de formas de la energía. A veces pienso que lo realmente envidiable sería no haber nacido. ¿No has oído hablar nunca de los Teólogos del Limbo, pero al verla y al oírla hablar nunca de los Teólogos del viaje, lo terrible no es otra cosa que tenemos que morir y, antes que tener que morir, envejecer.
            Ella y yo aún éramos jóvenes y, por lo tanto, hermosos.
            El mediodía daba paso a la mediatarde y el oficio de amar se me hizo gozoso trabajo en su espléndido cuerpo.
Era yo su esclavo, lo sé ahora y desde esta distancia. Lo sé, lo sé. Pero si es muy cierto que el esclavo adquiere caracteres del amo, el amo, a su vez, se convierte en parte inevitable de su esclavo.
La poesía y la ciencia nunca han sido ni serán universos opuestos.
Volvimos a la casa. Ella traía un lepidóptero muerto en su alfiler de oro; yo, la memoria en vuelo de las falenas en plenitud de ser, por más que hubieran de morir rápidamente y a pesar mío y de mi amor por la vida. Ella, como si pudiera escuchar mi mente, dijo tras cerrar la puerta de la casa:
            “¿Qué importa una hora o un siglo, un minuto o un milenio, si al final nos espera el mismo y común destino?”





NOS NEGAMOS al sueño. Ella me hablaba de la pimpinella anisum a la que tan dados han sido algunos poetas. Sí, compartimos aquella noche una honda y larga copa de anís y me lanzó hacia las distancias interestelares:
            “El Universo que ven nuestros ojos está plagado de cadáveres. L muerte está en todas partes... y también la vida. Estrellas que fallecieron hace trillones de años pueden esta noche grabarse en nuestro nervio óptico”. Y callaba,
            Yo me perdía en selvas de fantasmas siderales espoleado por sus palabras, que iban hacia el futuro y venían del pasado trayéndonos nombres como Anaximandro y Anaxímenes:
            “Hoy teorizamos en torno a la antimateria y creemos en ella como se cree en una realidad cotidiana. Nada más fantástico que lo cotidiano. Deberíamos tener presente a Anaximandro con su tierra flotando sobre las aguas o a Anaxímenes con su tierra cilindral y, sobre todo, a Pitágoras, el inventor de la tierra Antitierra. Es muy probable que nuestras realidades de hoy sean puras irrealidades mañana, aunque la ciencia seguirá siendo la ciencia y, Ella, lo es todo”.
            Era aquí donde, en mi sentir, erraba: en su rotunda fe en la ciencia. Pero ella era así. Yo intuía la llegada de los Aristarcos, con sus aires de Samos, prestos a clarificar los siglos venideros.
            La noche, aquella noche, que ahora rememoro, tuvo toda clase de seducciones; sus anuncios de amas en loor de marzo:
            “La perfección, ¿qué es la perfección?”
            Hablaba con ella misma, como si yo ya no estuviera allí. Más, pese a ella, yo seguía existiendo. La negación implica la afirmación. La oscuridad, la luz, la sed, el agua. Leonardo da Vinci se asomaba a nuestro tiempo con sus imperfecciones matemáticas. ¿Será cierto que la perfección ha de ser siempre matemática? La mejor música es matemática. La mejor poesía es matemática. La mejor escultura es matemática. La mejor pintura es matemática. La salud es matemática. Pero yo confieso que ignoro todo lo relacionado con la matemática, con la perfección. Dicen que las alas vuelan ignorándose a sí mismas.
            Sólo supe que sus pechos puntiagudos me atraían más y más. ¿Eran sus pechos sublime matemática? El deseo se apoderaba matemáticamente de mí. Ella hablaba con el Invisible:
            “Estaba en lo cierto Pitágoras: Dios geometriza. Dios es matemática pura. ¿Nosotros, entonces, qué somos?”
Yo pensé que tal vez un error de cálculo y era por eso que las cuentas no le salían bien al Misterio. La oía y la oía pensando en los primitivos alfareros bordando figuras geométricas con el barro. ¿Qué clase de geometría viviente éramos ella y yo?
Estábamos a cuatrillones años luz el uno del otro. Entre mis deseos y su indiferencia había abismos infinitesimales. Me dijo: “Una gota de anís bien pudiera ser un universo”.
La noche me llevó hasta sus pechos y mi sed salvaje de beduino se aplacó en sus jagüeyes. Rodamos por los designios del dos. La oí decir: “Estaba en lo cierto Pitágoras, el dos no es un número sagrado”.
No sé qué quiso decir ella o Pitágoras. El caso fue que ella añadió: “El dos es apenas un triste reflejo”.
El aire de la madrugada me dio calofríos. La muerte y la vida otra vez parecían acercarnos a la separación. Nos alejamos el uno del otro.
En el tiempo alguien reinventaba el cero nuevamente y la década reiteraba su discurso de perfecciones. Ella habló por Pitágoras: “Acuérdate que la muerte es nuestro común destino”.
El día, lingote de oro tibio, comenzó a inundar la estancia. El sueño se apoderó de nosotros. No era todavía la muerte. La vida habría de continuar.











