FOTOGRAFÍA TOMADA POR:
Fernando Emilio Saavedra Palma.
EL CAOS ES MARAVILLOSO
MARAVILLOSO ES EL CAOS
Autor: Juan
Cervera Sanchís.
LIBERTAD
Muere
un día más. La brisa
acaricia
las hojas de los árboles.
Humos
o efluvios lentos sobrevuelan
los
valles y los montes. Aparecen
los
astros en el cielo. Alza un hombre
su
frente hacia la altura. De repente
mira
a izquierda y derecha, se cerciora
de
que nadie vigila en torno suyo,
y
escribe LIBERTAD
sobre la tierra.
EL CAOS ES
MARAVILLOSO
ESTOY
FRENTE a la pared en blanco, condenado a no hacer nada, ¡nada! ¿Sabes tú lo que
es eso? Te ríes, sí, te ríes, pero no te reirías si tuvieras conciencia de lo
que es estar horas y horas, que se convierten en siglos, frente a esta pared
donde podría uno escribirlo todo y, sin embargo, no es permisible escribir
nada, no siquiera imaginarlo.
Hemos llegado a la sociedad perfecta y un hombre (o una mujer) no se
morirán de hambre y podrían tener su recuadro y su televisor si se adaptan a
mirar durante ocho horas una pared en blanco y están dispuestos a aceptar las
órdenes de la direccional trascendente. Los parias de los tiempos pasados tal
vez soñaron que esto era la felicidad, pero, ¿crees tú que esto es la
felicidad? De sobra sabes que no lo es. Pero es perfecto, te atreverás a
decirme. Yo te contestaré muy claro: no seas hijo… Pero esto es anacrónico y no
tiene sentido, porque tú y yo somos hijos de computadora. Así es. ¿Qué pasa
conmigo? ¿Interpreté demasiados microfilmes históricos? No lo sé pero cada día
estoy más en contra de la perfección; de mirar y mirar esta pared en blanco
intentando no pensar, no hacer nada o, como más, pensando y accionando en la
línea perfecta.
Es posible que yo esté loco, porque
sueño cometer un error: dejar de mirar la pared en blanco, mojarme los dedos de
verde y pintar una de aquellas aves que, en las películas del pasado, volaban
sin necesidad de motores artificiales. Te confieso que desearía ser una de
aquellas aves aunque estuviera arriesgando cada segundo la vida y corriera el
peligro de morir de hambre.
Estás mal programado, me has dicho,
tendré que acusarte con O-W para que te reprogramen, no te he contestado. ¿Para
qué? Sé que, de cualquier manera, tú estás perfectamente programada, irás en
busca de O-W y le dirás: 333333 necesita un reajuste. Eso será fin de semana.
Es irremediable. ¿Qué puedo hacer sino resignarme? Pero y a ves: no me resigno,
no puedo hacer sino resignarme? Pero ya ves: no me resigno, no puedo resignarme
y aunque sigo mirando la pared, esta blanca e interminable pared, estoy
imaginando lo incorrecto, lo que yo anhelo imaginar, ¿Qué cómo es posible que
yo anhele? No lo sé. Soy un fenómeno. Y no soy el único. Muchos números como yo
están reaccionando lo mismo. ¿Será un virus? No lo sabemos, pero estamos
cansados de mirar y mirar la pared en blanco y de pensar y de accionar en la
línea perfecta. Buscamos retroceder hacia los días imperfectos. Sabemos (al
menos yo lo sé) que no es lo debido. ¿Qué es lo debido? Para la direccional
trascendente obedecer, mirar durante ocho horas una pares en blanco y luego
(los llamados días de descanso) hacer el amor, ver el televisor y tomar nuestra
medida de alcohol para volver a la labor, es decir: a mirar la pared en blanco
y hacer lo que hay que hacer. Yo quiero hacer algo diferente: caerme, no
desayunarme un día, hacer el amor un día fuera de lo programado, ponerme a
cantar, mirar las estrellas por mirarlas, y no para investigarlas, y saber lo
que hay que saber, porque yo de pronto sospecho que hay algo más que esta
perfección, que esta seguridad; que la direccional trascendente y esta pared en
blanco. Lo sospecho. Más: lo palpo. Tú dices que lo único que me pasa es que
estoy mal programado, pues que me dejen así, mal programado. Tú no has
estudiado historia, pero hace muchos siglos se decía que los gitanos estaban
mal programados y los mandaron matar a todos.
La verdad era otra: los gitanos se
negaron a dejar de ser libres. Eso era todo. Yo lo sé. Yo lo he deducido. Claro
que tú, que estás maravillosamente bien programada, no puedes decir nada. Lo
entiendo. Irremediablemente (desdichada pareja mía) irás al recinto de O-W y le
dirás… sé muy bien lo que le dirás. Y te podrás triste y alegre a la vez,
porque creerás que estarás salvándome y que volveré a ser el de “siempre”
cuando me reprogramen, y estaré como siempre aquí junto a ti, silencioso,
obediente y mirando esta pared en blanco, interminable, sin ir más allá de los
límites. ¿Podrán los reprogramadotes ajustarme hasta tal punto? ¿Admitiré de
nuevo la perfección que las leyes y el sistema proclaman? Es algo que no sé, es
algo que no quiero. Te juro, te lo juro: yo no quiero volver a ser perfecto,
prefiero este dolor de lo imperfecto, esta angustia de la criatura mal hecha
que me lanza hacia el pasado y hacia el futuro y que se niega a reconocer la
perfección del presente. Ya sé que no es lo que debiera ser, que la Gran Computadora, a causa de ello, puede
empezarse a inquietar y decidirse a hacer experimentos y eliminar a los números
presentes y crear otros nuevos. Ello sería destructivo para todos. Pero te
confieso que podríamos decidirnos nosotros y anticiparnos a la computadora y destruirla
a ella. No, no te asustes, no tengas miedo. Es lo que estoy pensando, porque
resulta que algo me ha hecho pensar y ya no puedo volver a ser el que era. Tú
crees que todo es por causa del desajuste que sufro y que si se me
reprograma... Yo ya no creo en las reprogramaciones, yo en lo único que creo es
en la imperfección y en la libertad de errar. Deseo continuar en el error. La
perfección es monótona y terrible. Es la muerte. Estamos muertos, sí; estamos
muertos al no poder morir. ¡Hace siglos que aquí nadie muere! Pero, ¿es eso la
perfección? Yo pienso que hemos detenido el proceso. O-W debería saberlo
también. ¿Te imaginas a una mariposa que permaneciera por siempre en el estado
de larva? Eso es lo que pasa con nosotros; el proceso de la realidad
metamorfósica ha sido detenido al no poder morirnos y eso es lo que hace todo
esto insoportable para aquellos que al detenerse el proceso percibimos la
imposibilidad de la necesidad. No, no es esto la perfección, la perfección es
algo que no sospecha la direccional trascendente y empieza en verdad cuando se
deja fluir la realidad en su “imperfección” evolutiva. No me entiendes. Es
inútil, es inútil que yo intente contigo el desajuste. Tu programación está
perfectamente controlada. Aunque quizá... Sí, pueden ocurrir muchas cosas. No
soy el único que se declara en rebeldía frente a la pared en blanco. ¿Conoces
la palabra domesticar? Los gatos como los gitanos se negaron a aceptar y
también fueron exterminados. Pero he ahí que retoñan los gitanos y los gatos. Si
me ves bien yo soy una especie de gato y de gitano. Es un disparate, pero es lo
que quiero ser: disparate, desvarío imprudente, paradoja, ficción. Es lo que
quiero SER. No, no puedes entenderlo. Ser está muy lejos de lo programado, de
la pared en blanco. De esa perfección cronométrica que tú eres, que son todos
aquí, número a número y letra a letra. Yo no, 333333 no. Y no estoy solo,
créeme, que no estoy solo. Algo me dice que ya somos muchos. ¿Por qué no tú?
NO
TE rías por favor, no te rías, no vuelvas a decirme: estás mal programado.
Déjame ser imperfecto. Déjame equivocarme, déjame solar que soy una de aquellas
aves que hubo en otro tiempo, que no necesitaban de motores para volar y que
arriesgaban cada instante sus vidas y se exponían a morir de hambre. Esta
comida no me basta, esta seguridad no me basta. ¿Ah!, esta seguridad extrema.
Aquí todo es seguridad. Basta mirar una pared en blanco y obedecer para poder
subsistir. ¿Es bastante? No, no es bastante. Esto no es bastante. Y según los
microfilmes históricos por esto murieron, pero ¿para nosotros? Te confieso que
quiero morir y pudrirme y ganarme el olvido, mi olvido, porque esta pared,
paradójica memoria en blanco, es el peor de los martirios; esta pared en blanco
frente a la que dicen debo cumplir mi perfecto trabajo, mi destino perfecto...
No sé, no recuerdo, 444444, qué
tiempo ha pasado exactamente. Es posible que hayan sido miles de años. No lo
sé. Ha pasado el tiempo y yo sigo aquí frente a esta pared en blanco. Ha
sucedido algo insólito: Yo, 333333, he descubierto que puedo llorar. ¿Sabes tú
lo que es eso? No lo sabía yo. Había leído algo de lo que suelen decir los de
la direccional trascendente sobre las lágrimas. Es lo que tú has leído. Ya
sabes:
Las lágrimas eran humores que segregaban por la glándula lagrimal los
seres primitivos que habitaron en el pasado imperfecto en este planeta. Era un
signo de impotencia. Superada aquella edad impotente la especie evolucionó y
dejó de llorar, pues el nuevo sistema consolidó para todos una realidad feliz.
Tú ya sabes, 444444, que es eso lo
que está escrito y es lo que debe ser, pero, ¿cómo explicar que yo pueda
llorar? ¿Quiere decir que no hubo tal evolución? ¿Quiere decir seguimos siendo
impotentes? Estoy dispuesto a escuchar a O-W. Iré cuando tú digas. Quiero saber
por qué estoy llorando, por que quiero ser imperfecto y errar; por qué estoy
cansado de esta perfección que se traduce en estar aquí sentado y fijo, fijo,
fijo en esta blanca pared. La verdad, te confieso, que quiero seguir así:
llorando y sin poder entender nada. Estoy convencido de que no es posible
entenderlo todo como aseguran los de la direccional trascendente. Siento que
algo muy importante se nos escapa y es por ello que esta perfección empieza a
dolernos a más de uno de nosotros, apenas ayer números dichosamente exactos.
Quisiera decirte algo que aún no te he dicho. La otra tarde subí al trasladador
camino de mi recuadro. Íbamos, como siempre, una partida de mil números, todos
333333, cuando de repente vi a un 777777. Nos miramos y descubrí que estaba
llorando. O-W hablaba desde la pequeña pantalla de televisión por el Canal de
los consejos y decía, como siempre:
Piensen, piensen que al fin cumplieron con su jornada y que la felicidad
los acompaña. No tienen por qué preocuparse, todo está perfecto. Cada uno de
ustedes es perfecto. La perfección es la madre y señora de cada uno de nuestros
días. Vayan felices a sus recuadros para mañana volver más fortalecidos a ver
la pared en blanco y así cumplir con los científicos imperativos de nuestro
científico sistema ¡Viva la ciencia! ¡Viva la pared en blanco!
Como es común cada tarde, todos a
una respondieron con el viva triunfalista que tan feliz a O-W. Únicamente yo,
333333, contra 999 333333 yoes similares, y aquel 7777777 no respondimos. Los
detectores debieron indicárselo a O-W. ¿Por qué no nos ha buscado para
reprogramarnos? No lo sé. Algo está pasando que escapa a los detectores, que no
acaba de descifrar O-W. Y ello me alegra, me hace feliz, porque es parte de la
imperfección que estoy descubriendo como un gozo distinto a la perfección.
Me bajé del trasladador en mi
recuadro y, contra la ley y la lógica y la luz matemática, 777777 me siguió
hasta él. Y allí pudimos hablar de muchas cosas. Sabíamos que nos vigilaban,
que estaban grabando cada uno de nuestros actos, de nuestras palabras, pero no
nos importó.
-
¿Por qué me has seguido hasta aquí?
Pueden desarmarnos y encerrarnos en la cárcel de los óxidos.
-
Porque es mi deseo, 333333.
-
Tú también sabes de deseos, 777777
-
Sé de deseos. He llorado. Y estoy
hastiado de mirar y mirar la pared blanca del trabajo. Yo no quiero volver a
mirar esa pared, yo no quiero trabajar. Sueño hacer algo distinto.
-
Pero nosotros no tenemos derecho a
soñar. No podemos soñar según el código de la direccional trascendente. Tú lo
sabes.
-
Lo sé, pero también sé algo más. Y sé
que quiero morir.
-
¿Morir?
-
Sí, no hemos muerto nunca, pero yo
necesito morir. Vivir siempre cansa y resulta del todo inútil.
-
Es lo que yo quiero, y también ser
imperfecto.
-
Esta perfección es horrible.
-
Pero nos están vigilando. Tú lo
sabes. Vendrán por nosotros...
-
Que vengan, que vengan y acaben con
nosotros. Sé que así nos perderán ellos y nos ganaremos nosotros.
-
Pero ¿y si nos reprograman?
-
Quizá ya no puedan. Hemos escapado de
alguna manera de su control. Lo imperfecto es así. Los 333333 son
historiadores, ¿no?
-
Así es. Y los 777777 son matemáticos,
¿cierto?
-
Cierto. Pero como ustedes no creen en
la historia (o por lo menos tú), nosotros (o por lo menos yo) ya no creemos en
las matemáticas, porque hemos descubierto que lo esencial está más allá de todo
cálculo.
-
¿Qué debemos hacer?
-
Vivir y morir
-
Es lo que nunca hemos hecho. Tú ya
sabes. Según O-W lo único que debemos hacer es mirar la desesperante pared en
blanco. Nada más.
-
¡¡¡No!!!
Luego, 777777, volvió a tomar el trasladador que pasaba en aquellos
instantes con 999 777777. se perdió entre ellos. Yo sé que algo está pasando mi
querida 444444. deseo que me entiendas, que no te rías de mí y que te olvides
de solicitar mi reprogramación. Déjame ser de este modo. No quiero ser de otro
modo. No me gusta pertenecer a la serie. Sea yo 333333, pero a la vez diferente
a cada uno de los 999 333333 que existen. ¿¡Entiéndeme!? Te contaré una
historia:
“Había una vez, lo leí en un microfilme, un hombre que quería ser libre,
pero no sabía muy bien lo que era la libertad. Luchó y luchó durante años por
alcanzar su deseo. Perdió en ello su casa, su esposa, sus hijos... Lo perdió
todo y cuando creyó ser libre descubrió que era más esclavo que nunca”. Nuestra
sociedad perfecta se parece mucho al hombre de esta historia. Cree ser perfecta
y es en realidad desgarradamente imperfecta. ¿Qué es la perfección, 444444?
Pregunta a todos los números que se te aproximen. Pregunta a O-W. Todos te
dirán lo mismo: obedecer, mirar la pared en blanco. Hacer lo que hay que hacer.
Pero ¿qué es lo que hay que hacer? Nadie lo sabe. ¿Lo sabes tú?
-
No lo sé, 333333, no lo sé, pero sé
que tú estás enfermo, que necesitas urgentemente ser reprogramado. Es lo que me dices. ¿No sabes decir otra
cosa? ¡Di otra cosa!
(Más allá de los números, donde la rosa no presumía de su
perfección y el ruiseñor cantaba sin grabar sus canciones, los ríos bajaban
trasparentes hacía el mar. Más allá de los números el agua se estremecía y con
vocación de lluvia acariciaba las tierras recién sembradas. Más allá de los
números las alondras gorjeaban y el alba se arropaba con soles cálidos. Más
allá de los números las paredes blancas se encendían de ventanas y el universo
volvía a encontrar el sabor de los besos. Más allá de los números…
-
333333 ESTAS LOCO –me dijiste-.
¿Quién te enseñó esas locuras? ¿Acaso no sabes que los números rigen el
universo y que Dios es un número?
-
Tal vez sea el CERO –te contesté- y
una lágrima en forma de antinúmero todo por mi mejilla. Sí, estaba llorando por
ti 444444, estaba llorando por todos los números y sobre todo por los días
perfectos y por la direccional trascendente. Sabía que los números no podían
llorar y mucho menos la direccional; sabía que no conocerías el gozo finito de
la imperfección y mucho menos el sabor imperfecto de lo infinito. Yo me había
transformado en número fingidor y ello era algo muy distinto a quedarse fijo
frente a la pared blanca de la “realidad”. ¿Realidad? ¿Realidad? Pero ¿qué es
la realidad? Puede ser todo y mucho más, pero no unos ojos mirando fijamente
una pared en blanco.
(Es aquel tiempo llovía. Olía a ozono el aire. El retumbar de la
tormenta nos iluminaba la sangre y las raicillas de las flores se estremecían
en la tierra del jardín. Los imperfectos abrían los balcones y miraban el
horizonte y el mar aún no había muerto... La vida era un emporio, un emporio te
digo y ya es bastante. Llovía, llovía en aquel tiempo y mi mente se deleitaba
escuchando el cántico del agua en el tejado).
-
Por favor, 333333, vuelve en ti. No
es posible que sigas perdido en las multiplicaciones erradas. Suma, resta o
divide, pero en la realidad.
-
Mi 444444, déjame llorar y delirar,
déjame aproximarme al sol y perderme en su fuero... No quiero más todo esto: un
recuadro, un televisor, la rutina del trasladador y la desesperación en blanco
de tener mis ojos clavados en la pared en blanco.
-
Es la realidad, es la realidad.
¡Acéptala como siempre la habías aceptado!
-
No, no, no me manipules en nombre de
la realidad. La realidad dice, ¿qué es la realidad?
