martes, 20 de marzo de 2012

DON ERMILO ABREU GÓMEZ Ensayo elaborado por: Juan Cervera Sanchís.

Ilustración elaborada por: Fernando Emilio Saavedra Palma.
DON ERMILO ABREU GÓMEZ
Ermilo Abreu Gómez Mérida (México), 18 de septiembre de 1894 - Ciudad de México el 14 de julio de 1971) fue un escritor, historiador, periodista, dramaturgo y ensayista mexicano. El interés que despertó en él Sor Juana Inés de la Cruz, se convirtió en la pasión de su vida. Su edición crítica a las obras de la monja jerónima significaron el redescubrimiento de su obra para la literatura mexicana. Miembro de la Academia Mexicana de la Lengua desde 1963, en sustitución de Artemio de Valle Arizpe.[1]  WIKIPEDIA.
Ensayo elaborado por: Juan Cervera Sanchís.

Creemos sinceramente, aunque todavía no seamos viejos y tampoco podamos presumir de jóvenes, que ya vivimos lo suficiente para atrevernos a decir que hemos conocido a muchos hombres.
De entre tantos y tantos hombres como hemos llegado a conocer, muy escasos son aquellos que han logrado mantener ante los ojos de nuestro corazón una imagen permanente de bondad y lealtad. Entre esos hombres cuya imagen permanece intacta por sus virtudes humanas, se encuentran la de Ermilo Abreu Gómez.
Los días, los meses y los años que lo hemos venido tratando no han podido hacernos cambiar de opinión sobre su persona. Don Ermilo, por donde quiera que se le mire, es el mismo don Ermilo de siempre. Y es que, como nos decía nuestra madre, “el oro aunque se mezcle con lodo siempre es oro”.
 Así es: Don Ermilo ha llegado a ser un virtuoso en la vida como en el arte. Un virtuoso en el sentido a que se refería León Felipe. De ahí que el contacto con su persona como con su obra, nos haya dado fuerzas y fe para seguir viviendo y poniendo nuestras esperanzas en la vida y en el arte.
Pensando, pues, en este hombre y en su obra, para nuestro propio y particular gozo, escribimos estas páginas, donde se intenta ofrecer la imagen de don Ermilo. Es posible que a duras penas lleguemos a dar una ligera imagen de todo cuanto es y representa este hombre. Pero nos creemos en el deber de aproximarnos más y más, así como de aproximar más y más a nuestros lectores, a la humanidad y al arte de este gran maestro de la sencillez y de la lengua española.
Entre los habitantes que pueblan la ciudad de México hay uno que para mí, por lo menos, tiene por su sencillez un especial encanto. Se trata de un hombre enjuto de cuerpo y bajo de estatura, viejo ya, aunque ligero de pierna y pie, todavía, como un muchacho montañés, según lo vemos caminar por doquiera diariamente. Cubre su cabeza, cana de sabiduría acumulada por los años, con una gorrilla de paño inglés, y usa lentes de gruesos cristales para sus ojos azules, redondos y vivos, como de expectante marino galaico. Su piel es sonrosada y fresca a pesar de los años. Sus manos, suaves y ágiles y de largos y finos dedos portan siempre algún libro, como si los libros fuesen parte de su propio ser.
Este hombre de aspecto levísimo no es rico. Se ve que ha llegado a la cumbre de su vida sin acumular bienes materiales. Todo él emana modestia, modestia que fascina.
No, no es rico este hombre, que si lo fuera no caminaría a pie por las calles sino que iría en coche. Pero como es lo que es, al parecer así lo ha querido voluntariamente, tras andar varias cuadras, se detiene, sin prisas siempre, con la paciencia que le es natural, en las paradas de autobuses para tomar el suyo, como cualquier vecino e ir y venir de un lado para otro.
Pero se percibe que a este hombre no le pesa, ni le duele ni le amarga viajar en vehículos populares, caminar a pie. En su rostro se trasluce la dulzura de aquel que vive alejado de las ambiciones y del medro. Lo que hace, lo hace de buena gana, como el que está de todas a todas conforme con su suerte.
La gente que lo conoce donde quiera que lo encuentran lo saludan con cariño y respeto, nunca con afectada cortesía. Y es que este don Ermilo es uno de esos escasos hombres, tan escasos hoy en día, que se dan a querer, pues tiene, tal como se dice allá en mi tierra andaluza, ángel y duende; un ángel y un duende cargados de humanidad. Y aunque tiene un bien ganado prestigio y gran fama jamás presume de ello para hacer de menos a nadie.