DESPUES de aquel viaje nocturno por sus vívidos terciopelos el tiempo, en azul, olió intensamente a frutas. En las provincias de sus ojos negros el espacio era un huerto jolgorioso ente activas norias. Sobre el blanco mantel de la mesa de la cocina la leche, recién hervida, humeaba. En las canastillas de mimbre rebosaban las cerezas, los albérchigos, las uvas, los duraznos, las peras y las manzanas. En un gran platón, la sandía, partida en dos, nos transmitía su aroma. Mis hambres se edulcoraban.
            En un pequeño platito rebrillaban las cápsulas de las vitaminas. La transparencia de la E; el suavísimo verde de la C. Ella se aproximó diciendo:
            “El día está maravillosamente vitaminado. Es hora de vitaminizamos nosotros”.
            El cielo era una sinfonía en añil. Dije yo la palabra añil al mordisquear una roja manzana. Ella se echó a la boca su cápsula de vitamina E: Luego bebió un sorbo de leche tibia y habló de añil:
            “Nunca olvidaré la hierba azul. Yo viví en México durante varios años y conocí el choch de los mayas. Todo ello se fue mezclando en mis neuronas junto con las memorias de mis antepasados tartesos y sus añiles marineros. Sí, hice largos estudios sobre el añil y podría hablarle de él durante muchísimos milisegundos o maxisiglos”.
            La magia de lo índigo nos envolvía. La muerte volvió a quedar lejos. Nos desayunamos con majestuosidad y dándole un sentido paradisiaco a cada bocado. Un hueso de cereza cayó repiqueteando por el piso. Ella me hablaba de los dos metros de estatura del indigofera suffuticosa Mill, de sus hojuelas oblongas, de sus flores amarillentas. Me recordó que los antiguos mexicanos, que llamaron al añil con nombres como huiquíltil, mahuitli y haceoitli. Yo soñaba con México, país al que jamás había ido, pero del que sabía lo que todos: “que era uno de los más ricos y prósperos del plantes”, como había dejado escrito el sabio Virván Pasamín, “a partir de los cambios que hubo en el mundo en el año 2033, en el que se inició la feliz Era Solar”.
            Ella me seguía hablando del añil con emoción leguminosa. Jugaba a su vez con todas las sugerencias del azul y me llevaba hasta el azur mismo:
         “Desde lo garzo a lo zarco. Nada es lo mismo. Desde el añil que recuerdas al añil que viste hay distancias imposibles de medir. Vivimos porque cambiamos. Deja de cambiar y estarás muerto”.
            Me di cuenta de que estábamos cambiando. Lo añil ya no era añil y el corazón de una manzana devorada por ella mostraba las huellas de sus dientes, se muere y se nace a un mismo tiempo. Una pepita de sandía me hablaba de las futuras sandías. Ella me dijo:
            “Poeta, también tú eres una semilla”. Pensé en ella como tierra ubérrima y recordé aquella ocasión en que me confesó “que ningún folículo de Graafian se le había reventado”. Y volví a sentir aquella sensación, venida desde sus ojos negros, en la que un tiempo inesperado de vida y muerte me miraba. Recordé sus anécdotas en torno a sus Trompas de Falopio y volví a acariciar, secretamente, y en un lugar muy particular de mi imaginación, su estradiol y progesterona. Pero nuevamente, y como puestos de acuerdo, desistimos seguir pensando en aquella dirección.
            Lo mejor estaba por venir. Yo lo sentí contra la muerte misma. Ella habló:
            “Cuídate del triunfo, poeta, porque el triunfo declarado es un freno terrible. Nunca olvides que el fracaso es el mayor de los estímulos. La ciencia y el arte son obras surgidas de los más asombrosos fracasos. El éxito puede ser la muerte”.
            No sabía yo nada del éxito. En ningún picosegundo de mi existencia había considerado estar en la cúspide de nada y menos sobre nadie, a no ser cuando nos amábamos desde el origen mismo de lo visceral, con nuestras entidades físicas, sobrecogidas de añiles no nacidos, que nos conducían a las antimilimétricas esferas de lo metafísico.
            Pero aquello tan triunfal nada tenía que ver con lo que las unidades biológicas consideran un éxito.
            La media mañana estaba en su plenitud. Ella se retiró a los sótanos de la casa donde tenía su laboratorio. Yo subí al piso superior donde se encontraba mi estudio. Mi corazón tenía mucho de precambriano, me había dicho: “Al tocarte, poeta, no puedo evitar la memoria de los aguamares y las esponjas”. Mi homo sapiens cantor no se ofendía por ello, aunque estuvo a punto de decir que ella tenía algo del periodo cretáceo a punto me recordaba higueras y magnolias, dinosaurios y marsupiales, aquella tarde pudiera explicar el porqué.
            Escribí aquella tarde un poema a sus ovarios, un poema profético. Pero no quise que lo conociera y, al volver a verla bajo la fastuosa violeta del crepúsculo, ya lo había quemado y hacía verdaderos esfuerzos por olvidarlo, pues sabía de mi memoria traidora.