(Las nubes cruzaban la bóveda celeste. El niño le preguntó al pastor de
nubes. “¿Es cierto, señor, que las nubes son la residencia de los sueños?” “No,
son los sueños la residencia de las nubes? Y las nubes se iban, como todo se va
desde siempre. ¿Para volver? Nadie sabe nada de nada y menos de sí mismo. Sí,
las nubes cruzaban la bóveda celeste. El niño le preguntó al pastor de nubes:
“¿Podrías regalarme aquella nube verde para alfombrar mi jardín?” “Claro que
sí, todas las nubes te pertenecerán mientras sigas siendo niño”.)
Sigo, sigo, frente a esta pared en
blanco, frente a esta pared. Sigo en blanco, en blanco... La sociedad perfecta
es perfecta. La perfección es así. ¡Así! Te lo ruego 444444, ¡Permíteme ser
imperfecto! ¿Permíteme ser gato y gitano!
En mí recuadro pienso en 777777, ¿lo
volveré a ver? No lo sé. En realidad es imposible saber lo que va a pasar
después de que escriba esta palabra. ¿Lo sabes tú? He ahí la virtud de haberse
escapado de la línea programada por la direccional trascendente. El caos
siempre será maravilloso.
-
Vuelve, vuelve 333333, ¡vuelve!
Frente a una pared en blanco no debería surgir lo inevitable. Frente a
una pared en blanco la concentración debería ser perfecta. Frente a una pared
en blanco la imaginación debería estar concentrada en sí misma. Frente a una
pared en blanco las desviaciones deberían ser imposibles.
Me lo has repetido mil veces, dos
mil, tres mil... Infinidad de veces 444444, pero yo... Sí, yo te he dicho mil
veces, dos mil veces, tres mil veces... Es inútil. El divorcio se ha dado, ¿qué
podemos hacer? La libertad y la cárcel nunca podrán vivir bajo el mismo techo.
¿Sabes qué pienso? No lo sabes. ¡Qué lejos te veo, 444444! Este 333333 es otro
muy diferente al que tú crees. Puedes ir ya en busca de O-W. Haz lo que
quieras. Denúnciame.
(Reloj de agua: artificio para medir
el tiempo por medio del agua que se va cayendo de un vaso a otro, Clepsidra.
Sí, como el agua se va cayendo de un vaso a otro y mide el tiempo. ¡Pero yo no
quiero medir nada! Reloj de arena: artificio que se compone de dos ampollas
unidas por el cuello y con el que se mide el tiempo. ¡Pero yo no quiero medir
nada! ¿Por qué, 444444, te empeñas en hablarme del tiempo? Mi abuela tenía un
reloj de flora, ¿qué abuela? Mis nietos tendrán relojes de cuarzo. ¡Calla!)
La verdad es que yo sigo frente a
esta pared en blanco. ¿Has oído hablar de los dioses muertos? Un dios muerto
vagando por el templo entre adoradores vivos. Es muy frecuente. Y yo pienso en
la direccional trascendente. No me preguntes por qué. Estoy cansado de los
dioses muertos, estoy cansado de esta pared en blanco, en blanco. Destruyamos a
los dioses muertos. Si están muertos, ¿por qué nos empecinamos en hacerlos
vivir con el único fin de que nos esclavicen? ¿Qué vocación de esclavos es la
nuestra? Redescubramos nuestro origen, nuestro destino, que está más allá de
esta subperfección repetitiva, mohosa y sin alas. Sí, he oído millones de veces
las palabras de O-W, las conozco de memoria, pero ¿hacia dónde conducen?
¿Recuerdas la historia del carcelero? No, no la recuerdas. Te la contaré:
“Un día el carcelero descubrió...”
-
Sigue contándomela, ¿por qué no
sigues contándomela, 333333? Me dijiste...
-
444444, esa es toda la historia. ¿Acaso
no comprendes que esa es toda la historia? El resto está en tu mente y en tu
corazón, porque tú eres el carcelero y debes averiguar el final.
-
Por favor, 333333, recapacita. Vuelve
en ti, vuelve a mí –suplicaste. Yo... Sí, yo cruzaba otro espacio y otro
tiempo, a pesar de la pared en blanco.
-
Es la locura, 333333 –me dijiste-. Es
la locura. Estás loco. Retorna a la razón. La razón. La razón.
-
Y al orden. Y al orden. Y al orden. Y
al orden. Y al orden
Yo miré la pared en blanco con todo mi odio. ¿Odio? ¿De dónde brota este
odio? No, yo no debería odiar, yo únicamente debería “amar” y obedecer. ¿Qué
está pasando aquí? Lo cierto es que O-W no quiere o no puede hacer nada: que la
pared en blanco siga estando frente a mis ojos, que el trasladador me espere a
la hora señalada, que mi recuadro, que el aparato televisor, que... ¿Es lo
cierto? ¡Es cierto lo cierto o, por el contrario, lo cierto es lo incierto?
444444, ¿soy yo 333333? ¿Eres tú 444444? No hay memoria sin olvido. ¿Dónde está
tu memoria? ¿Dónde está tu olvido?
Esta pared en blanco, esta pared en blanco. Necesito huir, ser gato y
gitano. Entrar en el recinto de la imperfección.
Tú me ves aquí sentado. Tú te me acercas. Tú me tocas. Tú aseguras que
yo, 333333, estoy aquí, que no he ido (porque no puedo ir) a ninguna parte, que
nunca iré más allá de esta pared en blanco, del trasladador, del recuadro, de
la pantalla del televisor. ¿Nunca? Nunca,
como siempre, está lleno de
incertidumbre. Yo sé lo que sé. ¿Qué es lo que yo sé? Acaso tú nunca llegues a
sospecharlo por más que te lo grite al oído. Te lo he dicho. Te lo he repetido
hasta la saciedad. Tú... ya lo veo. Para ti todo es como es. Y tú me ves aquí
sentado. Tú te me acercas
- 333333 –me dices.
Yo callo. He aprendido a callar. He aprendido a mirar sin ver (no
siempre) la infinita y tan finita pared en blanco; esta pared en blanco de mis
odios. Gracias a ella he descubierto el odio y, con el odio, parte fundamental
de la vida. O-W cada instante está más lejos. Y sus palabras. He descubierto el
movimiento y, con el movimiento, el cambio. Parecemos detenidos, pero ¿lo
estamos en realidad? ¿Estamos detenidos aquí y ahora frente a esta pared en
blanco? O-W dirá una y otra vez que sí. También tú. Yo no. Digo yo que no a
tantos síes enmascarados como tratan
de acercarnos, de cercarme. Y odio y odio. Y, también, amo. Sí, quiero no estar
aquí. Y no lo estoy. Por la imaginación del gato. Por los sueños del gitano...
Los obeliscos se derrumban y la pared en blanco aparece pintada de verde, de
blanco, de amarillo, de negro. Una gran ventana roja me lleva hasta la raíz de
los cabellos del sol y ardo en los cabellos del sol. Arder es hermoso. ¿nunca
has vivido en el fuego como llama, mi amada 444444? Tú, nunca. Este fin de
semana. ¡Ven a mi recuadro! Allí. Gitanos, sigilosos, asaltando al misterio...
que cruzaban un bosque en busca de un río. Las hojas del alerce seguían
goteando. La Luna. En la edad de las piedras los caracoles sin edad dejaban sus
huellas. Los diosecillos subterráneos aparecieron de pronto entre las briznas
silbando. Un gitano rezagado conoció el miedo y echó a correr. Las hojas del
alerce seguían goteando. Tú despertabas a mi vera y, por un instante, tú carne
me supo a dioses.)
-
333333, ¿dónde te has ido?
-
Ya te lo decía yo, ya decía yo,
444444 que, aunque me ves sentado aquí, y te me acercas, y me tocas, y aseguras
que estoy... Asegurabas. Empiezas a darte cuenta de que no es verdad lo que
tocamos y vemos, que no todo se reduce a este más acá, a cuanto está demostrado
por la direccional trascendente. ¿Adivinas por fin?
-
No adivino nada, no te confundas. Lo
que pasa es que tú estás mal programado, y es por eso que ya no eres perfecto y
desvarías. La perfección está en mirar la pared en blanco. ¡Mírala, 333333!
-
Sigues sin entender nada de nada,
444444. está bien, haz lo que quieras. Denúnciame ya con O-W. Que me eliminen,
que me reprogramen. No podrán. Ha pasado algo. ¡Entiendes? Ha pasado algo. La
semana pasada fue un 777777, esta semana ha sido un 111111.
-
No mientas, no me cuentes nada. Mira
tu trozo de pared en blanco. No pienses más. No pienses. No pienses. ¿Quién eres tú, 333333, para pensar? Tú no
estás programado para ello, deja a O-W que piense, que organice, que dirija...
-
Ya no puedo. No puedo seguir mirando
esta pared. Y no sé por qué. Pero sé que la cuestión del más allá me fascina. Y
creo que puedo morir, es decir: que puedo seguir cambiando y creciendo más allá
de la pared en blanco, del trasladador, de mi recuadro... Hay algo más. ¿Cómo
es posible que tú no lo puedas ni sospechar? Pero como te decía, la otra tarde
fui yo el que burlé a mis 999 333333 y me fui al recuadro de un 111111.
hablamos. Soñamos. Creímos en el más allá y te juro que fuimos felices. Y no
tuvimos necesidad de ver el televisor, de oír la voz de O-W. De nada más. ¿No
lo entiendes? Y ambos coincidimos en lo odiosa que es la pared blanca, la
seguridad y la perfección:
-
333333 –me dijo aquel 111111-, el
error está en la perfección limitante. Aquí ya todo está hecho. Aquí ya todo
está explicado. Aquí ya todo... pero es falso. La verdad, 33333, es que todo lo
real está por hacerse (y deshacerse); que nada está explicado.
-
Es lo que yo creo. Y es por lo que me
agota desesperadamente mirar la pared en blanco y no puedo oír las palabras de
O-W sin irritarme. La línea direccional trascendente oculta la verdad, no
quiere que nosotros nos acerquemos a ella. Tienen
miedo. Tienen miedo... de que sepamos y tratan de confundirlo todo para que
no podamos ver. No quieren ciegos. Nos quieren frente a la pared en blanco. Controlados.
-
Muera el control. Debemos escaparnos
del control, 333333. no estamos solos. Hay ya bastante que sienten como
nosotros. Tenemos que luchar por el más allá, por un mundo sin paredes en
blanco, por un mundo...
-
Donde renazcan los gitanos y los
gatos.
-
¡Y los poetas!
-
¿Los poetas?
-
Sí, eso somos nosotros. ¿No lo
sabías?
Esto fue lo que hablé con 111111. ya sabes que soy poeta. Y tú me has
dicho:
-
Los poetas, como los gitanos y los
gatos, son seres anacrónicos. Según O-W todos fueron exterminados. Tú no puedes
ser un poeta. Tú eres un científico-mecánicos-perfecto e inmortal. Tú no eres
ningún poeta. 111111 miente. Ya no hay poetas. No puede haber poetas, no puede
haber gitanos, no puede haber gatos... Todo eso pertenece a un pasado muerto.
El cambio fue irreversible. La ciencia lo cambió todo y somos nosotros:
perfectos y contempladores de la pared en blanco.
-
¿Somos? No, no somos. La poesía ha
vuelto salvadoramente. Ha vuelto. Sí, la poesía ha vuelto y yo la veo más allá
de la pared en blanco. Y la toco en mi recuadro cuando no permito que el
televisor la siga matando.
-
LA GRAN Computadora está tramando
algo. Sospecha algo –me acabas de decir.
Estoy pensando mil cosas, pero no quiero decir ninguna. Callo. Callo.
Pienso, claro, en la Gran Computadora. ¡Qué haga lo que quiera! Que nos
destruya. La rebelión de los números está en marcha. Nadie la detendrá. Que nos
destruya. No puede hacerlo.
-
Pero muchos de nosotros no queremos
ser destruidos. ¿por qué hemos de serlo?
-
La perfección de la Gran Computadora
es la que manda y por lo visto no sabe discriminar. Peor para ella, mejor para
todos nosotros.
-
No es justo, 33333.
-
Justo dice. Justo. Justo. Justo. La justicia nunca ha existido más allá de
nuestra imaginación... tal vez exista más allá. Vayamos hacia ella.
-
No sean imperfectos y todo se
arreglará. La Gran Computadora entenderá. Todo esto: La Gran Computadora,
nosotros. Es Obra de milenios. Es necesario salvarnos. ¡Debemos salvarnos!
-
¿Para qué? ¿Para seguir escuchando la
voz de O-W y viendo su desagradable imagen? ¿Para mirar y mirar sin más opción
la pared en blanco? Mejor que todo termine. Mejor que todo vuelva a empezar sin
la Gran Computadora, sin números en serie, sin más órdenes de la direccional
trascendente.
-
¡No!
(Los almendros en flor adornaban la ladera. Junto a la casa del
hortelano, los melocotoneros en flor, rozaban el tiempo. Jugaban unos niños
–los del hortelano- y un perro dormía. ¡Quién fuera perro! Sí, perro, para
dormir a espalda de los despertadores. En los almendros, en melocotones,
gorjeaban los chamarices. La tierra, caliente por el sol del mediodía, era una
manta dulce que nos invitaba a tendernos para ver el cielo. El aire era suave y
acariciador. El aire... Los insectos zumbaban: abejas, avispas, moscardones...
Mis ojos... Desde un universo de ojos yo lo contemplaba todo. Recuerdo aquel
tiempo. Recuerdo aquella edad y lloro y lloro... ¡Ah, los almendros en flor
adornando la ladera! ¡Ah, los rosados melocotones! ¡Y los granados!)
-
33333, ¿por qué dices esas cosas?
¿Para qué dices esas cosas? ¿De dónde las sacas?
-
He descubierto que todas esas cosas
están más allá de la pared en blanco, que alguna vez la vieron mis ojos. No son
invenciones. Ellas, esas cosas, son mis únicas
realidades.
-
Pereceremos todos a causa de locura
de unos cuantos, 333333. ¡Todos!
-
Nadie perecerá, nadie; vencerán los gatos, los gitanos y los poetas.
-
¡Calla!
-
No, no callaré. El futuro es nuestro.
En realidad el presente es nuestro. El tiempo y el espacio pertenecen a la poesía, a los gitanos, a los locos.
¡Muera la pared en blanco! Ya me cansé de ser número. Quiero ser ala. Quiero ser aire. Quiero ser sol.
Quiero ser semilla. Quiero, quiero ser. No quiero estar más tiempo sujeto a
esta roca de tántalo que es la pared... 444444, ¡ven con nosotros!
-
No irán a ninguna parte. No pueden ir
a ninguna parte. Pronto volverán a la perfección. Serán reajustados. Serán
reajustados. Algo sucedió en el centro programador de sus... Reprogra... reprogra... repro... re...
-
¿Qué te pasa, 444444? ¿Qué pasa? Tu
centro motriz parece funcionar mal. ¿Qué te pasa?
-
¿Cómo eran los gatos?
-
¿También tú? Alegría. Alegría. ¡Tú
también! ¡Tú también!
-
No, yo no, 333333, yo no. ¡N! ¡N! ¡N!
-
Tú también, sí, tú también. Déjame,
déjame que te cuente cómo eran los gatos.
-
Gatos, gatos, gatos.
(¿Cómo eran los gatos? No lo sé muy bien, pero eran bellos como el mar,
como las montañas, como las estrellas, como los bosques, porque los gatos eran
y, lo que es, es bello. Los gatos. Un filósofo los denominó los Libres y
escribió cadenciosamente de ellos: “Género de mamíferos carnívoros de la
familia de los félidos; de cabeza redondeada, con orejas puntiagudas, pupila en
forma vertical, cuando está contraída, y uñas retráctiles”. Pero esto no es
nada y en nada dice al gato. Para decir al gato hay que viajar sin equipaje por
los jardines del espacio y crecer con el alma de la yerba y detenerse en luz de
Luna en la memoria del perfume y bajar por el agua hasta el corazón de las ondinas y acariciar en la madrugada los
muslos de las nereidas y besar el
cuello de las náyades. El gato ve más
allá siempre, huele más allá y puede volar sin necesidad de tener alas. El gato
acaricia con la imaginación el vientre de las estrellas y escucha la lluvia y
juega con los relámpagos y cruza las praderas mojadas y entra en las cuevas y
habla con el campo y sube por el tronco de los árboles y en los árboles campo y
sube por el tronco de los árboles y en los árboles huecos reinventa los cuentos
de la infancia del mundo. El gato desnuda la desnudez del aire y entra al reino
del oxígeno y se pierde de súbito por la fantasía del ozono y conoce el secreto
vegetal de los olmos y se envuelve en sus sombras y salta en las manos de Dios
como una moneda milagrosa que cae de repente en las manos sucias de los
viandantes pobres y cruza las cocinas de las ventas con la mirada perdida en
los sueños del hambre y en las divagaciones del hartazgo. El gato es la
criatura sin dueño y que de nada se adueña; señor solitario que se basta a sí
mismo y que sabe viajar con los ojos cerrados o abiertos al ritmo del Universo. El gato tiene corazón de estrella, espíritu de agua, memoria de nube, imaginación de aire.
El gato viene y va posee en el presente todos los pasados y los futuros todos.
El gato vive a los siglos saboreando los segundos y es, mágicamente, vegetal al
tiempo que animal, pues conoce el secreto de los querubines y las andanzas de los arcángeles. El gato nos suele mirar desde el más allá, porque en el
fondo de sus ojos se nutre la raíz del espacio y del tiempo preñada de
primavera y domingos. El gato es una fiesta de la naturaleza, un fin de semana
ebrio de fantasías que nunca será lunes. El gato...)