Este hombre, pequeño y dulce, como dijo Octavio G. Barrera, posee un gran corazón; corazón que va, en lo que respecta a grandeza, muy al par –y es cosa rara- con su talento literario.
Sí, don Ermilo es un escritor y un maestro y un hombre limpio, muy limpio, por donde quiera que se le mire.
Tal como dijo don Antonio Machado, “en el buen sentido de la palabra, es bueno”. Bueno, bueno. Don Ermilio a más de ser el escritor que es, siempre –de alguna manera han de vivir los escritores en nuestro medio- se ha dedicado a la enseñanza. Y a su edad, todavía, va a varias escuelas a impartir sus saberes. Esos sus saberes tan decantados, ya tan dentro de la piel de su sangre, como es su conocimiento de la lengua castellana.
Es un gran escritor, es un gran maestro y es bueno como el pan candeal, porque don Ermilo es dulce como el mosto, tierno como la lana, humilde como la yerba, generoso como el agua de lluvia. No; en don Ermilo no hay engaño; y no hay engaño ni en su persona ni en su obra, que ya es decir, aunque sea decir lo justo.
Pues bien. Nació este hombre singular un 18 de septiembre del año –gracia tuvo aquel año- 1894 en la ciudad de Mérida, Yucatán. Siendo aún un joven imberbe llegó primero a Puebla donde estudió, con viejos maestros, en el Colegio del Estado. Luego en México, pensando –maestro y aprendiz de escritor- en abrirse camino; pero en aquellos entonces, en estas alturas, los caminos estaban muy malos.
No fue raro por tanto que tuviera que dedicarse, por urgencias del pan llevar, a los más diversos oficios, todos alejados de sus dos y bien llevaderas vocaciones: la de maestro y escritor.
 Así que antes de tener una escuela donde enseñar y una revista donde escribir, no tuvo más remedio, y tal vez fue bueno el remedio para su experiencia como hombre, que ponerse un overol y durante ocho o más horas diarias vender zapatos para, a renglón seguido, los trabajos no duraban mucho en aquel tiempo, convertirse en cobrador de camiones de pasajeros. Puede que de ahí le venga su habilidad en tomarlos ahora. Y así anduvo lo suyo, que no fue poco, hasta que un día quiso la suerte que pudiera, ya para siempre, dedicarse a la enseñanza y a las letras.
Desde que don Ermilio vendió zapatos y boletos de autobús acá ha llovido y venteado bastante. Pero, lluvia, viento con viento y sol con sol, así como la luna con luna, nuestro hombre ha hecho muchas cosas, tales como escribir una voluminosa obra literaria de primerísima calidad, sin dejar un solo día, de dar clases de lengua y literatura española a no sabemos cuántas generaciones aquí en México y en el extranjero. Don Ermilo, como buen sembrador, ha ido dejando a su paso por entre surcos de la vida, la buena semilla; y su cosecha, la que se ve, como la que no puede verse, es mucha. Sin embargo, él permanece como el primer día que llegó a México, siendo un hombre humilde, fiel a sus convicciones humanas, políticas y literarias y tomando mañana a mañana y tarde con tarde sus camiones, como si tal cosa.
Su estilo, el de su vida como el de su prosa, es “un estilo común y moderado que apenas si lo nota nadie que lo ve”, tal como quería Andrés Fernández de Andrade. Así es don Ermilo por su modestia natural, nunca estudiada, nunca de pose malhadada y con intención de engañifa. Así como: un hombre sencillo y transparente de esos que jamás disputará su asiento a nadie intentando alcanzar puestos que estén más allá, según su juicio y entender, de lo que él considere el suyo propio. Tiene, como Arniches, su butaca y, como Arniches, jamás se ha movido de ella medrando por inestables butacas de primera fila como tantos otros que, en su afán de ser más de lo que son, tantas veces se vieron en el ridículo de tener que abandonarlas. Don Ermilo está en su asiento, en el suyo, y como está en el suyo y no en el prestado nadie lo mueve.
Y es que don Ermilo “necesita muy poco y lo poco que necesita lo necesita muy poco”. El cómo Mahoma puede decir: “La pobreza es mi gloria”.  La pobreza, sí, no la miseria, entendamos bien las cosas.