EL ANTILOPE del tiempo clavó su pezuña en el espacio estremecido por su graciosa sombra extendida en la pradera imaginaria de mi país inexistente de sempiterno extranjero. Vinieron y se fueron los días. Otra noche asaltó nuestra sensibilidad. Otra noche de vida. La Luna, desolación circular, entraba, como un vigilante ojo de granate furioso, en la estancia.
            Ella despertó hablándome de Kantierzo Turdive, su historiador favorito, y me recordó el jade y los sueños de China; la turquesa y los secretos mayas:
            “Alguna vez, y tú no lo sabes, mi cálido animal, fuiste gemólogo”. Mi química se sobresaltó. Ella insistía en bordar en el aire imágenes del reino mineral:
            “No puedo evitar, cuando miro la Luna, recordar algunas páginas e Turdive. El egregio Kantierzo escribió como nadie de los sumerios y sus sellos de piedra; de los amuletos egipcios; del lapislázuli afganistano y de los ópalos persas”.
            La huella de lo fatal se alejaba de nosotros al hablar, ella, de las piedras preciosas. Yo quería creer en los poderes mágicos de éstas; en la voz de ella, que iba y venía, musicalmente, de la obsidiana al ónix; del zafiro a la aguamarina; de la turquesa a la esmeralda; de los jaspes a los rubíes; de la cornalina al diamante. En ellos la presencia de la muerte era nula.
            Una alegría profunda me aproximaba a ella más y más. Como ya era común adivinó mis pensamientos.
            “No olvides que ni tú ni yo somos una gema”.
            La Luna, como agrandada, se reflejaba en el vidrio de uno de los muebles. La estancia toda enrojecía como devorada por un rabioso frenesí.
         Ella me narraba historias lejanas de la especie leídas en los gruesos tomos escritos por Kantierzo Turdive, quien, por cierto, había vivido en el conflicto siglo XX, y fue ignorado por sus bestiales contemporáneos.
            Turdive, contra la ceguera de su tiempo, fue una de las pocas unidades biológicas de aquella oscura edad, que pudo entrever perfiles interesantes de la realidad, que la gente de entonces ni siquiera sospechó que pudieran existir. Todo esto era cierto. Sus páginas maestras acerca de las piedras preciosas jamás las comprendieron sus coetáneos.
            Ella disfrutaba glosándolo:
            “El coridón y la aventurina sobrevivirán a la rosa”.
            La muerte fijo. Eso, al menos, creía yo aquella noche d fascinación:
            “Los antiguos creyeron en los ángeles, en los arcángeles, en los querubines, en los serafines. Seres incorruptibles, sobrehumanos más allá de toda carne y célula efímera. Como ellos son las piedras preciosas y aún más bellas y perfectas”.
            Yo la escuchaba y no pude evitar pensar en la frialdad de las piedras. Siempre frías, matemáticamente frías. Sus ojos me miraron como desde otra dimensión. Se hizo un silencio sin rostro y su voz a decirme:
            “Poeta, poeta”. No dijo más. La Luna continuaba enrojeciendo la estancia. Las aves de la noche poblaban el campo de extraños sonidos. Muchas de ellas, como no pocos de nosotros, estaban destinadas a no volver a ver más la luz del alba, pensé con un sentimiento de fatalidad que me conmovió. Ella retornó a desentrañar mi mente:
            “Sólo lo que vive muere. ¿Qué sería de las piedras preciosas sin nosotros, sin nuestros ojos, sin nuestra admiración y dedicación?”
            La abracé desesperadamente. La Luna ya no estaba allí. Podía oír fuera el canto de los grillos y el croar de las ranas. Estábamos desnudos y anudados carne a carne en el cuenco de la gozosa oscuridad. Crujía nuestro lecho. Nuestras dos joyas biológicas eran una sola joya... y la muerte, ¿nos habría olvidado o seguiría trabajando con su tenacidad acostumbrada en cada una de nuestras células? Yo sabía como ella que la memoria de la muerte es insobornable. Lloré sobre su vientre, sobre sus muslos, sobre sus pechos. Lloré y lloré.
            Ella, tan ella, salmodiaba, y “esferoide” a mi oído. La noche, rama de coral, se ponía collares de ámbar en su cuello y zarcillos de turmalinas en los lóbulos de sus orejas:
            “Estás hermosamente loco, mi cálido animal, y te siento vibrar desde la pasión de la piedra al cántico de la sangre. ¡Ah!, mi deforme, mi arcaica criatura tan divinamente bestial”. Y dijo mis versos grabados en la entrada de la casa. Este fragmento:

                        “La piedra emana aroma de raíz de Universo”.

Yo la mordía y la mordía... contra todas las muertes. La noche, cristal de topacio, se hizo añicos en mis manos y por un milesegundo soñé que la mataba y la casa, alzada en clamores, hizo que temblara el planeta, tan minúsculo, poblando de preocupaciones al Sol, a la vez que el Sol inquietaba a otros soles y la piedra emanaba aroma de raíz de Universo. Fue algo rarísimo e impronunciable. Yo sentí que retornaba, por la andalucita, a mis orígenes y, en la humedad de sus ingles, mi criminal frustrado, renacía y se santificaba hermosamente.
            La Biología cuántica se hacía láctea luz en los ubérrimos nardos de sus pezones.













RECORRIMOS los clorofílicos campos. La gente nos saludaba al pasar. Yo pulsaba su radiante presencia. El tejerse y destejerse de los isótopos de nuestro himeneo. Nunca antes habíamos caminado por aquellos lugares inclinados hacia el Este de la Luz. Alcanzamos un montículo. Desde él pudimos ver el monasterio y oír el salmodiar del viento manso. Ella dijo:
            “Todo ese valle es parte del Este de la Luz”, y señalando hacia el monasterio continúo: “He ahí a los escandalizadores. Casi tus hermanos”.
            Yo sabía que los escasos monasterios que existían eran considerados por algunos como escándalos. Sin embargo, oficialmente, eran llamados “Laboratorios Parasensoriales”. En ellos residían los inútiles e improductivos buscadores del denominado Invisible.
            Eran, en verdad, algo muy diferente de lo que habían sido lugares similares en la antigüedad. Seguramente que los antiguos no hubieran podido comprender estos nuevos santuarios donde se reunían personas de inclinaciones extrañas. Asombrosos solitarios. Ella retomó la palabra:
            “Retirarse del mundo es un escándalo, un mirífico escándalo que los bestiales hombres del siglo XX, como algunas mentes de hoy, no pudieron comprender del todo. Fue en aquel siglo que acabo de citarte, en que esta clase de vida, estas minorías, estuvieron a punto de ser destruidas, como tantas y tantas bellezas. Fue a partir de mediados del siglo XXI, en que el mundo cambió y las unidades biológicas recobraron una alta cantidad de sus esencialidades perdidas.
            Los buscadores del Invisible se tomaron más necesarios. Se descubrió que ellos, con sus actos de vida, generan una fuerza equilibradora. Sin esa fuerza también nosotros estaríamos fuera de lugar. Yo pensaba en los escandalizadores, pues así los llamaba todo el mundo, y eran un escándalo verdaderamente fascinador.
            Mis ojos se perdían por el valle y el Este de la Luz me daba la impresión de ser uno de los sitios más cautivadores de la tierra. El “Laboratorio Parasensorial” parecía una nave marina flotando por sobre un mar esmeralda.
            Ella callaba. Yo recordé algunos episodios de la historia de las unidades biológicas humanas. Me detuve en aquellos primeros años del siglo XXI en que los poetas fueron perseguidos como perros hidrófobos. Creía comprender a los buscadores del Invisible que laboraban tras las piedras del monasterio entregados a sus ejercicios y oraciones.
            La vida de los escandalizadores era efectivamente prodigiosa y altamente respetable. El mundo científico en que vivíamos, finalmente, había comprendido, a pesar de la oposición de los seudodialécticos y políticos con concepciones sobreseídas, la imperiosa necesidad de los llamados también “artículos de lujo”. Ella rompió el hilo de mis reflexiones pronunciando palabras del pasado remoto: “En Él estaba la Vida, y la Vida era la Luz de los Hombres”.
            Los hombres, nuestras entidades físicas, tan iguales y tan diferentes entre sí. Ella y yo. Aquellas palabras lejanísimas. Tan próximas:
            “Porque no me verá Hombre ninguno sin morir”.
            La muerte, la muerte reaparecía de súbito, pero adquiriendo una nueva categoría en mi corazón. No, no estábamos en aquel montículo por casualidad. Ella sabía por qué estábamos allí. Yo era el poeta. Lo adivinaba. Insistió en la fructífera inutilidad de los escandalizadores, quienes vivían entre el martirio y el paraíso; entre la pobreza, como sublime vocación, y con la que tanto y tanto se y nos, enriquecíamos. Ellos, sujetos a los misterios de la obediencia y a los poderes del silencio.
            Yo me sentía pequeñísimo e irreal ante aquellas realidades vivientes capaces de conducir los rebaños de sus instintos hacia las piramidales cúspides de la perfección; hacía los magníficos pies del Invisible. Ella dijo:
            “Y tuvieron que pasar cientos de años para que pudiéramos comprender”.
            Yo escribía, con mi dedo amorosamente nervioso, en la blanda página del aire, un breve poema al Invisible, llorando como un niño, empapándome de lágrimas. Sentía que dejaba de temer a mi muerte, a su muerte y a todos los riesgos de la vida, de esta arcanidad, de este pasmoso viaje de ida y sin vuelta.
            Ella jugó con palabras como éxtasis y nunca, el juego, me pareció tan felizmente serio.
            La tarde se precipitaba. Bajamos con la ilusión en la sangre. El Laboratorio, la mansión de los escandalizadores se fue quedando al otro lado de nuestros ojos. Volver a casa tenía un emocionante sabor a vida.
            La muerte, como olvidada, parecía no estar ya con nosotros. Ella escudriñaba la química de mis sensaciones y deslizó un “envidio a los escandalizadores, tan cerca del Invisible y tan indiferentes al drama de la inevitable destrucción que a todos nos aguarda”.
            El retorno era algo no imaginado a la salida. No pude evitar darme cuenta de que aquel pequeño viaje también había sido un viaje de ida y sin vuelta.
            Nuestra casa tampoco era la misma. Nos miramos el uno al otro, ya en su interior, y nos abrazamos con devota religiosidad. Nada tuvo nombre.