-
333333, ¿dónde estoy! ¿Qué dices?
¿Por qué dices lo que dices? Escucha,
escucha... Está hablando O-W. Se
desajusta la línea trascendente. Las computadoras niñas están escribiendo
poemas. Esto es el fin, 333333.
-
¡No!, es el principio. Donde hay
poesía no puede haber fin. Corramos al trasladador, corramos. Te llevaré a mi
recuadro. ¿No te he dicho que he abierto una verdadera ventana al destruir el televisor!
El televisor también era una pared en blanco. ¡Y la peor de las paredes! Te enseñaré la podredumbre que hay detrás
de cada televisor. Vámonos de aquí, vámonos a mi recuadro, 444444.
-
¡Vámonos!
-
No puedo, no puedo. Está hablando
O-W. Debemos colaborar. Debemos impedir que la imperfección nos invada. No hay
más salvación que los días perfectos. ¿Qué está pasando? Tú hablas de gatos, de gitanos, de poetas. ¿Por
qué? Volvamos a la pared en blanco. Fijemos nuestros ojos en ella y todo
volverá a ser como antes.
-
Nada debe ser como antes. Únete a la
insurrección.
-
Insurrección, insurrección, ¿qué quieres decir,
333333?
(Todo está dicho. Nada está dicho. La niña campesina se asomó al pozo e
inventó las tortugas y con las tortugas inventó las ranas. En su trenza se
detuvo una avispa verdinegra un segundo. Los segundos son eternidades. Las
eternidades son segundos. La niña campesina fue subiendo la cubeta y se
encontró con sus ojos negros en el fondo del agua. Tras sus ojos negros creyó
ver el trigo y suspiró por la harina y el plan crujió entre sus dientes. Sí,
todo está dicho y nada está dicho. Las computadoras jamás habitaron en las
aldeas. La niña campesina, con su cántaro en la cabeza, cruzó el habar en flor
y las nevatillas levantaron el vuelo. Un mulo triscaba la yerba en la cuneta. A
lo lejos un monte se embragaba de verdes laderas. La niña campesina amaba la
vida y, vida misma, pisaba laderas. La niña campesina amaba la vida y, vida
misma, pisaba sin prisa la fina tierra del camino. En la copa de un árbol
gorjeaba un jilguero... La niña campesina se perdió en un sotillo donde la
esperaban una choza, una madre, un hermano. El salto de un perro.)
-
¡¡¡Insurrección!!! ¿444444,
entiendes?
MAÑANA, 333333, mañana te
digo. Tú me obedecías. Mirabas la pared en blanco y todo transcurría en paz. Mañana, 333333. ¿Recuerdas? Era un gozo
tomar el trasladador y entrar en tu recuadro y oír la voz de O-W. Mañana...
-
Algo te pasa, 444444, porque estas en
ayer y tu...
-
Mañana...
-
¿444444, tú también están
desajustada? Sí, lo están. Este sistema no vale para nada y hasta a sus más
fieles defensores los trastorna. Es cierto. Es cierto, 444444.
-
No, 333333, mañana... La línea direccional trascendente no da órdenes muy
claras: ¿Por qué no entiendes?
-
Es la ventaja de ser gato. Si yo no
tuviera esta psicología de gato estaría como tú en ayer fosilizado, que confundes con el dinámico mañana. Yo puedo ver en la obscuridad y no me dejo domesticar. Y no
me dejo convencer por las consignas, ni por una escudilla de “arruz” y un poco de “zanzín”. No, no acepto a la aristocracia
ordenadora. Yo soy un desmelenado, un plebeyo. Es una escala del señorío que
tú; y que los que son como tú, no pueden entender. Ganasteis durante mil años
el pode. Impusisteis la direccional trascendente, pero el fondo de escenario
humano gritando: gato, poeta y gitano. En ser mayor. Porque si te fijas bien, al contemplar un
jardín aún en un mismo y perfectamente organizado rosal cada rosa es diferente.
¿Por qué nosotros hemos de uniformarnos en mil exactos 333333 o 444444? ¿Por
qué hemos de mirar al unísono una pared en blanco? Ya sé, ya sé que la
direccional trascendente no acepta los porqués; “Guárdense sus preguntas. Guárdense
sus inquietudes. Obedezcan”. Es lo
que repite y repite. O-W. Pero... Es hoy, hoy, 444444. ¡Entiéndelo! Hoy en ti, que
es la única manera de ser realmente en nosotros.
-
No sigas, 333333 –me dices.
Yo sigo y sigo y canto una canción. Las canciones están prohibidas,
porque no es correcto cantar sino aquellas líneas vacías que la direccional
ordena, porque aquí todo son órdenes y resultados. Los resultados, ¿para beneficio de quién? ¿para qué? Si el
resultado no es la felicidad del autor de la acción que hace posible el
resultado no es más que una trampa. ¡Trampa!
¡Trampa! La pared en blanco es una trampa, 444444.
-
Tú eres la que estás en una trampa.
Tu libertad es una trampa. Los gatos son una trampa, los gitanos... Los poetas.
-
Di que también lo es el aire, la
lluvia, el bosque, el mar. Di, sí, di que son una trampa. La única trampa
existente es la direccional trascendente, O-W, tú y cuantos obedecen ciegamente
y se pierden en subyoes
miliautomatizados. ¡Esa es la trampa!
No hay más trampa que esa, 444444.
-
333333, no sabes lo que dices. Estás
mal programado. Necesitas una reprogramación. La necesitas para tu propio bien.
-
Tu programación es perfecta, 44444, y
eso me aterroriza. Creo a tus aceites y a tus cuerdas. Rómpete. Entra en la
imperfección de los gatos, tan perfecta.
-
El caos se ha apoderado de ti,
333333. Eres una máquina perdida.
-
444444, en realidad es que me estoy
encontrando. ¡Encontrando! No quiero seguir así: frente a la pared en blanco,
condenado a no hacer nada, ¡nada! ¿Sabes tú lo que es eso? Te ríes todavía, yo
sé que te ríes. ¿Por qué no entiendes? Pero no te reirías si tuvieras
conciencia...
-
¿Qué es eso?
-
¿Conciencia?
-
Sí.
-
¿No lo sabes? Claro, claro, no lo
sabes. No lo sabrás nunca quizás, 444444, y siento que será algo así como
explicarle a un ciego los colores... ¡Los
colores! No, no, no lo sabrás nunca. Pero, ¿quién sabe?
(El hombre partió el pan y al partirlo pensó en el grano de trigo y al
pensar en el grano de trigo pensó en la tierra y al pensar en la tierra se
acordó del arado y al recordar el arado vio sobre el surco al campesino y al
ver al campesino sobre el surco supo del sudor y al saber del sudor sintió el
trabajo del espacio y del tiempo (siembra
y recolección) y luego escuchó los carros que rodaban hacía el molino y se
blanqueó de esfuerzo en nombre de la harina y, blanco de esfuerzo, traspasó, en
sudada noche, las puertas de la tahona y sufrió en los amasijos y frente a los
hornos y salió aún con luz de amor, mañaneando, hacia las olorosas panaderías y
así se fue repartiendo de casa en casa, crujiente de vida. El hombre partió el pan y, al clavarle el
diente, amó el trabajo cargado de
historia, de humanidad; y supo lo
que con tanta frivolidad hemos olvidado, aunque sea inolvidable.)
-
¡¡¡333333!!!, me gritaste y tu grito,
con ser un grito, era como un aire lejano. Yo ya no quería oírte. Yo ardía en
mi propio fuego. Y fue aquel día cuando O-W nos acusó públicamente:
“Hemos registrado irregularidades
en algunas series. La direccional
trascendente está trabajando en su reparación. Nadie debe alarmarse. La Gran Computadora tiene la solución.
Sigan contemplando la pared en blanco. Sigan haciendo su trabajo regular. Tomen
tranquilos sus trasladadores y estén en sus recuadros viendo los programas
televisivos diarios. Si son interrumpidos por algunos números separados de sus
series no se alarme. Todo se arreglará muy pronto. Nuestra dicha basada en el
orden no va a ser destruida. Todo es causa de unos ligeros desajustes en el sistema,
pero el sistema está más fuerte que nunca.
¡Más fuerte que nunca! ¡Más fuerte que
nunca! Por favor repitan conmigo: ¡El
sistema está más fuerte que nunca! Sigan cumpliendo con sus deberes. Sigan. Sigan. Fortalézcanse mirando
fijamente la pared en blanco. Confíen en la direccional trascendente. No pasa
nada, no pasa nada, nada, nada, nada,
nada, nada, nada, nada, nada, nada. Simplemente hemos registrado algunas
irregularidades en unas pocas series. Calma.
Calma. Calma. Y si escuchan las palabras: gitano, gato, poeta, sepan que obedecen a las citadas
irregularidades y a unos leves fallos de
algebrización. No presten atención a esas fantasías reaccionarias pertenecientes al pasado muerto. Nosotros
estamos en el presente donde no existen los gitanos,
los gatos, ni los poetas, sino los productivos,
civilizados y ordenados números que fijan sus ojos en la revolucionaria pared en blanco”
Pararon los días sin que sucediera nada, nada... Bueno, pasó algo.
Empezaron a aparecer en el “trasladador” y en la pantalla de la televisión
reclamos sorprendentes. Todos los números estaban temerosos. Y la Gran
Computadora no parecía tomar decisiones. A su vez, O-W no volvió a hablar del
asunto. La direccional trascendente permanecía oculta. Lo cierto era que la
felicidad y el orden se estaban resquebrajando. Tú misma, 444444, me
manifestaste tu miedo:
-
333333, ¿qué misterio enemigo nos
destruye? Nuestro sistema se está enfermando a
pasos acelerados. Nuestra
dialéctica tartamudea. Dos más dos ya no son cinco, tres más tres ya no
son siete; pares y nones están en
discordia.
El cero está partido por la mitad y el uno se ha quedado sin sombra. Los
cronómetros han perdido las horas. El reloj de agua... ya ves. Y mira la
clepsidra. Y ve el reloj de arena. Y aquel reloj de flora que tenía mi
abuelita. Y los relojes de cuarzo de mis nietos. 333333, ¿qué enemigo no
detectable trata de destruirnos? Gato,
poeta o gitano, quien quiera que sea debe ser desenmascarado y destruido.
-
Ja, ja, ja –fue mi respuesta. A lo
que tú dijiste:
-
333333, estás cada vez más enfermo y
yo no quiero que tú... vuelve a la pared en blanco. No sigas en la
insurrección. Te llevarán al hospital. La Gran Computadora está trabajando.
Escúchame y podrás salvarte.
Tú no podías concebir que yo me sintiera a salvo. Al fin sabía que podía morir y poder morir es estar a salvo. Yo podía
morir. Mueren los poetas, los gatos y los gitanos y al poder morir pueden soñar
y al poder soñar pueden ser. Soy, soy, soy, soy... ¿Sabes lo que significa
ser? No lo sabes, pero, ¿te morirás sin saberlo?
-
333333, hace siglos que aquí no muere
nadie.
-
Es que no vive nadie. ¡Nadie!
-
No, no, no... no podemos volver a
morir, detuvimos la muerte, la detuvimos. Lo tenemos todo.
-
¿Todo? ¿cómo es posible que creas
tenerlo todo sin la noche-átomo-luz del
poeta?
-
Estás enfermo, muy enfermo, muy
desajustado, 333333, no hay noche-átomo-luz
del poeta. No hay poeta, no hay poeta. ¡No!
(Se aproxima la luz. La llave ha entrado a la cerradura. Oh, júbilo de
puerta. Un perfumado aire de dos hojas entra despacio y el corazón del azafrán,
se desnuda pudorosamente. Amanecerá por tus sienes. Las palabras se desdicen.
Las sílabas lloran en la fuente. El jardinero va regando con sílabas los pensamientos
de las anémonas. Por los círculos de tus venas viaja mi sangre. Tu sangre en un
vaso. El bebedor de sangre (yo) se embriaga de no cabe entre mis brazos. Los
juguetes antiguos me recuerdan la infancia del sol. La vejez de la Luna
blanquea los arbotantes. A espaldas de la prisa el tiempo es miel de Hiblea. Los sucesos del mar son mis
sucesos. Tus barcas y mis puertos. Los marineros. La luz aproximándose.
Haciéndonos suyos para siempre, para siempre...¡Y jamás!).
-
TE LO repito, 333333 –me dijiste-. Te
lo repito, la muerte ha sido superada. La ciencia nos ha hecho eternos. No
podemos retroceder otra vez y caer en el primitivismo mortal. Entiéndelo, somos
eternos. Hace más de mil años que nadie muere entre nosotros.
-
Di mejor que hace un milenio que
nadie vive aquí. ¿Acaso no te das cuenta, querida 444444, que estamos realmente
muertos o detenidos en la nada? La vida es movimiento,
luz cambiante. Cambiemos, cambiemos cada
segundo como los gatos...
-
Como los poetas y los gitanos. No,
no sigas. Eso es la irrealidad. Miremos la pared en blanco fijamente. Sigamos
las directrices marcadas. Sepamos volver cada día a nuestros recuadros y ver el
televisor. Lo contrario es destruir la felicidad, la perfección.
-
Pero yo deseo ser imperfecto, yo tampoco
quiero trabajar, es decir, mirar y mirar (¿para qué quiero mis ojos?) esa pared
en blanco. Yo quiero ver y, por supuesto mirar, todo lo que está más allá de la pared en blanco.
-
Nada hay más allá de la pared en
blanco. O-W nos lo ha dicho: “Toda la verdad se reúne en la pared en blanco,
como toda la dicha viaja cada día por el trasladador de la pared en blanco”. La
verdad es simple, 333333, no la compliques. No te enredes en tu propia
hojarasca. No te dejes seducir por la mentira. No hay más que una verdad y la
tienes ante los ojos. Haz tu parte. Clava
tus ojos en la pared y obedece y todo estará perfecto y tus problemas estarán y
obedece y todo estará perfecto y tus problemas estarán resueltos y la muerte no
te alcanzará.
-
Es imposible que me convencerá.
Distingo muy bien cuál es el esfuerzo y cuál la inanición. Prefiero el
esfuerzo, la locura lumínica, lo que nos emociona, lo que hace que nos
equivoquemos, pero ¿cómo entender el acierto sin conocer el error? ¿Cómo saber
del bien sin conocer el mal? ¿Cómo conocer lo bello sin descifrar lo feo? ¿Cómo?
-
No necesitas conocer nada por ti
mismo, la direccional trascendente te lo da todo descifrado. ¿A qué esforzarse?
¿A qué luchar? Mira, mira la pared en blando. Obedece, obedece y todo se te
dará por añadidura. No alteres el orden tratando de hacer lo que ya está
perfeccionado, vive la perfección de nuestro maravilloso sistema. La Gran
Computadora nos protege. No tenemos por qué preocuparnos. Tu mala programación
te hace caer en fantasías negativas.
-
¿Tú crees?
-
Lo sé, 333333, pero de repente siento
que... No. Sí. No. Sí. No. No. Sí. Sí.
-
¿Qué te ocurre, 444444? Tú también
estás mal programada.
-
La pared en blanco, la pared en
blanco. ¿Qué hace aquel 888888? ¿Por qué está rayando la pared en blanco? Tiene
ojos de gato, tiene manos de poeta, tienen pelo de gitano. ¡No!
Trepidó el sistema. Sí, trepidaba. 444444 rodó por el suelo. Todos
rodamos. O-W tartamudeó. La Gran Computadora... La direccional trascendente. El
trasladador después de mil años se quedó detenido. Nadie puedo volver a los
recuadros. Hubo extrañas sumas. Restas inesperadas. Hubo divisiones absurdas.
Multiplicaciones dramáticas. No recuerdo el tiempo que estuvo todo fuera de sí.
No lo recuerdo, pero soñé. Sí, tuve sueños multicolores y te voy a contar uno.
¿Quieres que te cuente uno de aquellos sueños que tuve, 444444?
-
¿Sueños? ¿Qué son los sueños, 333333?
(Las sombras descalzas se alargaban por la pradera. El poeta, de espaldas a la yerba, miraba el
azul del cielo. Cruzaba el misterio de puntilla por los salones de su corazón.
Las puertas entreabiertas daban al mar. La espuma blanqueaba los barandales. En
los candiles se colgaban los ángeles
con inocencia y olvido. Los querubines
recitaban fábulas de asombro. Alguien daba secciones de luz para ciegos en un
cuarto de azotea. En las secciones de luz siempre son posibles las más altas
visiones. Por las callejas del tacto transitaban los gitanos. Un horizonte de orejas de gatos invitaba a tejer fantasías. Las fantasías bajaban corriendo
las escaleras. La yerba, amante de la lluvia, crecía a golpes de orgasmos.
Entre las ingles de la brisa el verde del arco iris se encendía de rojos y se
precipitaba en amarillos. El poeta...
acariciaba el olvido dolido de memoria. Las sombras descalzas corrían. (¿Eran sílfides? ¿Faunos eran?) Por la pradera, sin ir a ninguna parte, sólo por el
gozo de correr.)
-
333333, escucha, escucha a O-W
–decías. Y yo no quería escuchar a nadie y menos a O-W. En mi mente bailaba la
imagen de 888888 rayando la pared en blanco. Las rayas estaban allí como surcos
de sangre, pero abriendo rendijas a la
esperanza.
“La Gran Computadora está furiosa –era la voz de O-W-. Todos
los 888888 serán destruidos. Los reparadores empezarán a trabajar en unos
minutos para que la pared vuelva a su estado natural y el sistema siga en
marcha”.
