ILUSTROACIÓN ELABORADA POR: Fernando Emilio Saavedra Palma.
JAIME SABINES
Ensayo hecho por: Juan Cervera
Sanchís.
Jaime
Sabines ha dado dimensiones insospechadas a lo cotidiano. “Toda ciencia
transcendiendo”, su verso, encuentra en el corazón de la cebolla, un milenario
sabor a Dios que hace crecer su alma. Un alma que “crece a todas horas hasta
hacerse pequeña”. Y que Sabines ama a las cosas pequeñas, sabedor de que el
secreto del universo está en los actos y en los hechos diminutos de cada día.
La grandeza, su grandeza poética, radica precisamente ahí. Pero lo pequeño se
hace grande, o mejor dicho hermoso, cuando él lo toca con la alquimia de sus
palabras.
Sabines
podría decir con Rafael Alberti: “Hago mis economías/pero mis pocas palabras/,
con ser de todos, son mías”. Suyas y muy suyas, con ser de todos, son las
palabras cuando Jaime Sabines las usa. En sus manos se trasmutan y son lo que
son y cómo son:
Ando buscando a un hombre que se parezca a
mí
para darle mi nombre, mi mujer y mi hijo,
mis libros y mis deudas.
Ando buscando a quien regalarle mi alma,
mi destino, mi muerte.
¡Con que gusto lo haría,
con qué ternura me dejaría en sus manos!
Y
es que Jaime Sabines es un manojo de sensaciones enredadas, a ratos, en el
árbol de la angustia; una angustia Tarumba donde, de pronto, aparecen remansos,
en forma de rendijas, anunciando la paz (una paz que al parecer nunca llega),
por más que se anuncia. Y el poeta se atormenta. Y su voz más suya sale a
flote:
Quiero que me socorras, Señor, de tanta
/sombra
que me rodea, de tanta hora que me asfixia.
Quiero que me socorras. Nadie, de esta
/intranquila
supervivencia, de esta sobremuerte agotadora.
Quiero que me hundas, Padre, de una vez para
/siempre
en tu caldera de aceite.
La búsqueda desesperada de
lo absoluto no lo deja bienvivir
el tiempo efímero de su
carne. Pálpitos bíblicos. Vientos proféticos agitan esta poesía.
¡Aleluya!
¿Qué
pasa?
Hay
una escala de oro invisible
en la
que manos invisibles ascienden.
Lo invisible también está
aquí. El poeta lo sabe. Lo aprende:
Oigo
palomas en el tejado del vecino.
Tú ves
el sol.
El agua
amanece,
Y todo
es raro como estas palabras.
¿Para
qué te ha de entender nadie, Tarumba?
¿para
qué alumbrarte con lo que dices
como
una hoguera?
Quema
tus huesos y caliéntate.
Ponte
a secar, ahora, al sol y al viento.
Lo cotidiano está ahí,
cierto, pero en otra dimensión. Lo invisible, siempre esta aleteando sobre lo
visible de esta poesía. Es decir: la muerte y la vida. Esa gran muerte viva que
cruza los poemas esenciales de Sabines.
Hombre de fe tora una y
otra vez y una y otra vez restaurada. La palpable angustia, la desesperación
palpable y la tangible esperanza y la confianza tangible. Creer y no creer.
Hombre en medio de dos mares en pugna.
Y siempre
he sido el hombre, amigo fiel del
/perro,
hijo
de Dios desmemoriado,
hermano del viento.
¡A
la chingada las lágrimas!, dije,
y me
puse a llorar
como
se pone a parir.
El dolor está presente,
muy presente, en la oración-elegía, que hallamos temblando, la más de las
veces, en estos poemas (que son un solo y único poema) de Sabines; en esta
poesía tan soliloquio. Está el dolor, sí, pero un dolor que en el fondo cree en
el placer. Tal como está la muerte, una muerte que no cree en ella, porque la
vida la desborda en formas insospechadas:
Morir
es retirarse, hacerse a un lado,
ocultarse
un momento, estarse quieto,
pasar
al aire de una orilla a nado
y estar
en todas partes en secreto.
Morir
es olvidar, ser olvidado,
refugiarse
desnudo en el discreto
calor
de Dios, y en un cerrado
puño,
crecer igual que un feto.
Morir
es encenderse bocaabajo
hacia
el humo y el hueso y la caliza
y hacerse
tierra y tierra con trabajo.
Apagarse es morir, lento y aprisa,
tomar
la eternidad como a destajo
y repartir
el alma en la ceniza.