            EL TIEMPO le fue dando redondeces cautivadoras. No hubo necesidad de que me lo dijera. Yo sentí que penetraba en la dimensión desconocida. ¿No es ahí donde comienza toda vida?
            Ella me hablaba de la tridimensionalidad y yo me perdía por los orbes de las geometrías hiperespaciales. En una de las losas del piso ella había mandado grabar estas palabras:
            “El pensamiento científico no es ni un acompañante ni una condición del progreso humano: es el progreso mismo”. Debajo podía leerse el nombre del autor: William-Klingdon Clifford.
            Ella era una gran admiradora de este geómetra del pasado. Ella me había hablado de otros geómetras no sin cierto desprecio: “Los poetas de hoy son los geómetras de ayer”, y de las obsesiones de los geómetras de la antigüedad.
            Clifford era diferente y ella compartía con él la pasión por el progreso. Yo traté de encerrar mis sentimientos en la cuadratura del círculo.
            Lo matemático nos envolvía. Ella dijo algo importante “que no debería olvidar”, en sus palabras, “el hombre de ciencia”:
            “Las matemáticas no son del todo matemáticas” y luego me recordaba que “están en evolución constante”. La miraba, segundo a segundo, más oronda. Y me hizo esta broma:
            “Tú, a pesar tuyo, también evolucionas”.
            Continúo después con sus monólogos jugando con frases como “parámetros de tiempo” y acentuando:
            “El tiempo no existe, porque no existe el ayer ni el mañana. Todo, absolutamente todo, es presente”. Y sonreía como distante y me hacía ver que todo cuanto existe, incluidos nosotros, bien podría haberse iniciado hacia apenas unos segundos.
            “Es una vieja teoría, mi cálido animal, y, como toda teoría, demostrable. Sí, no te extrañes, poeta, el Universo en que residimos tal vez fue creado hace un instante y jamás nos daremos cuanta de ello”.
            Y tornaba a sonreír como distante, muy distante de todo. Pero seguía dulcemente cóncava; tiernamente ahuecada por la vida en marcha.
            Cierto, lo confieso, que había momentos en que llegaba a creer que estaba completamente loca y que su ciencia no era más que una falacia, como ella misma,, quizá como yo, tal vez como la vida que nos comenzaba a unir para siempre:
            “La magia de la abstracción bien pudiera derivar en praxis”.
            Sombra su voz. Yo la veía más y más bella, engreída de luz. Sí, estaba maravillosamente loca... de vida. Y posiblemente no lo sabía a fuer de perderse por la microfísica, la electricidad y no sé que temblores aritméticos.
            No era necesario despejar su complicadísima ecuación para comprenderla. La veía transparentarse y estallar de júbilos maternos, por más que ella “tratara de ocultarlo negándose a sí misma.
            Sentí que algo había fallado en su método científico. Supe que su manera de estudiarme no había sido la prevista. Creí saberlo. Fue entonces cuando me llevé la extrema sorpresa de mi vida. Mi unidad biológica la oyó, sobresaltada, decir:
            “Te equivocas, poeta, es mi voluntad hacerte padre. No ha sido, de ningún modo, tu inconsciencia la que me hace a mí madre. Recuérdalo por los siglos de los siglos”.
            Me lo dijo sin más. Y pasó a hablar de astrofísica, de cosmología, de la fuente del Universo, de la explosión, de la creación continua y de todo lo inexplicable y explicable a la vez.
            El tiempo, o lo que yo entendía por tiempo, seguía su curso y ella proseguía su labor silenciosa de vida.
            “Poeta, ¿nunca te has puesto a pensar en los miles de miles de existencias que nos preceden?” Mis ojos la miraron despacio. Ella continuó.
            “Para que tú y yo estemos aquí, si miras hacia atrás, verás dos largas y casi infinitas filas de unidades biológicas, receptáculos y receptáculos de energía, de ambos sexos, donde se dieron todos los caracteres, todos los oficios, todas las profesiones, todas las angustias, dolores, tristezas, placeres, éxitos, fracasos; todas las escalas sociales; todas las esperanzas, todas las desilusiones, todo el amor y todo el odio de este planeta.
            Sí, tras nosotros podremos ver cocineras, enfermeras, damas elegantes; soldados, generales, amos y esclavos. Todas y cada una de las categorías están implícitas en cada uno de los poros de nuestras entidades físicas. El pasado del planeta, y más; del sistema solar y del Universo sonríe y lloran contigo, piensan y avanzan conmigo.
            Mi cálido animal, nada, nada comienza con nosotros y todo, todo comienza con nosotros al mismo tiempo”. Callaba para respirar hondamente y continuar:
            “Esto que llamamos vida, esto que está representado en nuestros cuerpos físicos, y que aletea por nuestros pensamientos, es, en realidad, la síntesis de todo cuanto ha existido y existe en la pantalla mágica del devenir”. Se daba unos segundos de silencio:
            “Por nuestras venas transita la sangre de los vencidos y de los vencedores. Llegará un día, poeta, en que podremos fotografiar en una de nuestras células todo lo que ha existido. Conseguiremos así, mi cálido animal, ver desde el monje en oración al homosexual entregado a los placeres de la carne; desde el santo sembrando las semillas del bien al asesino refocilándose sobre su inocente víctima.
            En vivida radiografía podremos comprobar cuanto hemos sido y, hemos sido, poeta, desde madre entregada a los frutos de su vientre, con lujo de amor, a cruel y despiadada madrastra. Somos la consecuencia de un cortejo visible e invisible donde se dan cita todas las formas de vida que han sido. Callaba. Sus pechos se erguían al ritmo de su respiración. Retomaba el hilo de su discurso:
            “Todos los tiempos tienen vigencia en el iris de nuestros ojos, en las raíces de nuestras uñas o nuestros cabellos. Poeta, puedo ver en ti desde el periodo arqueozoico, con sus algas; el precambriano, con sus pólipos; el cámbrico, con sus branquiópodos; el ordoviciense, con sus volcanes en erupción, sus crinóideos y trilobites; el carbonífero, con sus cálidos mares, hasta el instante presente. ¿No es más y mucho más que prodigioso?” Se hundió luego en un rico silencio. Yo la veía orondear cautivadoramente. El tiempo y la muerte ya no me importaban y sentía que flotaba en el centro de la voluptuosidad.

