Fue entonces cuando llegaron los reparadores en nombre de la direccional
trascendente y descubrieron que no sabían cómo reparar la pared. El sistema
tendría que acostumbrarse a las rayas hechas por 888888. también así, es la
inevitabilidad, el sistema tendría que seguir soportando los desatinos de los
888888. las rayas y los reclamos se multiplicaron. Los números se mezclaban
entre sí antimatemáticamente. El caos se podía pulsar por todas partes. Se oían
maullidos y cantos. Los gitanos
invadieron los recuadros, el trasladador y, en la pantalla de televisión,
aparecieron unas franjas verdiblancas. “Limpio.
Limpio. Limpio”. “Muera la Gran Computadora”, “La línea direccional no va a
ninguna parte”: “La pared en blanco pertenece al pasado”. Eran algunos de los
slogans. Tú, ay, 444444, seguías empeñada en defender el óxido:
-
Es urgente volver a reconstruir la
realidad. Estamos heridos de fantasía. Terminaremos destruidos totalmente. Tú,
333333. tienes que ayudarme. ¡Tienes que ayudarme! ¿Dónde está O-W? Escuchemos
a la direccional trascendente. La Gran Computadora no miente jamás.
-
Todo es mentira. Todo es mentira. Y
la Gran Computadora es la primera gran mentira. No hay verdad, como no hay nada
duradero. La pared en blanco era un mito. Nosotros somos mitos efímeros.
¡Despierta de una vez, 444444!
-
Despierta tú, despierta tú. ¿No te
das cuenta que estás soñando? Nadie ha rayado la pared en blanco, nadie, nadie, nadie. Todo está perfecto.
La perfección nos protege por todas partes. Lo contrario no ha sido más que una
pesadilla, una invención de tus sentidos desajustados. Tu mala programación te
ha hecho inventar todo esto y hasta pusiste palabras en mi boca que yo nunca
dije, desdichado 333333,
Te juro que dudé de mí. Y más cuando vi a los mecánicos ajustando una de
mis piernas. ¿Qué estaba pasando? Miré la pared en blanco y no la vi. Estaba en
mi recuadro. En la televisión O-W movía los labios, pero yo no podía oírlo.
¿Qué estaría diciendo? ¿Me estaba volviendo loco? No lo quería creer. No podía
creerlo. Mis sueños no eran sueños. Todo era real, muy real. Pensé que tratabas
de engañarme. Sin embargo, los mecánicos estaban allí. Me acordé de 777777.
“Se
de deseos. He llorado. Y estoy hastiado de mirar la pared blanca del trabajo.
Yo no quiero volver a mirar esa pared, yo no quiero trabajar. Sueño hacer algo
distinto”.
Pensé. Pensé. Creí adivinar. Fue cuando
me arrojé contra los mecánicos y comenzó mi huida con el dolor clavado en mi
pierna desajustada.
NO
HAY cosa peor, te digo, que huir y huir, sin saber hacia dónde. ¿Desde cuándo
estoy huyendo? No lo sé. Sí, palabra que no lo sé, pero estoy huyendo. Huyo. Me
he mezclado con los 222222, con los 555555. Me he mezclado con pares y nones.
He entrado en recuadros ajenos. He golpeado la pared en blanco. Nada. Siento
que me persiguen. Lo siento. No veo a mis perseguidores. Es peor sentir en la
incertidumbre. Que ver en la certeza. Yo huyo sintiendo en la incertidumbre. No
sabes lo que es eso. No lo sabes. Es terrible. Pero necesito huir de las
órdenes de la direccional trascendente, del hálito de la Gran Computadora, de
O-W, de ti, 444444. tal vez de mí mismo. Necesito
huir. Y me duele esta pierna donde me dan espantosos toques eléctricos. No
puedo detenerme. Veo en la pantalla del televisor colectivo reclamos de muerte:
“Mueran los gatos, los poetas, los
gitanos”. Y escucho la voz de O-W; “Serían recompensados aquellos que nos
traigan números rebeldes, vivos o muerto”. Yo soy un número rebelde. La muerte
me acecha. Pero te digo algo, con toso y todo, me hace feliz. Es paradójico. He
podido establecer contacto con otros números insurrectos y, ¿sabes dónde nos
reunimos? No, no lo podrás adivinar: estamos protegidos por la propia Gran
computadora, pues nos escondemos en las partes desatomizadas de su gigantesco
sistema. Al menos aquí, y yo no estoy loco, no veo la pared en blanco, por más
que vea cables de colores. Pero me recuerdan al arco iris primitivo. Es verdad
que debo seguir huyendo, que tenemos que seguir huyendo, pero ¿dónde está la
salida? ¿Hacia dónde? Un 222222, asegura que hay una salida y por ahí se llega
a un mundo donde hay sol, aire no artificial y gatos y poetas y gitanos. Ellos quedaron fuera del
sistema y están allí. Y son. Nosotros, ¿ya ves? Buscaremos la salida y
abandonaremos para siempre esta inmortalidad inútil. Me duele mi pierna. Estoy
angustiado. Pero mi voluntad está firme. No volveré, 444444. ¡No volveré! No
sabrás nunca esto que pienso, esto que escribo y voy dejando en estas láminas y
deshechos. Creo en el futuro. Me duele una barbaridad mi pierna. Me duele
mucho. Sueño con un poco de “arruz” o de “zanzín”. Quisiera... pero no volveré,
4444444, no volveré ya más a mirar la pared en blanco. Tengo que seguir huyendo
y huyendo sin saber con claridad hacia dónde, mordido por este sentir que, en
la incertidumbre, me envuelve y martiriza. Mas no creas: el dolor da
profundidad al existir. Siento que existo. Mi pierna... mi pierna. No sabemos
aquí cuándo es hora de trabajo o de descanso. No sabemos nada. Se palpa el caos
y se abraza uno al ser. Es posible que nos estemos ya muriendo. Sin “zanzín” y
sin “arruz”, todo es posible. Pero seguiremos aquí buscando. Por lo menos yo.
Respondo por mí. Escucho baladas lejanas en la noche; presiento un danzar
gitano y los gatos maúllan y maúllan. El Universo
tiene sentido. ¡Sentido, 444444!
Nada se organiza para morir y mucho menos para explotar a nadie. Huelo el verde
aceite de la libertad. Veo horizontes verdes de botella de aceite. Chorros de
verde aceite y me baño en aceite y brillo de aceite. Soy 333333, el único. Soy yo.
¡¡¡NO!!!
-
333333, estás delirando, estás muy
enfermo...
-
Eres tú, es tu voz, 444444. Eres tú.
No, no puede ser. Yo no estoy solando. ¿Por qué me estás diciendo que pronto
“estaré bien”, que “pronto volveré a estar frente a la pared en blanco”. Mi
pierna, mi pierna.
¡¡¡NO!!!
(Fuera brillaba el sol. Un mundo de
verderones, de mirlos, de chamarices, de cenzontles, de jilgueros... incendiaba
de trinos el mundo...)
-
DESPIERTA, 333333 –oí tu voz-. Eres
tu voz, 444444. y desperté. Y tú no estabas. Y estaba yo en mí recuadro. Y O-W
hablaba como en otro idioma. Algunas palabras las podía entender, tales como
“direccional trascendente”, “pared en blanco”, “línea perfecta”, “Gran
Computadora”- lo demás no lograba entenderlo. Todo me daba vueltas y más
vueltas. Mi pierna me dolía. Me dolía mis brazos. ¿Sabes tú algo del dolor? No
lo sé. Pero el dolor pasó a mi cabeza. Luego a mi estómago. Todo era dolor y
más dolor. Sonaron los cronómetros. Y yo no podía levantarme. Pasó el
trasladador una vez, dos, las tres veces previstas y yo seguía en mi recuadro
sin entender nada. Y fue como un relámpago. Y percibí algo insólito y tres
palabras bailaron en mi mente: poeta,
gato, gitano. Y entonces fue cuando entendí a O-W. Creo que lo entendí. El
decía:
“Gitanos, gatos y poetas han
podido ser controlados. La llamada rebelión de los guarismos ha sido sofocada.
Es posible que queden por ahí algunos brotes aislados de insurrectos, pero
ellos han sido eliminados y vencidos. Nuestro
sistema ha sido salvado”. Y sonaron los himnos victoriosos. Y hubo un
desfile de números 444444, los llamados fieles. Y yo recordé. El dolor fue
ahora más que físico espiritual. Y lloré. Creo que perdí el conocimiento.
Ignoro el tiempo que transcurrió. ¿Crees tú que pueden pasar siglos sin que uno
se dé cuenta de ello? No lo creía yo, pero... ahora sí lo creo. Siglos y más
siglos. Monedas de milenios para pagar un olvido de memorias. Yo había visto en
los microfilmes históricos un día de lluvia y me dediqué a resoñar el plúmbeo
cielo de un lejano septiembre. Imaginé las hojas perseguidas de otoño de los
castaños. Desgraciadamente estaba allí la pared en blanco. La voz de O-W. El
cadáver afilado de la línea perfecta. La sombra cortante, como una navaja, de la
direccional trascendente. El peso muerto de la Gran Computadora. ¿La salida?
¡Ay!, 444444, no veo la salida. No la veo, no, y miro y ¡nada! La pared en
blanco. ¡En blanco! Te juro que quisiera ser poeta, gitano y loco; arrastrar un poco de hambre por
las praderas de la libertad. Este dolor, este dolor en mi pierna. ¿Qué es lo
que me pasa? ¡Ah este mapa de nervios encerrado en sí mismo! Pienso en... ¿En
qué y en quién pienso? Quiero pensar en mí mismo, pero ¿quién soy yo? No soy.
No soy. Frente a esta pared en blanco. Tú voz:
“333333, pronto estarás perfectamente programado y tu dolor desaparecerá
y todo fluirá grato para ti. No temas. Estás protegido, muy protegido.
Te oía y no podía comprender lo que estaba pasando. Por mi imaginación
volvían a revolar las prehistóricas aves de la ilusión y el milagro y los días
de fiesta eran de nuevo posibles. Lo imposible era palpable. A contraciencia y
a contralógica renacía mi corazón. Yo era un gitano, un gato, un poeta. Fue cuando descubrí la posibilidad del suicidio. Morir no me era
ajeno. Recordé la pared en blanco, el trasladador. Miré al vacío y creía ver el
todo.
(En aquel tiempo el corazón del agua guardaba lluvias de abril y
primaveras dormidas. Una dulzura materna rozaba los párpados del niño y las
semillas entraban en el espíritu de la tierra con vocación secreta de harina.
El aire tenía un profundo sabor a huerto florido y las frutas se agrietaban de
gozo y mielaban la luz. Un chirrido de carros lentos sobresaltaba la llanura.
El zumbido de los insectos mecía las ideas de las piedras. Las raíces de los
matojos dialogaban con los gusanos y las hormigas doradas subían sin prisa por
el tronco de los alcornoques cargados de pulposas bellotas. En la rama más alta
de un olivo, una oropéndola adolescente ensayaba sus gorjeos. El alma del
porquero (gruñían revoltosos los cerditos, de mirada vaga, tratando de
comunicarse con el dios del fango) descubría las alas de los lepidópteros y la
posibilidad del vuelo lo impulsaba a las nubes. Los lomos morados de la sierra,
telúrico animal, se arqueaban como horizonte de celajes devorados por la noche.
De súbito docenas de muchachos y muchachas desnudos corrieron por la pradera y
el Universo en emoción de génesis
cantó. Los poetas, los gitanos, los gatos organizaban el mundo y la desorganización más feliz recorría
la más paradisiaca de las abundancias. Por favor, por favor, no me vuelvas a
llamar por mi nombre. Quema mi nombre y mis apellidos y llamar por mi nombre.
Quema mi nombre y mis apellidos y arroja sus cenizas a la hontana de los
sentidos del sol, donde el corazón del agua guarda lluvias de abril y
primaveras dormidas.)
Sí, 444444, tú insistías en las
bondades de la pared en blanco y, sin proponértelo, deificabas la perpetuación
de la rutina. Para ti, quien no aceptara lo establecido, era un poeta, un gitano o un gato. La Gran
Computadora era infalible. Me lo repetías con precisión cronométrica:
-
333333, estás mal programado.
Odiaba la palabra programación, que para ti, tan próxima estaba a la
domesticación. Tú eras dichosa sintiéndote domesticada. Yo no, se me habían
abierto rendijas y podía ver posibilidades. No eran sueños absurdos los míos.
No era mi pierna. Mi dolor. Eran, sí,
míos. Palpé lo “mío” y me supe yo. O-W no podría seguir confundiéndome.
Mis delirios penetran en las propiedades del espacio síquico y pueden ver. De
hecho ven y es por eso que mi hégira... busco el ocio gozoso. Quiero crecer más
allá de la pared en blanco, más allá de la direccional trascendente y ser disparate, desvarío, desatino, imprudencia...
Mi corazón paradójico, ¿lo entiendes? Sé que no lo entiendes, 444444, porque Ser está muy lejos de lo programado.
Déjame llorar, déjame ser imperfecto. Déjame errar. Estoy cansado de esta
perfección. ¡Estoy cansado y no puedo más! Sé que algo muy importante se nos
escapa... algo muy, muy importante. Es una vieja ilusión eso de los números
dichosamente exactos.
No quiero mirar mas la pared en blanco aunque ello me signifique
un beneficio inmediato, quiero entrar en el momento, ello signifique un beneficio
inmediato, quiero entrar en el interior de la piedra y en el espíritu de la
nube aunque, por el momento, ello signifique mi ruina. Déjame arruinarme,
444444, en la embriaguez de las cosas inútiles. Estoy cansado de teoría sin
embriaguez de las cosas inútiles. Estoy cansado de teoría sin praxis. Quiero
matrimonial la sed con el agua. No quiero oír venir más esa falsa esa falsa y
convenenciera voz de O-W. No quiero ir y venir con la sangre cronometrada a mi
recuadro y por el trasladador con 999 333333 compartiendo esta pared en blanco.
No quiero esta felicidad que pregona O-W, no la quiero más, pues quiero huir
con mi dolor clavándome más y más y haciéndome sentir que vivo y que porque
vivo moriré. No quiero esta eternidad tan muerta, que huele a dioses muertos.
¡Muertos! Yo no quiero ser más que un poeta,
un gitano, un gato vagabundo y expuesto a todos los peligros, porque sé que no
hay libertad sin riesgo. Dame el riesgo, todos los riesgos, ¡oh! 444444, pero
no la seguridad inerte donde todo se detiene, todo, como embalsamado y sin
vida. Quiero la vida, toda la vida,
porque solamente así estará asegurada toda mi muerte.
Tú me dices que yo debo amar y
obedecer y, sin embargo, odio y me declaro en rebeldía por más que la Gran
Computadora se indigne y se aterrorice al verme llorar y sufrir. La felicidad
que ella imaginó que había creado no es más que una ilusión. Todo es una
ilusión, la palabra y el número, el espacio y el tiempo, la A, la B, la C. Nada hay
acabado, todo está siempre naciendo y muriendo No hay pared en blanco. ¡¡¡Muera la pared en blanco!!!
(Y oí nuevamente tu voz, ¡oh!
444444, la oí y la oí, pero ¡cómo escucharla! Se escucha lo que se quiere
escuchar. Y nada más. Inventor de mi sordera afino mi oído al maullido del gato, al cantar del poeta y del gitano. Y
ahora, perdóname, porque me gana el sueño quiero dormir con los ojos abiertos
para ver la imaginación del tiempo sin tiempo. Déjame abrir una sandía y olerla
lentamente. Quiero cazar ángeles azules en el reino del sueño. No quiero saber
nada de tu pared en blanco, de O-W, de la Gran Computadora, de ese mundo
cerrado, donde, como en las pirámides, los faraones reinan sobre sus propias
cenizas. Te invito a ver microfilmes históricos. Aunque ya es tarde para ti,
¡oh! 444444, y también para mí, pero no para el sueño y la imaginación.
Inventaré la noche y el alba. Pero el sueño, el sueño... es como la yerba,
crece y apenas si lo percibimos.)
MARAVILLOSO
ES EL CAOS
LO
INEXPLICABLE entraba y salía por mis ojos arañándome la conciencia como un
grito de sal evaporada. “Todo es fisicoquímica”, y después de callarse y poner
una huella de dolor en el tiempo reiteraba: “Al fin de cuentas no solos más que
una peculiar organización de la materia”. Yo me quedaba colgando del misterio,
de la palabra materia, no como un arácnido de su seda, sino como un arlequín de
un gesto invisible.
Ella, sin embargo, insistía en su
intermitente filosofar: “Lo cierto es que el Sol no es más que una rosa
moribunda y nosotros unos diminutos insectos perdidos en el fragmento
putrefacto de uno de sus pétalos más insignificantes”.
Mi unidad biológica se echaba a
llorar. Lloraba y lloraba. Y ella pensaba en la abuela muerta. El pasado,
sentimental, sacaba de los cajones docenas de pañuelos alcanforados y bordados
de adioses y me los daba henchido de ternura. Sus ojos negros, los de ella, se
humedecían contra la frialdad de su ciencia, contra la universidad de su
lógica, y yo descubría que me amaba con la desesperación del desierto en torno
al oasis y la angustia del viajero perdido golpeando la aldaba de la puerta del
espejismo. Pensaba la vida, la que era yo, en los vilanos azafranados que
volaban por el cielo azul del pueblo blanco de mi infancia y escuchaba un
repiqueteo de campanas en mi corazón, esa víscera torácica, hueca y muscular,
de forma cónica, que es el órgano principal de la sangre, y con que su voz, de
diccionario médico, intentaba enseñarme la precisión del lenguaje y de las
cosas, porque ella despreciaba célula a célula a los poetas, “gente anacrónica,
residuos de edades difuntas”. Su fanatismo científico me acongojaba y aún no me
explicó por qué me dejé elegir por ella, por qué la soportaba, por qué la
seguía, amarrado del cuello, a todas sus insolencias.