Y ahí, con su pobreza, tan rica, don Ermilo viene y va libremente, sin tener que inclinarse ante nadie, por eses calles que algunos, con mal tino, llaman de Dios. Y viene y va a sus asuntos, a sus clases, o al café, adora la plática, en donde pasa horas con los amigos, dejando, de vez en vez, que se le vaya el santo al cielo para luego dejarlo que vuelva con nuevas y sabias cosas que en la noche, ya en su casa, escribe.

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   CAFÉ LA HABANA
El Café La Habana fue fundado en 1954 y se encuentra localizado en la esquina de las calles de Bucareli y Morelos en el centro de la Ciudad de México, este café es famoso porque ha sido lugar de reunión de diferentes personalidades de la historia y de la literatura de latinoamérica. Durante su estancia en México Fidel Castro y el Ernesto "el Che" Guevara planearon la Revolución Cubana en este café.[1] Así mismo, el escritor chileno Roberto Bolaño junto con el escritor mexicano Santiago Papasquiaro fue el punto de reunión del movimiento poético infrarrealista.[2]
Aparece de súbito don Ermilo por la puerta del café la Habana. El reloj de Bucareli estará dando las doce. Dios sabrá para quién, pues con el tráfico de la calle nadie lo escucha.
Aparece, ligero como un gorrión y, como siempre, con su carpetita negra y alguno que otro libro bajo el brazo. Lo vemos por el espejo. El aún no nos ha visto y su sonrisa fácil y buena está por dársenos. Sin embargo, ya sentimos con gratitud la presencia de su halo magnético, como dicen los ocultistas.
Ofelia, Lupita o Carmela, cualquiera de las meseras, pues todas lo conocen y todas lo quieren, se le acerca, sonrisa a flor de labios y le ofrece una mesa solitaria. Luego le ayuda a quitarse el abrigo. Don Ermilo padece del corazón desde hace tiempo y debido a ello siempre, o casi siempre, incluso en los días de sol, que en México son los más, usa abrigo.
Al acercarse a la mesa, antes que nada, don Ermilo se quita su gorrita y la posa junto con libros y la carpetita negra en la silla más próxima. Y ya está don Ermilo acomodado en su lugar esperando que le traigan su café. Entretanto se alista como distraído el pelo o se frota la frente, para, a renglón seguido, llevarse esa misma mano al bolsillo del saco y poner sobre la mesa el tabaco y las cerillas. Fuma siempre tabaco rubio. Prende el cigarrillo y, mientras arroja la primera bocanada de humo, mira a su alrededor. No le habrá dado más de tres o cuatro chupadas cuando ya lo ha apagado.
Ofelia, Lupita o Carmela, la mesera que le tocó en suerte, aparece con el café. Un café de los llamados “americanos”, siempre solo, nunca con leche. El café humea y humea. Don Ermilio lo deja humear. Enciende otro cigarrillo y después, dejándolo en el cenicero, toma el taro del azúcar y deja caer su chorrito blanco hasta el fondo de la taza. Juega con la cucharilla a moverlo y poco después, ya debe de estar frío, le da varios sorbos. Como con el tabaco, don Ermilo, casi nunca apura su café.
Y aquí nosotros, para no hacer la observación más larga lo saludamos. El no nos había visto. Don Ermilo, nos sonríe y como si su sonrisa tuviera imán vamos llenos de contento hasta su mesa. La plática con don Ermilo es siempre un gozo.
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   PIO BAROJA
Pío Baroja y Nessi (San Sebastián, 28 de diciembre de 1872Madrid, 30 de octubre de 1956) fue un escritor español de la llamada Generación del 98 y médico. Fue hermano del pintor y escritor Ricardo Baroja, de la escritora Carmen Baroja y tío del antropólogo Julio Caro Baroja y del director de cine y guionista Pío Caro Baroja.

Al rato nos habla, al tiempo es lento y dulce, de su amistad y admiración por don Pío Baroja; de la posa de Camilo José Cela, de la de don Antonio Machado, de la de Azaña, de la de Martín Luis Guzmán, de la de Arreola, de la de Juan Rulfo, de la de Elenita Poniatowska, de la de Juan Rejano, del prólogo que este último escribió para su libro La letra del espíritu.
Don Ermilo nos habla de muchas cosas. Un día nos cuenta cómo era su padre. Un hombre de negocios que, sin embargo, leía a los clásicos y de ahí le vino a él su afición y gusto por los escritores españoles del Siglo de Oro. Otro día nos habla de su niñez; de cuando apenas contaba diez años de edad y leía a Cervantes, a Gracián, a Quevedo, a Santa Teresa, a Fray Luis de León, a Boscán… Y nos dice que su padre le decía: “Hijo, todavía no puedes entender esos libros, pero léelos”.