RECORDÉ que ella me había declarado desde el principio que no me amaba, que era asunto mío imaginar o inventar su “amor”, ya que su intención no era otra que la de estudiarme y nada más. Creo que fue un día en que me habló de Empédocles, el filósofo griego.
            La media mañana era un árbol de sol esplendoroso poblado de pájaros de luz en incendio de gorjeo. Sus ojos negros miraban la distancia. Habíamos vuelto a salir al campo. Pasamos cerca de una granja integral y ella me habló largamente de la ovomucina, yo oía el cacareo de las gallinas y, un gallo, contra la hora, lanzó un kikiriqíííí, prolongado, al aire.
            El pasado agitó mis neuritas. Ella me habló de “vivir por los sentidos”. “Tú vives por y para los sentidos, como cualquier animal... y no creas... ¡resulta envidiable!”
            Sus ojos negros se perdían en todos los no sé dóndes. Yo la veía orondear. O creía verla. Pensaba en mis sentidos aún jóvenes y disfrutaba el paisaje. Unas nubes diminutas y altísimas pespunteaban como hilados, el vestido de la bóveda celeste. Cruzó el horizonte un propulsor Z de viajeros en forma de cigüeña. Ella me habló de la nucleotérmica. Yo seguía pensando en mis sentidos y no pude evitar la memoria de su fin: “Sí, los sentidos se agotan, y un día no queda nada”. Me lo dijo, nuevamente en el momento justo, con precisión de adivinadora. Y continuó:
            “Si, no queda nada, finalmente de nosotros. No olvides que tus antiguas sospechas: Nada hay más allá de la hiperlucidez que emana de la piedra. Sí, sí todo parece acabar en la piedra tras esta fiesta, fisicoquímica, de los sentidos. ¿Pero será, ciertamente, así, poeta?
            Y me dejaba, como al ahorcado, flotando de la cuerda de las interrogaciones y con la lengua afuera. Luego proseguía:
            “Sí, sí, mi cálido animal, son más que insólitos los sentidos mientras somos jóvenes. Fíjate en el órgano de la vista un picosegundo. ¿No te parece soberbio? Por él percibimos la luz, ¡¡¡la luz!!!, las formas, la movilidad de los objetos, las distancias. Mírame. ¿No sientes que soy? Soy. Además, al mirarte yo, tú existes. Sí, poeta, tú eres porque yo soy y yo soy porque tú eres. Si yo muriera tú dejarías de existir. Mírame y déjame que te vea. Seamos por la graciosa gentileza de los ojos”.
            No lograba entenderla del todo bien. Ella me hablaba del globo del ojo, del nervio óptico, del fluido lacrimógeno, de la córnea, de la coroides, que forma el iris y el cuerpo ciliar. Yo me perdía, placer de verla, por sus pupilas y, en el fabuloso reino de mis retinas, la contemplaba embellecida hasta la alucinación y me aterrorizaba al pensar en la ceguera y dejar de ver su unidad biológica. La ceguera me trajo la memoria de la muerte. Me dio calofrío. En verdad ver es vivir y amar y yo vivía y amaba a través de mis ojos y sus ojos negros la magia de la creación. Mi imaginación, toda ojos, se embriagaba en el acto de verla y nacía en mí el férvido sino de la contemplación suprema.
            Ella, entonces, olvidándose de los ojos me hablaba del oído, de la trompa de Eustaquio, del martillo, del yunque y el estribo, del utrículo y el sáculo, incomparables cámaras, y, la palabra cóclea me recordaba los vocablos tímpanos y caracol y los sonidos del mundo me acariciaban desde sus labios con lisura. Todo era música. Entendía yo el significado de la eufonía. Conmovido me aproximé a ella y besé sus orejas. Ella reía y reía sonoramente. Lo sonoro retornaba a ser edénico para mí, al igual que en los días de mi infancia, y comprendí el alma de las antiguas leyendas. Fui el flautista mágico y me transformé en conductor de ejército de animales salvajes. Todas las barbaries pueden llegar a ser cautivadoras mansedumbres:
            “Te huelo, poeta, y me hueles a león joven y a potro nervioso”.
            Era su voz deificando al sentido del olfato. De súbito ella me olió a cármenes en plenitud, a noria de huerta en las campiñas del Sur, a todas las yerbas buenas del Universo. Olí, entremezcladas, la grama y la salvia, el sinicuichi y el perejil, el toronjil y la verbena. Su voz interrumpió mis olfativas ensoñaciones: “...Pero entre todos los sentidos, poeta, yo sé que tú elegirías el tacto”.
            Lo real era que yo no sabría vivir falto de cualquier de mis sentidos. Ella continuaba:
            “Sí, sí, es el tacto, poeta, el más tuyo de los sentidos”.
            Yo visualizaba su imagen cerrando mis ojos. Ella insistía en las complacencias del tacto:
            “Te he sentido abrazado a mi cuerpo desnudo con tu cuerpo desnudo. He leído tu piel, tu lengua y te he sabido, táctil, inmensamente feliz. Tus ojos estaban cerrados y la oscuridad nos envolvía. Yo te sentía, mi cálido animal, como en otra prodigiosa y dichosa dimensión, en vuelto en emporio de ternuras, recordando quizá tu poema `La pasión de la piedra´, como dueño ya, por los poderes del tacto, de la perfección del silencio sin tiempo. ¿No es verdad?”
         LA sentía orondear con estremecimiento mientras que, como ajena a sí misma, me hablaba del tacto. Y llevaba razón al considerarlo mi sentido favorito, por más que yo no lo hubiera advertido. Me abracé a ella llorando, porque no pude evitar pensar que un día dejaría de regocijarse con la fragancia de mis sentidos.
            La besé y la besé, acción de delicias en palabras prohibida, y su saliva me supo a ella y, ella, lo fue todo para mí. Como era común en nuestras relaciones la sentí distante de mis pensamientos y la oí hablar “del velo del paladar”. Todo pareció velarse para mí y la amé y la amé con furia. Ella se dejaba amar. ¿qué sé yo cómo?, pero se dejaba amar y mis sentidos vacacionaban deleitosamente en sus disimulados rubores.
            Nos amamos, sí, sobre la yerba y a plena luz del día. Yo sentí que retomaba al génesis. Sin embargo, un nuevo propulsor Z cruzó el azul ella me dijo:
            “Es ayer y es hoy. No te confundas”.
            El tiempo se desdobló en mi mente en trillones de edades. Ella simplemente sonreía. Y susurró;
            “Volvamos”.
            Mojados de universo retornamos a la casa. Un niño nos saludó desde la granja integral alzando sus brazos. Le devolvimos el saludo. Ella, como henchida de futuro, me dio su mano. Yo sentí su calor, como de pájaro, revolotear en mi alma.
            La amaba, la amaba, la amaba infinitesimalmente.