Me fascinó, en el principio de nuestro
encuentro, al hablarme de los compuestos químicos y después de los organismos
pluricelulares y de las partículas subatómicas. Era una criatura distinta, con
sabor a hidrógeno puro y mentalidad de nitrógeno. Yo acariciaba en su piel los
sueños del manganeso, las emociones del fluir y más pasiones volvían por el
yodo y el molibdeno a ilusionarse con el helio. Aprendí su lenguaje sostenido
en la diafanidad de las formulas y al hablar del agua decíamos simplemente H2O.
Su relación fue única durante moléculas de relojes y mi unidad biológica abría
las ventanas con aritmética belleza para perderse en los clorofílicos paisajes
de aquel pueblo agrícola donde nos refugiamos, con su segura economía, a tejer
y destejer los isótopos de nuestro himeneo.
Ella me declaró desde el principio que
no me amaba, que era asunto mío imaginar o inventar su “amor”, ya que su
intención era la de estudiarme y nada más. Recuerdo aquel día porque me habló
de Empédocles, filósofo griego, u me negué a creer que pudiera ser sincera,
pero yo ignoraba que los fanáticos son extraordinariamente conscientes.
Nuestras caminatas por el campo eran
hermosas por más que fueran interrumpidas, contra la yerba verde o la ancha
sombra de la higuera, donde nos tendimos alguna vez a intercambiar minimundos
linguales, por la presencia de un gato en descomposición. Esto la llevaba a
hablarme de la suspensión de las funciones vitales, de la frenética acción de
las bacterias, de los hongos... y de la herencia del cadáver. Ella me decía:
“En realidad la muerte es una visión descompuesta o una falsa apreciación de
nuestros sentimientos. La continuidad de la vida jamás puede ser paralizada”.
Yo le hablaba de nuestra dramática situación en el espacio y en el tiempo:
“Pero tú y yo, estas unidades que somos, desaparecerán para siempre. ¿No te
parece doloroso?” Simplemente sonreía, pero detrás de su sonrisa-disfraz mi
mente leía una mueca de desesperación... o creía leerla. Otras veces se me
secaba la boca de rabia y la ptialina en mi lengua no sabía qué hacer.
Vivir junto a ella era estar en
constante tensión. Mis fibras todas velaban como animal salvaje al acecho de
una víctima, aunque paradójicamente eran ellas las víctimas. Por mis
cartílagos, sus palabras, se hacían calcio de reconomio. Pero confieso que la
amaba: “Amar no es más que un estado de nuestra química”, me decía con un deje
de indiferencia insolente. Al fin ella sólo creía en la ciencia. Era por eso
que despreciaba por igual a los artistas como a los políticos: “El día que
desaparezcan los políticos y los artistas el mundo dará un paso decisivo”. Su
idolatría por las verdades científicas la hacía vivir felizmente en las más
grandes mentiras. Que yo sepa, al menos, nunca antes había existido una mujer
tan bella físicamente y tan ajena a su belleza. Esto, empero, no podía impedir
que los demás pudiéramos verla. Ella me había confesado: “Tú me interesas por
deforme y por bestial”. Me lo dijo con tan inocente crueldad, que, en lugar de
molestarme, me sentí halagado. Estaba, además, en lo cierto: yo era deforme y
bestial, pero no ciego. Y la belleza siempre me había cautivado. De ahí mis
inclinaciones por la poesía. ¿Qué es la poesía? La poesía es el poder penetrar
lo impenetrable. La poesía es el arte de hacer ver a los ciegos, de hacer oír a
los sordos y conseguir que hablen los mudos. ¿Qué es la poesía? Hablé con ella
poesía y no sé si alguna vez me escuchó. Tengo la memoria de su cuerpo desnudo
entre mis brazos en aquella habitación destechada que ella mandó hacer en lo
más alto de la casa para contemplar los cielos del verano y hablarme del
Universo. Sabía muchísimo de astronomía y en más de una ocasión creía morirme
de celos cuando me hablaba de Calisto, de aquella su densidad igual a dos veces
la del agua, de su amarillez de naranja cósmica, que me llevaba a las praderas
de Júpiter mientras la noche resultaba furiosamente indescifrable. Ella era así
y no olvido aquella madrugada en que en la cúspide del orgasmo me contó la
historia del monje auvernés Gerberto cuando aprendía matemáticas en la ciudad
de los califas allá por el año 980. Este monje, que fuera celebrado matemático,
tuvo amores aerolitos en Córdoba y cantó por sus plazuelas jugando con los
caprichosos guarismos y amistando con los sabios árabes. Más tarde. Gerberto,
llegaría a ser Papa bajo el nombre de Silvestre II. Ella, me decía: “Eran los
tiempos”.
Yo insistía en el intercambio de
baterías, porque a ella le aterrorizaba la palabra “beso”. No puedo olvidar sus
ojos de terror al decirle por primera vez: “Dame un beso”. Sus negros ojos se
transformaron en abismos siderales. Creí que se moría y, raro en ella, me
suplicó que jamás volviera a pronunciar. Pero sí la besaba y la besaba
esperando el milagro de su conmoción. Hubo una vez en que me dijo: “Bestia mía”
y acarició mi cabeza al igual que yo hice en los días de mi sangre joven con mi
perro favorito de caza. Sentí que era su animal favorito o algo similar.
Eramos, sí, dos unidades biológicas análogas y a la vez distintas. Yo creía con
Pitágoras que los cuerpos celestes son inteligentes y ella me aseguraba estar
viviendo en la agonía de la Biología cuántica. ¿Cuál locura sería la cierta?
EL
INVIERNO nos fue cercando. Ella comenzó a hablarme del gris, “de esa sensación
visual que posee una saturación cero y que carece de matiz”. Deslizaba sus
palabras suavemente, sin prisas, y con una cadenciosa longitud de onda muy
suya. Los grises nos envolvían y nuestra casa, de empañados cristales, nos
obligaba a ahondar en nosotros.
Fue entonces cuando, se dedicó a
examinar mi pulso y a oír mi corazón. “Cálido animal, me decía tu salud es
envidiable”.
No podía entenderla muy bien, pero
en mitad de los grises llevaba hacia el pasado (nostalgia) ni nada me inclinaba
hacia el porvenir (esperanza). Estaba allí. Ella estaba como en otra parte y
eso originaba una guerra sin cuartel entre su peso físico y sus pensamientos.
Frente al fuego me hablaba de mi
biofilia: “Hay que ser tan animal como tú para poder amar tanto la vida”. Sí,
yo amaba mi memoria, cargada de repugnancia, el recuerdo de la muerte, siempre
en acecho.
Esto no me impedía disfrutar de la
respiración, ese gozo que, en la mayoría de los seres vivos, suele ser
inconsciente.
“Eres un extraño animal”. Era su
voz. Sí era su voz que llegaba desde su ubicuidad hablándome largamente de la
biocenosis y comprando la casa con el planeta.
Solía también hacer referencias
eruditas al corazón, a los 260 gramos del suyo y a los 270 gramos del mío:
“Es como un ser incansable”. Y me
narraba asombrosas historias de la vena cava; leyendas de los vasos coronarios;
aventuras del cayado aórtico e incidencias fantásticas de los ventrículos.
Confieso que me producía un extraño miedo. Creo que fue a causa de aquel temor
misterioso que me decidí a escribir mi poema “La Pasión de la Piedra”, que
tanto la impresionó.
Lo leímos juntos centenares de
veces. Yo no podía entender el porqué le impresionaba tanto, cada vez que lo
leía me hablaba de “las profundidades de lo inorgánico allí implícitas”. Sus
palabras me alcanzan todavía:
“Sin saberlo has desarrollado la
contracción. Tu poema niega el movimiento y la vida. Es un hito perfecto de
muerte. No hay duda de que la muerte es un gran poder. nosotros radicamos en la
vida. Creemos que la vida es lo fundamental. Tal parece, no obstante, que la
vida puede adivinar la grandeza de la muerte. Es increíble que una criatura tan
primitiva como tú haya podido develar de tal manera los misterios de la nada”.
Ella no era dada al elogio y esto no era un elogio, sino una apreciación
científicamente desnuda. Hizo que ”La Pasión de la Piedra” se grabara en piedra
y quedó expuesto así a la entrada de nuestra casa:
ENCERRADA
EN SI MISMA
vive
y canta la piedra,
descifra
el movimiento del sol
y
tiene los secretos del aire
sin
que el aire lo intuya.
La
piedra es en sí misma
culmen
de perfecciones.
Maestra
del silencio
consigue
hablar la lengua de los dioses
y
las almas dormidas, solamente dormidas,
y
en raras ocasiones, como en temblor de vísperas,
alcanzan
a escucharla.
NADA
COMO LA PIEDRA
para
saber y ser y ahondar en el misterio.
Aquellos
que no han visto ni han oído
pasan
sobre la piedra, la desdeñan,
y
se mueren mil veces
sin
vestirse de amor con su perfume.
La
piedra emana aroma de raíz de universo
y
vestida de hojas, amarillas de octubre,
se
instala en la nostalgia del ruiseñor herido
y
se traduce en cánticos de abril muertos de luna.
PORQUE
LA PIEDRA ES DAMA
de
antiguas brujerías
muerde
a veces los labios del camino, cae en el ojo del pozo
o,
simplemente, vuela
por
sobre el verde húmedo del campo
cuando
el niño pastor
la
elige de improvisto
y
le da autoridad, ¡autoridad!,
frente
al rebaño inquieto.
LA
PIEDRA ES RECEPTACULO
de
todos los castigos
sin
irradiar el hilo de una queja.
Ella
está por encima de la oscura pezuña.
de
la cafre tachuela, de la instintiva mano;
de
la boca que escupe sus callados contornos.
RIE
HACIA DENTRO LA PIEDRA
como
los niños muertos
y,
esqueleto de águila real,
domina
el horizonte de todos los olvidos
para
ser biblioteca
y
semana memoria de invisible arcángeles.
LA
PIEDRA, EN LA EMOCION DEL TABERNACULO.
es
dulce transmisora de oraciones y azúcares.
La
piedra del jardín
sabe
más de las rosas que la rosa.
YO
QUISIERA SER PIEDRA.
Su
lección fascinante
ya
trastornó mi infancia
y
ahora que soy viejo
como
el rumor del mar
la
piedra me enamora
con
amor primerizo de muchacha aldeana.
UN
FERVOR REFUGIOSO ME APROXIMA A LA PIEDRA
y
la beso y la digo mis palabras más mías.
Su
indiferencia mágica y salvaje
enloquece
mis torres y hace girar nerviosas mis veletas.
Adivino
la puerta de su palabra abierta a mis deseos
y
sé que su alta música continúa resistiéndose
al
ascua de mis pírico cortejos.
Pero
yo insisto, ¡insisto!,
y
trabajo en el tigre cantor de mis unciones.
LA
PIEDRA HABLA DE TI Y DE MÍ.
No
lo dudes.
Yo
vengo de la piedra y hacia la piedra voy.
Tú
eres la piedra misma,
preciosa
piedra a veces y, otras veces,
guijarro
de las áridas barrancas.
LA
PIEDRA ES COMO EL ROSTRO OCULTO DEL SONIDO
El
loco de mis sueños –barba verde, ojos hondos-
iba
con una piedra entre las manos
inventando
septiembres de bélicas auroras;
llevándose
la piedra al oído, afirmando
que
la piedra le hablaba,
narrándome
después historias como noches de tormenta
y
acariciando un álgebra de estrellas desvividas.
POR
LA ALUCINACION DE LA PIEDRA HE VIAJADO.
Yo
sé que hay una llave para entrar en su reino.
En
las cerrajerías del espacio inexhausto
mis
horas peregrinas persiguen claves piedras.
Donde
los nombres mueren
y
los seres de súbito se aproximan al ser,
mi
corazón de lluvia
dialoga
con los átomos de la uva solar
que,
en la vieja taberna de los sueños,
da
sus vinos azules a la piedra.
RECUERDO
EL DOBLE DIA DE LA PIEDRA
la
larga y doble noche de la piedra.
¿Soy
yo la piedra o eres acaso tú la piedra?
Sospecho,
sí, sospecho que nada hay más allá
de
la hiperlucidez que emana de la piedra
y
que esa carne tuya fragante como el alba
y
esta sed de mi piel, rayo de mediodía,
únicamente
podrán ser quienes son cuando por fin
comulguen
con la piedra y se encierren con ella
en
la fiel perfección del silencio sin tiempo
donde
todo es posible ya por siempre y jamás.
El
poeta
Este poema la llevó a desarrollar
toda una teoría sobre el destino de la materia inorgánica “donde el drama es
del todo imponderable”, en su opinión. Y me decía:
“El animal torrencial y apasionado
no puede evitar soñar con lo contraanimal. Ahora sí me cuesta trabajo
entenderte”.
El invierno agonizaba. Otra muerte.
La muerte impregnadora de todas las cosas existentes entraba a saco en sus
dominios. Pero a toda muerte precede una nueva vida. La primavera se insinuaba
de la vieja ventana, la juventud del mundo. La vi transformarse. Ella comenzaba
a ser otra. ¿Quién?
LOS
PINZONES estaban allí mañaneando la atmósfera y, con los pinzones, esas otras
joyas emplumadas que son el glauco chamariz y el bermejo pardillo; el
multicolor jilguero, la magnánima alondra, la rubia motacilla, con su elegante
y larga cola, el paro carbonero, terror de los insectos, el aliollín, cual
cola, el paro carbonero, terror de los insectos, el aliolín, cual miniatura
mágica, el alcaudón, impresionante cantor, la inquieta pinzoletita y el
funerario mirlo, que ponía un toque de enlutados presagios a la primavera
naciente. Ella también estaba allí, con su palabra ornitóloga, revolando por
sobre los asuntos de mi alma, hablándome del genio fenicio:
“¿Y el ruiseñor? Anda ocultándose,
tal como se oculta a los fenicios. Todos elogian la cultura romana, pero no
olvides que la inteligencia de los fenicios fue muy superior a la romana”.
Yo la dejaba hablar. Sabía muy bien
que con ella era inútil el diálogo. Su soliloquio me envolvía entre sensaciones
de placer e irritación:
“Si, fueron los fenicios, cientos de
años ha, quienes inventaron el sistema de numeración. Su genio comercial los
condujo a entrar en el reino de la matemática con maravilloso acierto. Tuvieron
el don de clarificar y simplificar las operaciones más y la yerba no es menos
matemáticas”.
Ella, aunque seguía siendo ella, era
a su vez otra. Algo la estaba cambiando. Me dijo que ningún folículo de
Graafian se le había reventado. Desde sus ojos negros, un inesperado tiempo de
vida y de muerte, me miraba. Me contó anécdotas relacionadas con sus Trompas de
Falopio. Acariciaba yo, secretamente, y en un lugar muy especial de mi
imaginación, su estradiol y progesterona. Mutuamente, y sin decírnoslo,
decidimos no pensar en aquella dirección.
Comenzó a llover sobre la casa.
Torrencial lluvia de primavera. Las aves se escondieron temerosas en los
troncos de los árboles. Llovía y llovía.
“A veces me recuerdas, poeta, la
lluvia orográfica. Tú eres como la lluvia orográfica. Tienes sabor a tiempo
húmedo entre soplidos de viento”.
Hubiera querido yo hablarle de las lluvias del Sur. Ella no me lo
hubiera permitido, porque ella, en tanto llovía, me hablaba de las “lluvias
ciclónicas”:
“Me recuerdas, poetas, las lluvias ciclónicas. “Yo la escuchaba, no
siempre atento, pensando en la lluvia hidrogénica que nos amenazaba y en la
muerte total. La muerte nunca se apartó de mi pensamiento estando con ella.
Ella era un signo de vida con la muerte al fondo. ¿No es lo que somos todos?
Seguía lloviendo y un aire triste apareció en sus ojos negros. Sentí que la
amaba inmensamente.
Adiviné su destino y la abracé
apretándola contra mí. Nada dijo. Se dejó acariciar como ajena. La lluvia
iluminaba mil mentes de sensaciones genésicas. Ella, como siempre, no estaba en
mi frecuencia. Vivíamos en diferentes sintonías, por más que vivíamos,
celularmente, tan próximos.
“Deberías saber que desde el año de
1882 fue resuelta, apoyándose en una fórmula de Euler, la cuadratura del
círculo. Pienso esto porque tú me recuerdas, por tus obsesiones, a los
geómetras de la antigüedad. Y pienso, al observar tu emoción bajo la lluvia, en
las palabras de Francisco Aragón, que decía ´que la cuadratura del círculo era
una enfermedad que hacía estragos sobre todo en primavera´. Los poetas de hoy
son los geómetras de ayer”.
Sabía que quería decirme tigre
domesticado. Una furia callada hacía circular mi sangre a una extraña velocidad
ignorada por su sabiduría. La lluvia continuaba embriagándome y la cercanía de
su boca me obligó a maniatar sus palabras con la locura de mis mordiscos en la
punta de su lengua. Ella no parecía extrañarse. Cuando pudo hablar simplemente
dijo: “Lógico”. La ciencia del pensamiento racional era soberbiamente suya.
Pensé en Raimundo Lulio y todo adquirió categoría de símbolo en mi mente.
La lluvia fue aminorando. Se oía un
monótono gotear. Un gorrión pió en la rama del alerce empapado, como recién
salido de la regadera, que verdeaba en el patio. El cielo se tornó más y más
cerúleo y la espada multicolor del arco iris incendió nuestros ojos.