Tal vez don Ermilo, por aquellos entonces, no los podía entender, pero los leía con gusto y algo debieron dejarle aquellas lecturas, que no escribe hoy don Ermilo como escribe por ciencia infusa, y ya se sabe: lo importante en la edad temprana para nuestra formación posterior son las buenas compañías.
En el café, don Ermilo, nos cuenta estas cosas y otras muchas cosas que a nosotros nos da gusto escuchar de sus labios.
Nos habla así de Mérida, de sus calles… Nos refiere sus pláticas con Juan Ramón Jiménez allá en San Juan de Puerto Rico; de cómo Juan Ramón podía, con sólo leer unas líneas de un libro tomado al azar de su biblioteca, decirle quién era el autor o de qué siglo era aquella prosa. Y don Ermilo, al referirse a esto, nos dice, con esa humildad tan suya y dejando ver su admiración por el autor de Platero y yo: “Juan Ramón sabía”.
Y luego pasa a contarnos cómo odiaba Juan Ramón el humo del tabaco…”Y yo que siempre he sido fumador…” Pero don Ermilo sacrificaba su vicio con tal de estar cada día un par de horas platicando con el de Moguer.
Y hablamos y hablamos… Y salta León Felipe a la conversación. Nos dice don Ermilo  que Juan Ramón no quiso mucho a León al principio, pero que finalmente lo comprendió y lo quiso de veras mucho. El mundo de las simpatías como el de las antipatías es muy misterioso.

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LEON FELIPE
Felipe Camino Galicia de la Rosa, conocido como León Felipe (Tábara, Zamora, 11 de abril de 1884 - Ciudad de México, 18 de septiembre de 1968), fue un poeta español.
Nacido en una familia acomodada, su padre fue notario. Tras licenciarse como farmacéutico, León Felipe inició una vida llena de peripecias, empezando por la regencia de varias farmacias en pueblos de España y recorriendo a la vez el país como cómico de una compañía de teatro.
Permaneció tres años en la cárcel, convicto de desfalco y contrajo un matrimonio fracasado con la peruana Irene Lambarri, residiendo con ella en Barcelona. Su vida bohemia le sumió en una situación económicamente complicada hacia 1919, cuando iniciaba su obra poética en Madrid.
León Felipe, sin embargo, gustaba mucho de la poesía de Juan Ramón y hasta se sabía algunos sonetos suyos de memoria. También gustaba León Felipe de un gran libro de su gran amigo Ermilo: esto, en la conversación, se lo contamos nosotros a don Ermilo, pues así nos lo dijo cierta vez León.
“-Ese Canek- nos decía León Felipe- es un poema extraordinario y por él,
Ermilo puede ser considerado como uno de los grandes poetas de América. Así, por lo menos, lo considero yo que, además, lo quiero mucho”
Y así habla que te habla van llegando a la mesa nuevos contertulios. Algunos llegan tan sólo, sin sentarse a saludar al maestro. No son muchos los que se quedan. Casi siempre, más o menos, los mismos: Álvarez Amaya, el grabador, un muchacho pelirrojo; José Luis Espinosa, que estudia matemáticas y tiene, eso sí, un aspecto triste; el escritor Rubén Salazar Mallén, el periodista Ramón Sánchez Flores, Viola Palacio que llega siempre haciéndole carantoñas y que el maestro celebra con mucho  gusto y, de tarde, en tarde el genio disperso de Juan de la Cabada.
Don Ermilo quiere mucho a Juanito de la Cabada y se pone muy, pero muy alegre cuando éste llega. Pero Juanito es un ser misterioso que aparece nadie sabe por dónde ni cómo, cuando menos se le espera, y luego desaparece y pasan las semanas sin que nadie sepa una palabra de él. Don Ermilo suele decir de Juanito: “Si este Juanito quisiera escribir…”
Y pide otro café y enciende otro cigarrillo y vuelve a contarnos cosas de su Yucatán, de ese Yucatán que para él siempre es Mérida, es decir, de Yucatán.
Los cigarros van formando un montículo en el cenicero. Pasa el tiempo como si no pasara, lentamente, en amigable plática. Don Ermilo no discute nunca, sabe escuchar, tal como sabe hablar, con orden, con el orden armonizado de la mente y el corazón.