            TODO se aproximaba al apogeo del prodigio. Ella, no obstante, fingiendo una indiferencia insolente, retornaba a hablarme de Kantierzo Turdive, el historiador del siglo XX, que fuera ignorado por sus bestiales contemporáneos. Me decía:
            “No estoy muy segura, pero tú tienes algo, poeta, de aquellos animales salvajes del siglos XX. Y me recordaba, entornando los ojos, los destellos del coridón, los centellos de la aventurina, las alucinaciones del jaspe y los hechizos del rubí.
            Yo la veía orondear y orondear dulce y mágicamente. Ella, como ajena, pasaba a narrarme páginas enteras escritas por el sabio Virván Pasamín y me trasladaba a países y tiempos de los inicios de la Era Solar.
            El tiempo proseguía su marcha aproximándola al apogeo del prodigio. Ella fingía no estar advertida de su realidad. Mi química se excitaba y mi mente, al igual que la de los escandalizadores, volaba hacia el Invisible en emotivas súplicas. Mi corazón palpaba los picosegundos envidiando la paz de las unidades biológicas que habitaban al Este de la Luz.
         Sí, sí, ella llevaba razón: yo tenía mucho de aquellas salvajes e inseguras criaturas del siglo XX. Su voz me sacó de mí al hablarme otra vez, con aire de misterio, de los Teólogos del Limbo. No pude evitar pensar en la muerte. Ella, como jugando, me dijo algo que yo ya había oído no sé dónde y que sabía intensamente a ella:
            “El Universo es la obra de un coleccionista de formas de la energía”. Toda su energía se hacía más y más oronda. Continuó hablando como consigo misma:
            “A veces pienso que lo realmente envidiable sería no haber nacido”.
            Su vientre, sin embargo, anunciaba la vida. Era contradictoria. Era ella, tan matemática y en loor de ciencia. Por mi mente cruzaban palabras como reproducción, útero, placenta, cordón umbilical, cromosomas. Palabras que ella me transmitía en silencio. No pude evitar pensar en nuestra dramática situación en el espacio y en el tiempo, tan palpable. La ptialina en mi lengua no sabía qué decir. Ella insistió:
            “Eres un extraño animal”. Y luego: “Me recuerdas las lluvias ciclónicas”.
            Yo rompía en llanto. Lloraba y lloraba, hipersensible a morir, y como herido en la esencia, de una apoteósica alegría:
            “Así lloraban, poeta, los hombres del siglo XX, aquellas unidades biológicas tan ignorantes e indefensas”.
            El siglo XX y Kantierzo Turdive la obsesionaban aquel día. La proximidad del apogeo del prodigio la conducían a refugiarse en el pasado prehistórico. El siglo XX era parte de nuestra prehistoria.
            Sus ojos relampagueaban de vida futura. Estaba hermosa como la plenitud. Mi química, mi física, temblaban de turbaciones prehistóricas. En verdad yo era un ser extraño, un ser que aún amaba.
            Un ser que todavía conservaba su fervor por la poesía, el arte de hacer ver a los ciegos, de hacer oír a los sordos y hablar a los mudos. Ella era poesía y no lo sabía. Ella, que orondeaba edulcorada de energía y movimiento, cada instante más próxima al apogeo del prodigio. Ella, que recitó desde su orbe vital estos versos de mi viejo poema grabado en piedra en la puerta de nuestra casa y también en las circunvoluviones de nuestros cerebros:

                        “La piedra es receptáculo
                        de todos los castigos
                        sin irradiar el hilo de una queja”.