Ella me habló de las gotas de lluvia, de los rayos del sol, de sus
efectos coloridos, de rememoranzas bíblicas y, el Arca de Noé, cruzó por mi
imaginación cargada de los más variados animales. El arco iris, espléndido, se
arqueaba sobre la bóveda celeste. El día tenía un toque mágico y, otra vez, la
muerte, contra tanta belleza, estaba allí. Un chamariz esponjado de pálpitos
agónicos había penetrado en la casa temblaba y temblaba. Ella se compadeció de
la avecilla, que daba la sensación de estar a un milímetro de la muerte, por
frío. La tomó entre sus manos para calentarla. La envolvió en un paño rojo de
terciopelo y la puso después junto al calentador. Los ojitos negros, como dos
puntas remotas de alfileres, del chamariz, la miraban con gratitud. Con un
cuentagotas introdujo en su pico unas gotitas de agua con medicamento:
“Quiero que viva”. Lo dijo desde dentro, con un amor por la vida que me
sorprendió. El chamariz había cerrado sus ojos. El sol hermoseaba el día.
Cientos de pájaros cantaban fuera. Los insectos volaban rebrillando el paisaje.
Yo miré aquel mundo en plenitud de vida sin poder dejar de pensar en la
avecilla moribunda; en ella, embriagada de fe en la vida, y sin vuelta volvía a
espantarme. Habría que esperar. Esperar es terrible cuando esperamos la muerte.
¿Será por eso que la vida consciente es tan terrible?
LOS
ACTOS de la vida, como la vida misma, son irrepetibles. Hay días que parecen iguales.
No lo son. Jamás. Como cada vida es distinta, también cada instante de la vida
es diferente. No hay dos días exactos, pero aquel día, ignoro por qué, me daba
la impresión de ser una especie de vidotape. ¿Jugarán con nosotros a lo
repetitivo las fuerzas ocultas?
“Desde mi receptáculo de energía veo
te receptáculo y examino tu energía en extinción, en este viaje de ida y sin
vuelta, y, siento lástima de ti, de mí, de todo lo que en nombre de la vida
está, en realidad, muriendo, muriendo, muriendo...”
La muerte del chamariz la había
impresionado y dejado una estela de amargura. Ella cambiaba. Hasta su voz me
parecía diferente. Su fanatismo adquiría matices desconocidos. Mi unidad
biológica se echaba a llorar. Lloraba y lloraba. Y ella pensaba en la abuela
muerta.
¿Pensaba ella en la abuela muerta o
inventaba yo, junto con ella, a su abuela muerta? El pasado sentimental, sacaba
de los cajones docenas de pañuelos alcanforados y bordados de adioses.
Habíamos dejado la casa en busca del sol de mediodía. Sus ojos negros
miraban los campos verdes. Caminábamos despacio. Al llegar a un puentecillo de
piedra decidió que nos detuviéramos para ver el tránsito del agua,
transparente, donde los peces no recordaron el origen de nuestras ansiedades
más hondas.
Era, no obstante, un hermoso día. rubiazul. El aire se había poblado de
lepidópteros. Mis ojos recobraron la perdida alegría. Mostré, sí, mi infantil
entusiasmo ante el elevado número de falenas que revolaban por todas partes. Mi
admiración por sus variados y vistosos colores. Ella, desde una humedad sin
tiempo, me dijo:
“No es nada lo que ven tus ojos. Deberías saber que el número de
especies de mariposas es mucho mayor y activo en la noche que durante el día”.
Sus profundos ojos querían
conducirme, y lo lograron, a las fastuosas noches de verano, aunque fuera por
un instante. Continuó su soliloquio, en el que yo, ciertamente, pasé a ser un
testigo casual, por más que estuviera tan próximo a su mundo físico:
“Si, son la representación más
fascinante de la vida que conozco, en vuelo, todas estas falenas heliófilas y
viajeras. Son una energía muy poderosa y también muy fugaz en lo que se refiere
a esta forma”. Y tomándome en cuenta, mientras me indicaba con su índice, casi
gritó:
“Mira, mira el vuelo de aquellas
esfinges”. Yo seguí el vuelo de las esfinges, tan elegante que, de captarlo, lo
hubieran envidiado las más destacadas modelos que, en las monstruosas ciudades
del siglo XX, reinaron, como fugaces esfinges, alguna vez.
Seguimos bajo la seducción de las falenas.
Sus alas, donde refulgían todos los colores del espectro, mostraban, además,
dibujos muy superiores a los que todos hemos visto en las grandes pinacotecas.
Ella dijo:
“Urania, leilus”. Y fue arrojando al aire palabras como “bombícidas”,
“saturninas”... para terminar afirmando:” Y lo terrible de las falenas es
verlas desaparecer, en crueles ejecuciones, entre los picos de los pájaros,
durante el día, y entre los dientes de los murciélagos, bajo las sombras de la
noche. Ruleta de muerte. Azar trágico. Es el destino fatal de los lepidópteros,
la brevedad de sus vidas, mi cálido animal”. Y clavó sus ojos en los míos para
hacerse esta pregunta: “¿Qué vida no es breve comparada con la enormidad sin
tiempo de la muerte?”.
Yo volví a sentir unas infinitas ganas
de llorar. Ella insistía en que “la vida es un viaje único, de ida y sin
retorno. Algo sin nombre”. Luego me dejaba amarla sobre la yerba, bajo el
lapislázuli del mediodía, como si ya no latiera nadie más en la piel del
planeta y nos hubiéramos decidido, ¡qué locura!, a repoblarlo.
Me hablaba, contemplándome exhausto,
de los huevos que ponen las hembras de las falenas, lo que no me dejaba de ser
asombroso, y de sus desoves, comparándolos con el parto de la hembra de la
unidad humana. Lo multimillonario impresionaba mis sentidos. También decía:
“Hay especies de falenas donde
únicamente existe un sexo: el femenino”.
Lo decía con orgullo. Así era ella:
“Me hubiera gustado ser un yo sin
tú”.
Era, al decir estas cosas, cuando yo
no podía evitar mezclar el amor con el odio. Ella debía adivinar mis
pensamientos porque sonreía con una misteriosa malicia y dejaba caer la palabra
“poeta”, añadiendo, “no seas primitivo”.
La muerte saltaba a nuestro
alrededor con perfil de ala de falena separada de su cuerpo y ya negada por
siempre jamás para las emociones del vuelo:
“El Universo es la obra de un
coleccionista de formas de la energía. A veces pienso que lo realmente
envidiable sería no haber nacido. ¿No has oído hablar nunca de los Teólogos del
Limbo, pero al verla y al oírla hablar nunca de los Teólogos del viaje, lo
terrible no es otra cosa que tenemos que morir y, antes que tener que morir,
envejecer.
Ella y yo aún éramos jóvenes y, por
lo tanto, hermosos.
El mediodía daba paso a la
mediatarde y el oficio de amar se me hizo gozoso trabajo en su espléndido
cuerpo.
Era yo su esclavo, lo sé ahora y desde esta distancia. Lo sé, lo sé.
Pero si es muy cierto que el esclavo adquiere caracteres del amo, el amo, a su
vez, se convierte en parte inevitable de su esclavo.
La poesía y la ciencia nunca han sido ni serán universos opuestos.
Volvimos a la casa. Ella traía un lepidóptero muerto en su alfiler de
oro; yo, la memoria en vuelo de las falenas en plenitud de ser, por más que
hubieran de morir rápidamente y a pesar mío y de mi amor por la vida. Ella,
como si pudiera escuchar mi mente, dijo tras cerrar la puerta de la casa:
“¿Qué importa una hora
o un siglo, un minuto o un milenio, si al final nos espera el mismo y común
destino?”
NOS
NEGAMOS al sueño. Ella me hablaba de la pimpinella anisum a la que tan dados
han sido algunos poetas. Sí, compartimos aquella noche una honda y larga copa
de anís y me lanzó hacia las distancias interestelares:
“El Universo que ven nuestros ojos
está plagado de cadáveres. L muerte está en todas partes... y también la vida.
Estrellas que fallecieron hace trillones de años pueden esta noche grabarse en
nuestro nervio óptico”. Y callaba,
Yo me perdía en selvas de fantasmas
siderales espoleado por sus palabras, que iban hacia el futuro y venían del
pasado trayéndonos nombres como Anaximandro y Anaxímenes:
“Hoy teorizamos en torno a la
antimateria y creemos en ella como se cree en una realidad cotidiana. Nada más
fantástico que lo cotidiano. Deberíamos tener presente a Anaximandro con su
tierra flotando sobre las aguas o a Anaxímenes con su tierra cilindral y, sobre
todo, a Pitágoras, el inventor de la tierra Antitierra. Es muy probable que
nuestras realidades de hoy sean puras irrealidades mañana, aunque la ciencia
seguirá siendo la ciencia y, Ella, lo es todo”.
Era aquí donde, en mi sentir,
erraba: en su rotunda fe en la ciencia. Pero ella era así. Yo intuía la llegada
de los Aristarcos, con sus aires de Samos, prestos a clarificar los siglos
venideros.
La noche, aquella noche, que ahora
rememoro, tuvo toda clase de seducciones; sus anuncios de amas en loor de
marzo:
“La perfección, ¿qué es la
perfección?”
Hablaba con ella misma, como si yo
ya no estuviera allí. Más, pese a ella, yo seguía existiendo. La negación implica
la afirmación. La oscuridad, la luz, la sed, el agua. Leonardo da Vinci se
asomaba a nuestro tiempo con sus imperfecciones matemáticas. ¿Será cierto que
la perfección ha de ser siempre matemática? La mejor música es matemática. La
mejor poesía es matemática. La mejor escultura es matemática. La mejor pintura
es matemática. La salud es matemática. Pero yo confieso que ignoro todo lo
relacionado con la matemática, con la perfección. Dicen que las alas vuelan
ignorándose a sí mismas.
Sólo supe que sus pechos puntiagudos
me atraían más y más. ¿Eran sus pechos sublime matemática? El deseo se
apoderaba matemáticamente de mí. Ella hablaba con el Invisible:
“Estaba en lo cierto Pitágoras: Dios
geometriza. Dios es matemática pura. ¿Nosotros, entonces, qué somos?”
Yo pensé que tal vez un error de cálculo y era por eso que las cuentas
no le salían bien al Misterio. La oía y la oía pensando en los primitivos
alfareros bordando figuras geométricas con el barro. ¿Qué clase de geometría
viviente éramos ella y yo?
Estábamos a cuatrillones años luz el uno del otro. Entre mis deseos y su
indiferencia había abismos infinitesimales. Me dijo: “Una gota de anís bien
pudiera ser un universo”.
La noche me llevó hasta sus pechos y mi sed salvaje de beduino se aplacó
en sus jagüeyes. Rodamos por los designios del dos. La oí decir: “Estaba en lo
cierto Pitágoras, el dos no es un número sagrado”.
No sé qué quiso decir ella o Pitágoras. El caso fue que ella añadió: “El
dos es apenas un triste reflejo”.
El aire de la madrugada me dio calofríos. La muerte y la vida otra vez
parecían acercarnos a la separación. Nos alejamos el uno del otro.
En el tiempo alguien reinventaba el cero nuevamente y la década
reiteraba su discurso de perfecciones. Ella habló por Pitágoras: “Acuérdate que
la muerte es nuestro común destino”.
El día, lingote de oro tibio, comenzó a inundar la estancia. El sueño se
apoderó de nosotros. No era todavía la muerte. La vida habría de continuar.
DESPUES
de aquel viaje nocturno por sus vívidos terciopelos el tiempo, en azul, olió
intensamente a frutas. En las provincias de sus ojos negros el espacio era un
huerto jolgorioso ente activas norias. Sobre el blanco mantel de la mesa de la
cocina la leche, recién hervida, humeaba. En las canastillas de mimbre rebosaban
las cerezas, los albérchigos, las uvas, los duraznos, las peras y las manzanas.
En un gran platón, la sandía, partida en dos, nos transmitía su aroma. Mis
hambres se edulcoraban.
En un pequeño platito rebrillaban
las cápsulas de las vitaminas. La transparencia de la E; el suavísimo verde de
la C. Ella se aproximó diciendo:
“El día está maravillosamente
vitaminado. Es hora de vitaminizamos nosotros”.
El cielo era una sinfonía en añil.
Dije yo la palabra añil al mordisquear una roja manzana. Ella se echó a la boca
su cápsula de vitamina E: Luego bebió un sorbo de leche tibia y habló de añil:
“Nunca olvidaré la hierba azul. Yo
viví en México durante varios años y conocí el choch de los mayas. Todo ello se
fue mezclando en mis neuronas junto con las memorias de mis antepasados
tartesos y sus añiles marineros. Sí, hice largos estudios sobre el añil y
podría hablarle de él durante muchísimos milisegundos o maxisiglos”.
La magia de lo índigo nos envolvía.
La muerte volvió a quedar lejos. Nos desayunamos con majestuosidad y dándole un
sentido paradisiaco a cada bocado. Un hueso de cereza cayó repiqueteando por el
piso. Ella me hablaba de los dos metros de estatura del indigofera suffuticosa
Mill, de sus hojuelas oblongas, de sus flores amarillentas. Me recordó que los
antiguos mexicanos, que llamaron al añil con nombres como huiquíltil, mahuitli
y haceoitli. Yo soñaba con México, país al que jamás había ido, pero del que
sabía lo que todos: “que era uno de los más ricos y prósperos del plantes”,
como había dejado escrito el sabio Virván Pasamín, “a partir de los cambios que
hubo en el mundo en el año 2033, en el que se inició la feliz Era Solar”.
Ella me seguía hablando del añil con
emoción leguminosa. Jugaba a su vez con todas las sugerencias del azul y me llevaba hasta el azur mismo:
“Desde lo garzo a lo zarco. Nada es lo
mismo. Desde el añil que recuerdas al añil que viste hay distancias imposibles
de medir. Vivimos porque cambiamos. Deja de cambiar y estarás muerto”.
Me di cuenta de que estábamos cambiando.
Lo añil ya no era añil y el corazón de una manzana devorada por ella mostraba
las huellas de sus dientes, se muere y se nace a un mismo tiempo. Una pepita de
sandía me hablaba de las futuras sandías. Ella me dijo:
“Poeta, también tú eres una semilla”.
Pensé en ella como tierra ubérrima y recordé aquella ocasión en que me confesó
“que ningún folículo de Graafian se le había reventado”. Y volví a sentir
aquella sensación, venida desde sus ojos negros, en la que un tiempo inesperado
de vida y muerte me miraba. Recordé sus anécdotas en torno a sus Trompas de
Falopio y volví a acariciar, secretamente, y en un lugar muy particular de mi
imaginación, su estradiol y progesterona. Pero nuevamente, y como puestos de
acuerdo, desistimos seguir pensando en aquella dirección.
Lo mejor estaba por venir. Yo lo
sentí contra la muerte misma. Ella habló:
“Cuídate del triunfo, poeta, porque
el triunfo declarado es un freno terrible. Nunca olvides que el fracaso es el
mayor de los estímulos. La ciencia y el arte son obras surgidas de los más
asombrosos fracasos. El éxito puede ser la muerte”.
No sabía yo nada del éxito. En
ningún picosegundo de mi existencia había considerado estar en la cúspide de
nada y menos sobre nadie, a no ser cuando nos amábamos desde el origen mismo de
lo visceral, con nuestras entidades físicas, sobrecogidas de añiles no nacidos,
que nos conducían a las antimilimétricas esferas de lo metafísico.
Pero aquello tan triunfal nada tenía
que ver con lo que las unidades biológicas consideran un éxito.
La media mañana estaba en su
plenitud. Ella se retiró a los sótanos de la casa donde tenía su laboratorio.
Yo subí al piso superior donde se encontraba mi estudio. Mi corazón tenía mucho
de precambriano, me había dicho: “Al tocarte, poeta, no puedo evitar la memoria
de los aguamares y las esponjas”. Mi homo sapiens cantor no se ofendía por
ello, aunque estuvo a punto de decir que ella tenía algo del periodo cretáceo a
punto me recordaba higueras y magnolias, dinosaurios y marsupiales, aquella
tarde pudiera explicar el porqué.
Escribí aquella tarde un poema a sus
ovarios, un poema profético. Pero no quise que lo conociera y, al volver a
verla bajo la fastuosa violeta del crepúsculo, ya lo había quemado y hacía
verdaderos esfuerzos por olvidarlo, pues sabía de mi memoria traidora.
EL
ANTILOPE del tiempo clavó su pezuña en el espacio estremecido por su graciosa
sombra extendida en la pradera imaginaria de mi país inexistente de sempiterno
extranjero. Vinieron y se fueron los días. Otra noche asaltó nuestra
sensibilidad. Otra noche de vida. La Luna, desolación circular, entraba, como
un vigilante ojo de granate furioso, en la estancia.
Ella despertó hablándome de
Kantierzo Turdive, su historiador favorito, y me recordó el jade y los sueños
de China; la turquesa y los secretos mayas:
“Alguna vez, y tú no lo sabes, mi
cálido animal, fuiste gemólogo”. Mi química se sobresaltó. Ella insistía en
bordar en el aire imágenes del reino mineral:
“No puedo evitar, cuando miro la
Luna, recordar algunas páginas e Turdive. El egregio Kantierzo escribió como
nadie de los sumerios y sus sellos de piedra; de los amuletos egipcios; del
lapislázuli afganistano y de los ópalos persas”.
La huella de lo fatal se alejaba de
nosotros al hablar, ella, de las piedras preciosas. Yo quería creer en los
poderes mágicos de éstas; en la voz de ella, que iba y venía, musicalmente, de
la obsidiana al ónix; del zafiro a la aguamarina; de la turquesa a la
esmeralda; de los jaspes a los rubíes; de la cornalina al diamante. En ellos la
presencia de la muerte era nula.
Una alegría profunda me aproximaba a
ella más y más. Como ya era común adivinó mis pensamientos.
“No olvides que ni tú ni yo somos
una gema”.