Morir es muchas cosas. ¿No
es acaso vivir doblemente?
¿Qué somos? ¿Qué no somos?
Tras un nombre creemos existir y ser alguien. El poeta advierte que él es algo
más que él. ¿Dónde están los otros? Hay quienes aseguran que tras muestra
imagen de vida, tras nuestro vivo ser, hay miles de muertos… miles de vidas.
¿Quién escribe, entonces el poema?
A veces
-no siempre, pero a veces-
alguien
nos dicta, nos conduce
de un
acto a otro,
somos
un instrumento,
nada
más un muñeco con hilos invisibles.
¿Quién
es, o quiénes son
o quiénes
somos?
Jaime Sabines no tiene la
respuesta. Nadie la tiene. Pero la pregunta es tan importante como la respuesta.
No se crea, como algunos creen, que es fácil, sencillo, cómo preguntar.
Desgárrarse el poeta en su preguantas sin respuestas y en su charco de vida se
ahoga sin ver la posible orilla, y se dice para sí mismo: “He repartido mi vida
inútilmente entre el amor y el deseo, la queja de la muerte, el lamento de la
soledad.
Me aparté de los
pensamientos profundos, y he agredido a mi cuerpo con los excesos y he ofendido
a mi alma con la negación”. El poeta se atormenta. Huye por sí mismo y no sabe
dónde ir. Es un hombre.
En Dios
descansa el hombre.
Pero
mi corazón no descansa,
no descansa
mi muerte,
el día
y la noche no descansan.
Hijo y padre de su
cansancio y de sus miedos. Hay un gran miedo en el fondo de esta poesía, un
miedo que no se atreve a enfrentarse consigo mismo:
Nadie
sino el hombre pudo inventar el suicidio.
Las
piedras mueren de muerte natural.
¿Será cierto? ¿No somos
acaso nosotros las voces de las piedras? Pero: “El agua no muere”. Y agua son
las lágrimas. ¿No mueren las lágrimas? Eternamente vivos en el mar y en la “boca
del llanto” y “con ganas de llorar, casi llorando”, y “uno puede llorar hasta
con la palabra excusado si tiene ganas de llorar”. Jaime Sabines, como León
Felipe, es un poeta lavado en llanto:
¿Qué
hago yo con mis huesos a esta hora?
Desnudo
de mi piel y de mi pelo
a media
calle estoy llora y llora.
Con su hambre de Dios en
llanto y duda, el poeta, camina “mojado por la llovizna de la muerte”. Esta
muerte, como una lágrima, a la que tanto teme y de la que tanto espera:
Todas las voces sepultadas
en el enorme
/panteón
del aire
Que rodean la tierra
revivirán de pronto para
decir que el hombre
/sólo es eso,
un sonido extinguiéndose,
una risa, un
/lamento,
penetrando en su muerte,
como en su
/crecimiento.
Jaime Sabines, cercado,
apaleado por la muerte, no quiere
creer en ella. Y renace
por su canto con afanes de Dios:
Ahora
puedo hacer llover,
enderezar
las ramas torcidas
levantar
a los muertos.
Hágase
la luz, digo,
y toda
la ciudad se ilumina.
¡Qué
fácil es ser Dios!
Pero la ebriedad, el don
de la alegría se esfuma con rapidez en Jaime Sabines. El dolor de vivir pocas
veces lo abandona:
No somos
nada, nadie, madre.
Es inútil
vivir
pero
es más inútil morir.
Sin embargo, la raíz
religiosa, a qué negarlo, que transita por esta peosía, sigue creyendo,
alentado, por más que se quiera disfrazar de mil cosas…¡hasta de fatalismo!,
pues lo fatal es parte ineludible en la palabra de Sabines:
Yo no
tengo ideas.
Siento
pánico ante los hombres inteligentes.
Yo no
puedo decir “haré esto”,
no tengo
voluntad para nada.
Dejé
de buscar explicaciones hace tiempo.
Tomo
lo que traen las horas
y a
todas digo sí, nada más.
¿Ha llegado el poeta. como
Lao-Tse, al Tao? No lo sabemos, pues Jaime Sabines, nacido en Tuxtla Gutiérrez,
el 25 de marzo de 1926, quizá aún nos reserve grandes sorpresas. Su voz está
muy lejos de haberse consumado.
FOTOGRAFÍA TOMADA DEL BUSCADOR DE Google.
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Jaime Sabines Gutiérrez