            Y seguía:

            “Poeta, no puedes adivinarlo, tú, el adivinador, no puedes adivinarlo”. Yo la interrogaba con mis ojos húmedos. Oía su voz sin que ella abriera sus labios:
            “Quiero que viva”. Y volví a ver al chamariz, aquella avecilla moribunda que un día, ido para siempre, protagonizó una emotiva historia en nuestra casa y que tanto me hizo pensar en el viaje de ida y sin vuelta. Ella, rastreando el pasado, me volvió a decir:
            “Me hubiera gustado ser un yo sin tú”.
            Pero esta vez no pude odiarla. El amor puro y sin mezcla inundaba los archipiélagos de mi corazón y, de nuevo, me narraba prodigiosas historias de la vena cava; leyendas de los vasos coronarios; aventuras del cayado aórtico... Y todo se sucedía como en otro tiempo y en otras vidas. Nuestras unidades biológicas estaban allí sin estar y estando y todo, todo, ella, conmigo y sin mí, se aproximaba al apogeo del prodigio. Su insolente indiferencia resultaba inútil y Kantierzo Turdive, el lúcido historiador del Siglo XX, se iba alejando como una nave espacia, como un simple propulsor Z, de nuestro caos”.
            Callaba para proseguir:
            “Siento que la vida, tan perfectamente organizada, no es más que una broma del caos. ¡Mírame, poeta, prisionera como tú de sus laberintos!”
            El apogeo del prodigio, con su proximidad, la hacía delirar y palpitar más allá de toda ciencia, dentro de la esencia misma de la poesía.











            Y EL prodigio se hizo. Nunca podré olvidarlo. Finalmente me había hecho padre. Imaginé que, de alguna manera, habíamos vencido a la muerte. Era nuestro trabajo contra la muerte. Ella callaba y callaba. Todo me daba la sensación de estar flotando como en el centro mismo del milagro. Su ciencia quedaba lejos. Lo matemático parecía no importar:
            “Nada hay más misterioso, ¿qué era, en suma de sumas, en resta de restas, en divisiones de divisiones o en multiplicaciones de multiplicaciones, la realidad?
            Unidades biológicas, como decíamos nosotros; seres humanos, como decían los antiguos, sí, ¿qué éramos en realidad? Sentía que estaba leyendo su mente, que me hablaba sin hacer uso de las palabras. Ellos, los gemelos, estaban allí y ya tenían nombre: Iridia y Kuxién. Y los contemplaba dormidos, graciosamente, en sus cunas con mi química estremecida.
            Ella, como ya era costumbre, y, adivinando mi pensamiento y como si regresara de no sé qué lejanía, hirió mis oídos:
            “No te engañes, mi cálido y efímero animal, no engañes”.
            Respiraba, y sus pechos cargados de lácteo alimento se erguían como dos soles fructíferos. Y añadía:
            “Ni este –y señaló a Kuxié y a Iridia- ni ningún otro trabajo pueden vencer a la muerte. No te hagas ilusiones, poeta. La verdad es que este hermoso trabajo únicamente contribuye, y debemos ser humildes y reconocerlo así, a que el Trabajo del Invisible continúe... ¡¡¡y no sabremos nunca el para qué!!!”
            Gritó, sin disimular su rabia, la frase final. Yo me asusté. Un miedo cósmico me caló los huesos hasta estremecer mi osteína. Mi metabolismo se alteró.
            Miré a Iridia y a Kuxién. Una larga lágrima bajó por mi mejilla. Comprendí que ellos habían iniciado, por nuestra causa y a pesar de su inocencia, sus respectivos viajes de ida y sin vuelta.
            Lloré avergonzado contra el prodigio mismo. Todo fue distinto a la espera. Ellos estaban allí. Su presencia cambiaba la realidad y la esperanza se tomaba inquietud y temor. El placer y el dolor combatían en mi cerebro como dos guerreros irreconciliables. Ella reiteró:
            “Maravilloso es el caos, poeta, pero el caos, con todas sus maravillas, está muy lejos de ser nuestro aún. Tal vez...”
            Lejos. Lejos. ¿Qué tan lejos? La palabra exilio se entremezclaba en sus labios con vocablos como vida y muerte.
            El apogeo del prodigio tenía nombre. Mi corazón se deshacía por ella, por Iridia y Kuxién, mientras se debatía entre la dicha y la desdicha, acongojado por mi complicidad en aquella vital confabulación:
            “Poeta, poeta, no te martirices.” Era su voz determinante y sabia.
            Pero ellos ya estaban allí destinados irremisiblemente a su viaje de ida y sin vuelta. Ellos que, como nosotros, iniciaban su ciclo fatal y repetido hasta el cansancio por todas las unidades biológicas humanas.
            Ella, me deleité en su carita, era bella, profunda, misteriosa y sabia como la semilla.
            Él era vigoroso, intenso e irradiador como el principio de la acción.
            Lo inexplicable entraba y salía por mis ojos arañándome la conciencia como un grito de sal evaporada:
            “Todo es fisicoquímica” y después de callarse y poner una huella de dolor en el tiempo, reiteró: “Al fin de cuentas no somos más que una peculiar organización de la materia”.
            Yo me quedaba colgando del misterio, de la palabra materia, no como un arácnido de su seda, sino como un arlequín de un gesto invisible.
            Sí, comprendía por fi que habíamos sido atrapados de nuevo y que la oportunidad de entregarnos al caos, sin dejar huella, la habíamos perdido otra vez más. Nos regía sin remedio la continuidad del orden; las maravillas del caos se nos negaban y solamente teníamos sus veladas nostalgias.
            Leí su pensamiento, o ella me hacía sentir que lo leía. Vi como pensaba en la abuela muerta. El pasado, sentimental, sacaba de los cajones docenas de pañuelos alcanforados y bordados de adioses.
            Iridia y Kuxién empezaron a llorar a dúo. ¿Era la realidad? Yo sentí que despertaba del sueño de un sueño. Ella se levantó presurosa, diciendo:
            “Tienen hambre, simple y sencillamente tienen hambre”.