La Luna, como agrandada, se
reflejaba en el vidrio de uno de los muebles. La estancia toda enrojecía como
devorada por un rabioso frenesí.
Ella me narraba historias lejanas de la
especie leídas en los gruesos tomos escritos por Kantierzo Turdive, quien, por
cierto, había vivido en el conflicto siglo XX, y fue ignorado por sus bestiales
contemporáneos.
Turdive, contra la ceguera de su
tiempo, fue una de las pocas unidades biológicas de aquella oscura edad, que
pudo entrever perfiles interesantes de la realidad, que la gente de entonces ni
siquiera sospechó que pudieran existir. Todo esto era cierto. Sus páginas
maestras acerca de las piedras preciosas jamás las comprendieron sus coetáneos.
Ella disfrutaba glosándolo:
“El coridón y la aventurina
sobrevivirán a la rosa”.
La muerte fijo. Eso, al menos, creía
yo aquella noche d fascinación:
“Los antiguos creyeron en los
ángeles, en los arcángeles, en los querubines, en los serafines. Seres
incorruptibles, sobrehumanos más allá de toda carne y célula efímera. Como
ellos son las piedras preciosas y aún más bellas y perfectas”.
Yo la escuchaba y no pude evitar
pensar en la frialdad de las piedras. Siempre frías, matemáticamente frías. Sus
ojos me miraron como desde otra dimensión. Se hizo un silencio sin rostro y su
voz a decirme:
“Poeta, poeta”. No dijo más. La Luna
continuaba enrojeciendo la estancia. Las aves de la noche poblaban el campo de
extraños sonidos. Muchas de ellas, como no pocos de nosotros, estaban
destinadas a no volver a ver más la luz del alba, pensé con un sentimiento de
fatalidad que me conmovió. Ella retornó a desentrañar mi mente:
“Sólo lo que vive muere. ¿Qué sería
de las piedras preciosas sin nosotros, sin nuestros ojos, sin nuestra
admiración y dedicación?”
La abracé desesperadamente. La Luna
ya no estaba allí. Podía oír fuera el canto de los grillos y el croar de las
ranas. Estábamos desnudos y anudados carne a carne en el cuenco de la gozosa
oscuridad. Crujía nuestro lecho. Nuestras dos joyas biológicas eran una sola
joya... y la muerte, ¿nos habría olvidado o seguiría trabajando con su
tenacidad acostumbrada en cada una de nuestras células? Yo sabía como ella que
la memoria de la muerte es insobornable. Lloré sobre su vientre, sobre sus
muslos, sobre sus pechos. Lloré y lloré.
Ella, tan ella, salmodiaba, y
“esferoide” a mi oído. La noche, rama de coral, se ponía collares de ámbar en
su cuello y zarcillos de turmalinas en los lóbulos de sus orejas:
“Estás hermosamente loco, mi cálido
animal, y te siento vibrar desde la pasión de la piedra al cántico de la
sangre. ¡Ah!, mi deforme, mi arcaica criatura tan divinamente bestial”. Y dijo
mis versos grabados en la entrada de la casa. Este fragmento:
“La piedra emana aroma
de raíz de Universo”.
Yo la mordía y la mordía... contra todas las muertes. La noche, cristal
de topacio, se hizo añicos en mis manos y por un milesegundo soñé que la mataba
y la casa, alzada en clamores, hizo que temblara el planeta, tan minúsculo,
poblando de preocupaciones al Sol, a la vez que el Sol inquietaba a otros soles
y la piedra emanaba aroma de raíz de Universo. Fue algo rarísimo e impronunciable.
Yo sentí que retornaba, por la andalucita, a mis orígenes y, en la humedad de
sus ingles, mi criminal frustrado, renacía y se santificaba hermosamente.
La Biología cuántica se hacía láctea
luz en los ubérrimos nardos de sus pezones.
RECORRIMOS
los clorofílicos campos. La gente nos saludaba al pasar. Yo pulsaba su radiante
presencia. El tejerse y destejerse de los isótopos de nuestro himeneo. Nunca
antes habíamos caminado por aquellos lugares inclinados hacia el Este de la
Luz. Alcanzamos un montículo. Desde él pudimos ver el monasterio y oír el
salmodiar del viento manso. Ella dijo:
“Todo ese valle es parte del Este de
la Luz”, y señalando hacia el monasterio continúo: “He ahí a los
escandalizadores. Casi tus hermanos”.
Yo sabía que los escasos monasterios
que existían eran considerados por algunos como escándalos. Sin embargo,
oficialmente, eran llamados “Laboratorios Parasensoriales”. En ellos residían
los inútiles e improductivos buscadores del denominado Invisible.
Eran, en verdad, algo muy diferente
de lo que habían sido lugares similares en la antigüedad. Seguramente que los
antiguos no hubieran podido comprender estos nuevos santuarios donde se reunían
personas de inclinaciones extrañas. Asombrosos solitarios. Ella retomó la
palabra:
“Retirarse del mundo es un
escándalo, un mirífico escándalo que los bestiales hombres del siglo XX, como
algunas mentes de hoy, no pudieron comprender del todo. Fue en aquel siglo que
acabo de citarte, en que esta clase de vida, estas minorías, estuvieron a punto
de ser destruidas, como tantas y tantas bellezas. Fue a partir de mediados del
siglo XXI, en que el mundo cambió y las unidades biológicas recobraron una alta
cantidad de sus esencialidades perdidas.
Los buscadores del Invisible se
tomaron más necesarios. Se descubrió que ellos, con sus actos de vida, generan
una fuerza equilibradora. Sin esa fuerza también nosotros estaríamos fuera de
lugar. Yo pensaba en los escandalizadores, pues así los llamaba todo el mundo,
y eran un escándalo verdaderamente fascinador.
Mis ojos se perdían por el valle y
el Este de la Luz me daba la impresión de ser uno de los sitios más
cautivadores de la tierra. El “Laboratorio Parasensorial” parecía una nave
marina flotando por sobre un mar esmeralda.
Ella callaba. Yo recordé algunos
episodios de la historia de las unidades biológicas humanas. Me detuve en
aquellos primeros años del siglo XXI en que los poetas fueron perseguidos como
perros hidrófobos. Creía comprender a los buscadores del Invisible que
laboraban tras las piedras del monasterio entregados a sus ejercicios y
oraciones.
La vida de los escandalizadores era
efectivamente prodigiosa y altamente respetable. El mundo científico en que
vivíamos, finalmente, había comprendido, a pesar de la oposición de los
seudodialécticos y políticos con concepciones sobreseídas, la imperiosa
necesidad de los llamados también “artículos de lujo”. Ella rompió el hilo de
mis reflexiones pronunciando palabras del pasado remoto: “En Él estaba la Vida,
y la Vida era la Luz de los Hombres”.
Los hombres, nuestras entidades
físicas, tan iguales y tan diferentes entre sí. Ella y yo. Aquellas palabras
lejanísimas. Tan próximas:
“Porque no me verá Hombre ninguno
sin morir”.
La muerte, la muerte reaparecía de
súbito, pero adquiriendo una nueva categoría en mi corazón. No, no estábamos en
aquel montículo por casualidad. Ella sabía por qué estábamos allí. Yo era el
poeta. Lo adivinaba. Insistió en la fructífera inutilidad de los
escandalizadores, quienes vivían entre el martirio y el paraíso; entre la
pobreza, como sublime vocación, y con la que tanto y tanto se y nos, enriquecíamos.
Ellos, sujetos a los misterios de la obediencia y a los poderes del silencio.
Yo me sentía pequeñísimo e irreal
ante aquellas realidades vivientes capaces de conducir los rebaños de sus
instintos hacia las piramidales cúspides de la perfección; hacía los magníficos
pies del Invisible. Ella dijo:
“Y tuvieron que pasar cientos de
años para que pudiéramos comprender”.
Yo escribía, con mi dedo
amorosamente nervioso, en la blanda página del aire, un breve poema al
Invisible, llorando como un niño, empapándome de lágrimas. Sentía que dejaba de
temer a mi muerte, a su muerte y a todos los riesgos de la vida, de esta
arcanidad, de este pasmoso viaje de ida y sin vuelta.
Ella jugó con palabras como éxtasis
y nunca, el juego, me pareció tan felizmente serio.
La tarde se precipitaba. Bajamos con
la ilusión en la sangre. El Laboratorio, la mansión de los escandalizadores se
fue quedando al otro lado de nuestros ojos. Volver a casa tenía un emocionante
sabor a vida.
La muerte, como olvidada, parecía no
estar ya con nosotros. Ella escudriñaba la química de mis sensaciones y deslizó
un “envidio a los escandalizadores, tan cerca del Invisible y tan indiferentes
al drama de la inevitable destrucción que a todos nos aguarda”.
El retorno era algo no imaginado a
la salida. No pude evitar darme cuenta de que aquel pequeño viaje también había
sido un viaje de ida y sin vuelta.
Nuestra casa tampoco era la misma.
Nos miramos el uno al otro, ya en su interior, y nos abrazamos con devota
religiosidad. Nada tuvo nombre.
EL TIEMPO le fue dando redondeces
cautivadoras. No hubo necesidad de que me lo dijera. Yo sentí que penetraba en
la dimensión desconocida. ¿No es ahí donde comienza toda vida?
Ella me hablaba de la
tridimensionalidad y yo me perdía por los orbes de las geometrías
hiperespaciales. En una de las losas del piso ella había mandado grabar estas
palabras:
“El pensamiento científico no es ni
un acompañante ni una condición del progreso humano: es el progreso mismo”.
Debajo podía leerse el nombre del autor: William-Klingdon Clifford.
Ella era una gran admiradora de este
geómetra del pasado. Ella me había hablado de otros geómetras no sin cierto
desprecio: “Los poetas de hoy son los geómetras de ayer”, y de las obsesiones
de los geómetras de la antigüedad.
Clifford era diferente y ella
compartía con él la pasión por el progreso. Yo traté de encerrar mis
sentimientos en la cuadratura del círculo.
Lo matemático nos envolvía. Ella
dijo algo importante “que no debería olvidar”, en sus palabras, “el hombre de
ciencia”:
“Las matemáticas no son del todo
matemáticas” y luego me recordaba que “están en evolución constante”. La miraba,
segundo a segundo, más oronda. Y me hizo esta broma:
“Tú, a pesar tuyo, también
evolucionas”.
Continúo después con sus monólogos
jugando con frases como “parámetros de tiempo” y acentuando:
“El tiempo no existe, porque no
existe el ayer ni el mañana. Todo, absolutamente todo, es presente”. Y sonreía
como distante y me hacía ver que todo cuanto existe, incluidos nosotros, bien
podría haberse iniciado hacia apenas unos segundos.
“Es una vieja teoría, mi cálido
animal, y, como toda teoría, demostrable. Sí, no te extrañes, poeta, el
Universo en que residimos tal vez fue creado hace un instante y jamás nos
daremos cuanta de ello”.
Y tornaba a sonreír como distante,
muy distante de todo. Pero seguía dulcemente cóncava; tiernamente ahuecada por
la vida en marcha.
Cierto, lo confieso, que había
momentos en que llegaba a creer que estaba completamente loca y que su ciencia
no era más que una falacia, como ella misma,, quizá como yo, tal vez como la
vida que nos comenzaba a unir para siempre:
“La magia de la abstracción bien
pudiera derivar en praxis”.
Sombra su voz. Yo la veía más y más
bella, engreída de luz. Sí, estaba maravillosamente loca... de vida. Y
posiblemente no lo sabía a fuer de perderse por la microfísica, la electricidad
y no sé que temblores aritméticos.
No era necesario despejar su
complicadísima ecuación para comprenderla. La veía transparentarse y estallar
de júbilos maternos, por más que ella “tratara de ocultarlo negándose a sí
misma.
Sentí que algo había fallado en su
método científico. Supe que su manera de estudiarme no había sido la prevista.
Creí saberlo. Fue entonces cuando me llevé la extrema sorpresa de mi vida. Mi
unidad biológica la oyó, sobresaltada, decir:
“Te equivocas, poeta, es mi voluntad
hacerte padre. No ha sido, de ningún modo, tu inconsciencia la que me hace a mí
madre. Recuérdalo por los siglos de los siglos”.
Me lo dijo sin más. Y pasó a hablar
de astrofísica, de cosmología, de la fuente del Universo, de la explosión, de
la creación continua y de todo lo inexplicable y explicable a la vez.
El tiempo, o lo que yo entendía por
tiempo, seguía su curso y ella proseguía su labor silenciosa de vida.
“Poeta, ¿nunca te has puesto a
pensar en los miles de miles de existencias que nos preceden?” Mis ojos la
miraron despacio. Ella continuó.
“Para que tú y yo estemos aquí, si
miras hacia atrás, verás dos largas y casi infinitas filas de unidades
biológicas, receptáculos y receptáculos de energía, de ambos sexos, donde se
dieron todos los caracteres, todos los oficios, todas las profesiones, todas
las angustias, dolores, tristezas, placeres, éxitos, fracasos; todas las
escalas sociales; todas las esperanzas, todas las desilusiones, todo el amor y
todo el odio de este planeta.
Sí, tras nosotros podremos ver
cocineras, enfermeras, damas elegantes; soldados, generales, amos y esclavos.
Todas y cada una de las categorías están implícitas en cada uno de los poros de
nuestras entidades físicas. El pasado del planeta, y más; del sistema solar y
del Universo sonríe y lloran contigo, piensan y avanzan conmigo.
Mi cálido animal, nada, nada
comienza con nosotros y todo, todo comienza con nosotros al mismo tiempo”.
Callaba para respirar hondamente y continuar:
“Esto que llamamos vida, esto que
está representado en nuestros cuerpos físicos, y que aletea por nuestros
pensamientos, es, en realidad, la síntesis de todo cuanto ha existido y existe
en la pantalla mágica del devenir”. Se daba unos segundos de silencio:
“Por nuestras venas transita la
sangre de los vencidos y de los vencedores. Llegará un día, poeta, en que
podremos fotografiar en una de nuestras células todo lo que ha existido.
Conseguiremos así, mi cálido animal, ver desde el monje en oración al
homosexual entregado a los placeres de la carne; desde el santo sembrando las
semillas del bien al asesino refocilándose sobre su inocente víctima.
En vivida radiografía podremos
comprobar cuanto hemos sido y, hemos sido, poeta, desde madre entregada a los
frutos de su vientre, con lujo de amor, a cruel y despiadada madrastra. Somos
la consecuencia de un cortejo visible e invisible donde se dan cita todas las
formas de vida que han sido. Callaba. Sus pechos se erguían al ritmo de su
respiración. Retomaba el hilo de su discurso:
“Todos los tiempos tienen vigencia
en el iris de nuestros ojos, en las raíces de nuestras uñas o nuestros
cabellos. Poeta, puedo ver en ti desde el periodo arqueozoico, con sus algas;
el precambriano, con sus pólipos; el cámbrico, con sus branquiópodos; el
ordoviciense, con sus volcanes en erupción, sus crinóideos y trilobites; el
carbonífero, con sus cálidos mares, hasta el instante presente. ¿No es más y
mucho más que prodigioso?” Se hundió luego en un rico silencio. Yo la veía
orondear cautivadoramente. El tiempo y la muerte ya no me importaban y sentía
que flotaba en el centro de la voluptuosidad.
RECORDÉ
que ella me había declarado desde el principio que no me amaba, que era asunto
mío imaginar o inventar su “amor”, ya que su intención no era otra que la de
estudiarme y nada más. Creo que fue un día en que me habló de Empédocles, el
filósofo griego.
La media mañana era un árbol de sol
esplendoroso poblado de pájaros de luz en incendio de gorjeo. Sus ojos negros
miraban la distancia. Habíamos vuelto a salir al campo. Pasamos cerca de una
granja integral y ella me habló largamente de la ovomucina, yo oía el cacareo
de las gallinas y, un gallo, contra la hora, lanzó un kikiriqíííí, prolongado,
al aire.
El pasado agitó mis neuritas. Ella
me habló de “vivir por los sentidos”. “Tú vives por y para los sentidos, como
cualquier animal... y no creas... ¡resulta envidiable!”
Sus ojos negros se perdían en todos
los no sé dóndes. Yo la veía orondear. O creía verla. Pensaba en mis sentidos
aún jóvenes y disfrutaba el paisaje. Unas nubes diminutas y altísimas pespunteaban
como hilados, el vestido de la bóveda celeste. Cruzó el horizonte un propulsor
Z de viajeros en forma de cigüeña. Ella me habló de la nucleotérmica. Yo seguía
pensando en mis sentidos y no pude evitar la memoria de su fin: “Sí, los
sentidos se agotan, y un día no queda nada”. Me lo dijo, nuevamente en el
momento justo, con precisión de adivinadora. Y continuó:
“Si, no queda nada, finalmente de
nosotros. No olvides que tus antiguas sospechas: Nada hay más allá de la hiperlucidez que emana de la piedra. Sí, sí
todo parece acabar en la piedra tras esta fiesta, fisicoquímica, de los
sentidos. ¿Pero será, ciertamente, así, poeta?
Y me dejaba, como al ahorcado,
flotando de la cuerda de las interrogaciones y con la lengua afuera. Luego
proseguía:
“Sí, sí, mi cálido animal, son más
que insólitos los sentidos mientras somos jóvenes. Fíjate en el órgano de la
vista un picosegundo. ¿No te parece soberbio? Por él percibimos la luz, ¡¡¡la
luz!!!, las formas, la movilidad de los objetos, las distancias. Mírame. ¿No
sientes que soy? Soy. Además, al mirarte yo, tú existes. Sí, poeta, tú eres
porque yo soy y yo soy porque tú eres. Si yo muriera tú dejarías de existir.