I N D I C E


El caos es maravilloso                                                                                        
Maravilloso es el caos                                                                                       











Juan Cervera Sanchís, hijo de Juan Cervera Rueda y Asunción Sanchís Jiménez, vino al mundo en la villa exatiana (Axati), hoy Lora del Río, Sevilla, España, el 24 de Octubre de 1933. En 1968 llega a México, donde reside.

El poeta León Felipe fue su amigo e introductor y el poeta Juan Rejano le abrió las puertas del periódico “El Nacional”. Luego conocería a Ermilo Abreu Gómez del que mucho aprendió.

Durante un tiempo ejerció el periodismo escrito y televisivo, colaborando en varias revistas, diarios y noticiarios de radio televisión.

Su primer libro publicado en México, con la ayuda de León Felipe, se titula Estoy aquí, miradme. Desde entonces Juan Cervera no ha cesado de publicar, es autor de más de treinta títulos.

Entre sus libros más conocidos destacan La locura tienen nombr” (poesía) y Los ojos de Ciro (relatos), así como Ácido mundo (poesía) y En las nubes. Premio Internacional de Poesía Azor 1981.

Su obra poética, en varios tomos, fue editada por la Asociación Cultural Bohodón, de Trescantos, Madrid. En Lora del Río, el Premio de Poesía Juan Cervera es disputado por los poetas jóvenes sevillanos. Su poemario más reciente: Sonetos del amor, de la vida y de la muerte, editado por la Diputación de Sevilla.
FOTOGRAFÍA TOMADA POR: Fernando Emilio Saavedra Palma.
JUAN CERVERA SANCHÍS EN LA FOTOGRAFÍA DE LA CONTRAPORTADA.





CONTRAPORTADA DE EL LIBRO:
EL CAOS ES MARAVILLOSO
MARAVILLOSO ES EL CAOS
EDITORIAL DOMÉS, S.A.
PORTADA:
IZUNZA Y ASOCIADOS PUBLICIDAD, S.A.


SONIA FURIO, HIZO LECTURA DE TEXTOS DEL POETA Y ESCRITOR  JUAN CERVERA SANCHÍS,
PERSONALIDADES DE DIFERENTES ARISTAS CULTURALES, LOGRAN CON SU VOZ DAR PRESENCIA AL POETA.  Fernando Emilio Saavedra Palma.


FOTOGRAFÍA TOMADA DEL BUSCADOR DE Google.
network54.com
Sonia Furió (n. 30 de julio de 1937 - † 1 de diciembre de 1996) fue una destacada actriz mexicana de cine, teatro y televisión de origen español. María Sonia Furió Flores nació el 30 de julio de 1937 en Alicante, España, hija de Nicolás Furió, entonces Concejal republicano del Ayuntamiento de Alicante, que decide dejar España en 1940 para refugiarse en México con su familia a consecuencia de la Guerra Civil Española. Siendo ya adolescente Sonia decide estudiar arte dramático en la escuela de actuación de la ANDA. Inicia su carrera en el teatro aficionado y debuta en cine con tan solo 17 años en la cinta del prestigioso cineasta Alejandro Galindo: Y mañana serán mujeres (1954),[1] siguiendo pequeños papeles en cintas como El medico de las locas (1956), Los amantes (1956) y La faraona (1957), en donde acompañaba a su compatriota Lola Flores.
Su primer papel protagónico lo logra en 1957, al lado del famoso actor Germán Valdés “Tin Tan” en la pésima cinta El campeón ciclista, logrando mayor fortuna en Refifi entre las mujeres (1958) y Vagabundo y millonario (1959), también al lado del cómico. Al lado de Gaspar Henaine “Capulina” y Marco Antonio Campos “Viruta” participa en los éxitos taquilleros La sombra del otro (1957) y Se los chupo la bruja (1958). Sin embargo la oportunidad de demostrar su calidad de actriz le llega en 1960 cuando junto a Pedro Armendáriz, Ariadne Welter y Agustín de Anda protagoniza Los desarraigados, que participa con poco éxito en el Festival de Venecia y le da a Sonia el premio “perla del atlántico”, que se otorga a “la actriz de la simpatía" en el certamen cinematográfico de Mar del Plata (Argentina). Después participa en cintas como Remolino (1961) con Luis Aguilar y Cielo Rojo (1962), entre otras, dejando paulatinamente su carrera cinematográfica para iniciarla con gran éxito en televisión, en donde participo en proyectos como: Fallaste corazón (1968) y Mi primer amor (1973), que represento el ultimo trabajo de la diva teatral María Douglas antes de suicidarse, El chofer (1974), Nosotras las mujeres (1981), Vivir enamorada (1982), Aprendiendo a vivir (1984), Ángeles blancos (1990) y Vida robada (1991), entre otras.
Su última aparición como actriz fue en la telenovela Con toda el alma, en la entonces naciente empresa Televisión Azteca, y en la que trabajo con un buen elenco entre los que se encontraban el actor mexicano de origen dominicano Andrés García, Sonia Infante, Gabriela Roel, Karen Senties y José Alonso en 1996. El mismo año contrajo una grave pulmonía que finalmente causó su deceso, el 1 de diciembre. Al momento de su muerte residía en Cuernavaca, Morelos y sus cenizas fueron esparcidas en el Mar de Cortés, que baña las aguas de los estados de Sinaloa, Sonora y Baja California