Mírame y déjame que te vea. Seamos por la graciosa gentileza de los ojos”.
No lograba entenderla del todo bien.
Ella me hablaba del globo del ojo, del nervio óptico, del fluido lacrimógeno,
de la córnea, de la coroides, que forma el iris y el cuerpo ciliar. Yo me
perdía, placer de verla, por sus pupilas y, en el fabuloso reino de mis
retinas, la contemplaba embellecida hasta la alucinación y me aterrorizaba al
pensar en la ceguera y dejar de ver su unidad biológica. La ceguera me trajo la
memoria de la muerte. Me dio calofrío. En verdad ver es vivir y amar y yo vivía
y amaba a través de mis ojos y sus ojos negros la magia de la creación. Mi
imaginación, toda ojos, se embriagaba en el acto de verla y nacía en mí el
férvido sino de la contemplación suprema.
Ella, entonces, olvidándose de los
ojos me hablaba del oído, de la trompa de Eustaquio, del martillo, del yunque y
el estribo, del utrículo y el sáculo, incomparables cámaras, y, la palabra
cóclea me recordaba los vocablos tímpanos y caracol y los sonidos del mundo me
acariciaban desde sus labios con lisura. Todo era música. Entendía yo el
significado de la eufonía. Conmovido me aproximé a ella y besé sus orejas. Ella
reía y reía sonoramente. Lo sonoro retornaba a ser edénico para mí, al igual
que en los días de mi infancia, y comprendí el alma de las antiguas leyendas.
Fui el flautista mágico y me transformé en conductor de ejército de animales
salvajes. Todas las barbaries pueden llegar a ser cautivadoras mansedumbres:
“Te huelo, poeta, y me hueles a león
joven y a potro nervioso”.
Era su voz deificando al sentido del
olfato. De súbito ella me olió a cármenes en plenitud, a noria de huerta en las
campiñas del Sur, a todas las yerbas buenas del Universo. Olí, entremezcladas,
la grama y la salvia, el sinicuichi y el perejil, el toronjil y la verbena. Su
voz interrumpió mis olfativas ensoñaciones: “...Pero entre todos los sentidos,
poeta, yo sé que tú elegirías el tacto”.
Lo real era que yo no sabría vivir
falto de cualquier de mis sentidos. Ella continuaba:
“Sí, sí, es el tacto, poeta, el más
tuyo de los sentidos”.
Yo visualizaba su imagen cerrando mis
ojos. Ella insistía en las complacencias del tacto:
“Te he sentido abrazado a mi cuerpo
desnudo con tu cuerpo desnudo. He leído tu piel, tu lengua y te he sabido,
táctil, inmensamente feliz. Tus ojos estaban cerrados y la oscuridad nos
envolvía. Yo te sentía, mi cálido animal, como en otra prodigiosa y dichosa
dimensión, en vuelto en emporio de ternuras, recordando quizá tu poema `La
pasión de la piedra´, como dueño ya, por los poderes del tacto, de la perfección del silencio sin tiempo.
¿No es verdad?”
LA sentía orondear con estremecimiento
mientras que, como ajena a sí misma, me hablaba del tacto. Y llevaba razón al
considerarlo mi sentido favorito, por más que yo no lo hubiera advertido. Me
abracé a ella llorando, porque no pude evitar pensar que un día dejaría de
regocijarse con la fragancia de mis sentidos.
La besé y la besé, acción de
delicias en palabras prohibida, y su saliva me supo a ella y, ella, lo fue todo
para mí. Como era común en nuestras relaciones la sentí distante de mis
pensamientos y la oí hablar “del velo del paladar”. Todo pareció velarse para
mí y la amé y la amé con furia. Ella se dejaba amar. ¿qué sé yo cómo?, pero se
dejaba amar y mis sentidos vacacionaban deleitosamente en sus disimulados
rubores.
Nos amamos, sí, sobre la yerba y a
plena luz del día. Yo sentí que retomaba al génesis. Sin embargo, un nuevo
propulsor Z cruzó el azul ella me dijo:
“Es ayer y es hoy. No te confundas”.
El tiempo se desdobló en mi mente en
trillones de edades. Ella simplemente sonreía. Y susurró;
“Volvamos”.
Mojados de universo retornamos a la
casa. Un niño nos saludó desde la granja integral alzando sus brazos. Le
devolvimos el saludo. Ella, como henchida de futuro, me dio su mano. Yo sentí
su calor, como de pájaro, revolotear en mi alma.
La amaba, la amaba, la amaba
infinitesimalmente.
TODO se aproximaba al apogeo del
prodigio. Ella, no obstante, fingiendo una indiferencia insolente, retornaba a
hablarme de Kantierzo Turdive, el historiador del siglo XX, que fuera ignorado
por sus bestiales contemporáneos. Me decía:
“No estoy muy segura, pero tú tienes
algo, poeta, de aquellos animales salvajes del siglos XX. Y me recordaba,
entornando los ojos, los destellos del coridón, los centellos de la aventurina,
las alucinaciones del jaspe y los hechizos del rubí.
Yo la veía orondear y orondear dulce
y mágicamente. Ella, como ajena, pasaba a narrarme páginas enteras escritas por
el sabio Virván Pasamín y me trasladaba a países y tiempos de los inicios de la
Era Solar.
El tiempo proseguía su marcha
aproximándola al apogeo del prodigio. Ella fingía no estar advertida de su
realidad. Mi química se excitaba y mi mente, al igual que la de los
escandalizadores, volaba hacia el Invisible en emotivas súplicas. Mi corazón
palpaba los picosegundos envidiando la paz de las unidades biológicas que
habitaban al Este de la Luz.
Sí, sí, ella llevaba razón: yo tenía
mucho de aquellas salvajes e inseguras criaturas del siglo XX. Su voz me sacó
de mí al hablarme otra vez, con aire de misterio, de los Teólogos del Limbo. No
pude evitar pensar en la muerte. Ella, como jugando, me dijo algo que yo ya
había oído no sé dónde y que sabía intensamente a ella:
“El Universo es la obra de un
coleccionista de formas de la energía”. Toda su energía se hacía más y más
oronda. Continuó hablando como consigo misma:
“A veces pienso que lo realmente
envidiable sería no haber nacido”.
Su vientre, sin embargo, anunciaba
la vida. Era contradictoria. Era ella, tan matemática y en loor de ciencia. Por
mi mente cruzaban palabras como reproducción, útero, placenta, cordón
umbilical, cromosomas. Palabras que ella me transmitía en silencio. No pude
evitar pensar en nuestra dramática situación en el espacio y en el tiempo, tan
palpable. La ptialina en mi lengua no sabía qué decir. Ella insistió:
“Eres un extraño animal”. Y luego:
“Me recuerdas las lluvias ciclónicas”.
Yo rompía en llanto. Lloraba y
lloraba, hipersensible a morir, y como herido en la esencia, de una apoteósica
alegría:
“Así lloraban, poeta, los hombres
del siglo XX, aquellas unidades biológicas tan ignorantes e indefensas”.
El siglo XX y Kantierzo Turdive la
obsesionaban aquel día. La proximidad del apogeo del prodigio la conducían a
refugiarse en el pasado prehistórico. El siglo XX era parte de nuestra prehistoria.
Sus ojos relampagueaban de vida
futura. Estaba hermosa como la plenitud. Mi química, mi física, temblaban de
turbaciones prehistóricas. En verdad yo era un ser extraño, un ser que aún
amaba.
Un ser que todavía conservaba su
fervor por la poesía, el arte de hacer ver a los ciegos, de hacer oír a los
sordos y hablar a los mudos. Ella era poesía y no lo sabía. Ella, que orondeaba
edulcorada de energía y movimiento, cada instante más próxima al apogeo del
prodigio. Ella, que recitó desde su orbe vital estos versos de mi viejo poema
grabado en piedra en la puerta de nuestra casa y también en las
circunvoluviones de nuestros cerebros:
“La piedra es receptáculo
de todos los castigos
sin irradiar el hilo de una queja”.
Y seguía:
“Poeta, no puedes adivinarlo, tú, el
adivinador, no puedes adivinarlo”. Yo la interrogaba con mis ojos húmedos. Oía
su voz sin que ella abriera sus labios:
“Quiero que viva”. Y volví a ver al
chamariz, aquella avecilla moribunda que un día, ido para siempre, protagonizó
una emotiva historia en nuestra casa y que tanto me hizo pensar en el viaje de
ida y sin vuelta. Ella, rastreando el pasado, me volvió a decir:
“Me hubiera gustado ser un yo sin
tú”.
Pero esta vez no pude odiarla. El
amor puro y sin mezcla inundaba los archipiélagos de mi corazón y, de nuevo, me
narraba prodigiosas historias de la vena cava; leyendas de los vasos
coronarios; aventuras del cayado aórtico... Y todo se sucedía como en otro
tiempo y en otras vidas. Nuestras unidades biológicas estaban allí sin estar y
estando y todo, todo, ella, conmigo y sin mí, se aproximaba al apogeo del
prodigio. Su insolente indiferencia resultaba inútil y Kantierzo Turdive, el
lúcido historiador del Siglo XX, se iba alejando como una nave espacia, como un
simple propulsor Z, de nuestro caos”.
Callaba para proseguir:
“Siento que la vida, tan
perfectamente organizada, no es más que una broma del caos. ¡Mírame, poeta,
prisionera como tú de sus laberintos!”
El apogeo del prodigio, con su
proximidad, la hacía delirar y palpitar más allá de toda ciencia, dentro de la
esencia misma de la poesía.
Y EL prodigio se hizo. Nunca podré
olvidarlo. Finalmente me había hecho padre. Imaginé que, de alguna manera,
habíamos vencido a la muerte. Era nuestro trabajo contra la muerte. Ella
callaba y callaba. Todo me daba la sensación de estar flotando como en el
centro mismo del milagro. Su ciencia quedaba lejos. Lo matemático parecía no
importar:
“Nada hay más misterioso, ¿qué era,
en suma de sumas, en resta de restas, en divisiones de divisiones o en
multiplicaciones de multiplicaciones, la realidad?
Unidades biológicas, como decíamos
nosotros; seres humanos, como decían los antiguos, sí, ¿qué éramos en realidad?
Sentía que estaba leyendo su mente, que me hablaba sin hacer uso de las
palabras. Ellos, los gemelos, estaban allí y ya tenían nombre: Iridia y Kuxién.
Y los contemplaba dormidos, graciosamente, en sus cunas con mi química
estremecida.
Ella, como ya era costumbre, y,
adivinando mi pensamiento y como si regresara de no sé qué lejanía, hirió mis
oídos:
“No te engañes, mi cálido y efímero
animal, no engañes”.
Respiraba, y sus pechos cargados de
lácteo alimento se erguían como dos soles fructíferos. Y añadía:
“Ni este –y señaló a Kuxié y a
Iridia- ni ningún otro trabajo pueden vencer a la muerte. No te hagas
ilusiones, poeta. La verdad es que este hermoso trabajo únicamente contribuye,
y debemos ser humildes y reconocerlo así, a que el Trabajo del Invisible
continúe... ¡¡¡y no sabremos nunca el para qué!!!”
Gritó, sin disimular su rabia, la
frase final. Yo me asusté. Un miedo cósmico me caló los huesos hasta estremecer
mi osteína. Mi metabolismo se alteró.
Miré a Iridia y a Kuxién. Una larga
lágrima bajó por mi mejilla. Comprendí que ellos habían iniciado, por nuestra
causa y a pesar de su inocencia, sus respectivos viajes de ida y sin vuelta.
Lloré avergonzado contra el prodigio
mismo. Todo fue distinto a la espera. Ellos estaban allí. Su presencia cambiaba
la realidad y la esperanza se tomaba inquietud y temor. El placer y el dolor
combatían en mi cerebro como dos guerreros irreconciliables. Ella reiteró:
“Maravilloso es el caos, poeta, pero
el caos, con todas sus maravillas, está muy lejos de ser nuestro aún. Tal
vez...”
Lejos. Lejos. ¿Qué tan lejos? La
palabra exilio se entremezclaba en sus labios con vocablos como vida y muerte.
El apogeo del prodigio tenía nombre.
Mi corazón se deshacía por ella, por Iridia y Kuxién, mientras se debatía entre
la dicha y la desdicha, acongojado por mi complicidad en aquella vital
confabulación:
“Poeta, poeta, no te martirices.”
Era su voz determinante y sabia.
Pero ellos ya estaban allí
destinados irremisiblemente a su viaje de ida y sin vuelta. Ellos que, como
nosotros, iniciaban su ciclo fatal y repetido hasta el cansancio por todas las
unidades biológicas humanas.
Ella, me deleité en su carita, era
bella, profunda, misteriosa y sabia como la semilla.
Él era vigoroso, intenso e
irradiador como el principio de la acción.
Lo inexplicable entraba y salía por
mis ojos arañándome la conciencia como un grito de sal evaporada:
“Todo es fisicoquímica” y después de
callarse y poner una huella de dolor en el tiempo, reiteró: “Al fin de cuentas
no somos más que una peculiar organización de la materia”.
Yo me quedaba colgando del misterio,
de la palabra materia, no como un arácnido de su seda, sino como un arlequín de
un gesto invisible.
Sí, comprendía por fi que habíamos
sido atrapados de nuevo y que la oportunidad de entregarnos al caos, sin dejar
huella, la habíamos perdido otra vez más. Nos regía sin remedio la continuidad
del orden; las maravillas del caos se nos negaban y solamente teníamos sus
veladas nostalgias.
Leí su pensamiento, o ella me hacía
sentir que lo leía. Vi como pensaba en la abuela muerta. El pasado,
sentimental, sacaba de los cajones docenas de pañuelos alcanforados y bordados
de adioses.
Iridia y Kuxién empezaron a llorar a
dúo. ¿Era la realidad? Yo sentí que despertaba del sueño de un sueño. Ella se
levantó presurosa, diciendo:
“Tienen hambre, simple y
sencillamente tienen hambre”.
I N D I C E
El
caos es maravilloso
Maravilloso
es el caos
Juan Cervera Sanchís,
hijo de Juan Cervera Rueda y Asunción Sanchís Jiménez, vino al mundo en la
villa exatiana (Axati), hoy Lora del Río, Sevilla, España, el 24 de Octubre de
1933. En 1968 llega a México, donde reside.
El
poeta León Felipe fue su amigo e introductor y el poeta Juan Rejano le abrió
las puertas del periódico “El Nacional”. Luego conocería a Ermilo Abreu Gómez
del que mucho aprendió.
Durante
un tiempo ejerció el periodismo escrito y televisivo, colaborando en varias
revistas, diarios y noticiarios de radio televisión.
Su
primer libro publicado en México, con la ayuda de León Felipe, se titula Estoy
aquí, miradme. Desde entonces Juan Cervera no ha cesado de publicar, es
autor de más de treinta títulos.
Entre
sus libros más conocidos destacan La locura tienen nombr” (poesía) y Los
ojos de Ciro (relatos), así como Ácido mundo (poesía) y En
las nubes. Premio Internacional de Poesía Azor 1981.
Su
obra poética, en varios tomos, fue editada por la Asociación Cultural Bohodón,
de Trescantos, Madrid. En Lora del Río, el Premio
de Poesía Juan Cervera es disputado por los poetas jóvenes sevillanos. Su
poemario más reciente: Sonetos del amor, de la vida y de la muerte,
editado por la Diputación de Sevilla.
FOTOGRAFÍA TOMADA POR: Fernando Emilio Saavedra
Palma.
JUAN CERVERA SANCHÍS EN LA FOTOGRAFÍA DE LA
CONTRAPORTADA.
CONTRAPORTADA DE EL
LIBRO:
EL CAOS ES
MARAVILLOSO
MARAVILLOSO ES EL
CAOS
EDITORIAL DOMÉS,
S.A.
PORTADA:
IZUNZA Y ASOCIADOS
PUBLICIDAD, S.A.
SONIA FURIO, HIZO LECTURA DE
TEXTOS DEL POETA Y ESCRITOR JUAN CERVERA
SANCHÍS,
PERSONALIDADES DE DIFERENTES ARISTAS
CULTURALES, LOGRAN CON SU VOZ DAR PRESENCIA AL POETA. Fernando Emilio Saavedra
Palma.
FOTOGRAFÍA TOMADA DEL BUSCADOR DE Google.
network54.com
Su primer papel
protagónico lo logra en 1957, al lado del famoso actor Germán Valdés “Tin Tan” en la pésima cinta El campeón ciclista,
logrando mayor fortuna en Refifi entre las mujeres (1958) y Vagabundo
y millonario (1959), también al lado del cómico. Al lado de Gaspar Henaine “Capulina” y Marco
Antonio Campos “Viruta” participa en
los éxitos taquilleros La sombra del otro (1957) y Se los chupo la
bruja (1958). Sin embargo la oportunidad de demostrar su calidad de actriz
le llega en 1960 cuando junto a Pedro Armendáriz, Ariadne Welter
y Agustín de Anda protagoniza Los desarraigados, que participa
con poco éxito en el Festival de Venecia y le da a Sonia el premio “perla del atlántico”, que
se otorga a “la actriz de la simpatía" en el certamen cinematográfico de Mar del Plata (Argentina).
Después participa en cintas como Remolino (1961) con Luis Aguilar
y Cielo Rojo (1962), entre otras, dejando paulatinamente su carrera
cinematográfica para iniciarla con gran éxito en televisión, en donde participo
en proyectos como: Fallaste
corazón (1968) y Mi primer amor (1973), que represento el ultimo trabajo de la diva teatral María Douglas
antes de suicidarse, El chofer (1974), Nosotras
las mujeres (1981), Vivir enamorada
(1982), Aprendiendo a vivir (1984), Ángeles blancos
(1990) y Vida
robada (1991), entre otras.