Pero don Ermilo, como los ruiseñores del bosque, suele enmudecer y hasta llega, con mucha cortesía si se quiere, a abandonar su mesa si se aposenta a su alrededor alguna gente grosera, vulgar. Don Ermilo no tolera ni lo vulgar ni lo grosero. Don Ermilo es humilde, sencillo, pero elegante, posee esa elegancia que muy pocos suelen percibir a simple vista, pues es muy del espíritu.
Tiene su ángel y su duende como ya hemos dicho: pero cuando éstos huelen la presencia de alguien que nubla el horizonte se van sin más a sus altos cielos, a sus soledades más íntimas, en suma, y hasta que el horizonte no ha sido despejado, no vuelven a dar señales de vida. Porque para malas compañías….
Y conste que don Ermilo es siempre amigo de los más humildes: de la mesera, del garrotero, del bolerito… A éstos jamás los trata mal, nunca les hará un desprecio. Sus elegantes actos de desprecio son siempre para otras gentes de más, entrecomillas la palabra, categoría.
Y ahí, al café, llegan muchos amigos a verlo; y ahí está él, en su silla, la suya, siempre la suya, presto a ofrecer su ayuda a quien lo solicite. Tanto al joven escritor de provincia que lo busca para recibir su consejo como a aquellos otros que le piden una firma para un escrito a favor de una buena causa. Don Ermilo nunca cierra los ojos ni esconde las manos cuando se trata de ayudar a alguien que merece ser ayudado.   Al contrario, siempre está presto a ofrecer su ayuda, todo lo que pueda dar.
Luego seguirá platicando de literatura, de escritores, de los misterios de la lengua, pero antes ya dio su ayuda. Su afición, aparte de leer y escribir, es la de hablar. Como el andariego Miguel de Cervantes, don Ermilo hubiera hecho buenas migas con los cabreros de la sierra y los arrieros de las ventas.
Pero son casi las tres de la tarde.
El sol principia a declinar, Don Ermilo deja el café y se va en busca del almuerzo en algún restaurantito humilde para, después, tras su parco yantar, tomar su camión rumbo a San Ángel, donde al llegar a su casa se refugiará a escribir y a escribir, en aquel recogimiento que allí se respira.
De puntillas, como si no quisiera molestar ni al silencio, don Ermilo entra en su casa. Es el retorno diario a sí mismo, a lo más esencial de su ser. La calle y el café quedan lejos, como en otra dimensión.
La calle de Frontera, allá en San Ángel, es una calle tranquila y la casa de don Ermilo es una casa grande y la parte más quieta de la casa es su biblioteca en donde, nada más llegar don Ermilo se recoge en casi monacal silencio.
Ahí es donde escribe, donde piensa mejor lo ya pensado para darle forma literaria. Al llegar abandona el abrigo y deja su carga sobre uno de los viejos sillones de cuero. En la estancia hay dos. Luego se quita sus gafas y las limpia mientras enciende la luz de su viejo quinqué, así lo parece, que nos recuerda a aquellos otros de pantalla verde que usaban nuestros abuelos y que, según don Ermilo, también usaba su padre.
El lugar tiene su clima, un clima monacal, casto y grato. Biblioteca y templo se parecen mucho. Esta de don Ermilo cuenta con tres grandes estanterías que llegan hasta el techo. Los libros han sido, desde siempre, el alimento principal de este hombre. Mal contados hay aquí más de tres mil volúmenes.
Don Ermilo se sienta en su sillón y saca su pluma. En las estanterías los libros parecen alegres de su llegada. Tal vez sean ellos sus mejores amigos. Se ve por dondequiera que en una proporción casi de mayoría son libros españoles: clásicos de la lectura, biblioteca de autores españoles, y un sinfín de libros sobre crítica, filosofía, lingüística y gramática y de antiguas y modestas ediciones. Y no faltan, cómo iban a faltar, las joyas del bibliófolo: la Historia del teatro español por el Conde de Schak; El elogio de la Estulicia de Erasmo de Rotterdam con dibujos de Holbein; una preciosa edición facsimilar del Cantar del Cid…
“Por sus libros los conoceréis” se ha dicho y si no conociéramos a don Ermilo lo bastante bastaría haber entrado aquí para acabar conociéndolo tal cual es: orden y claridad.
En las paredes de este recinto de estudio, pulcramente encaladas, están los retratos de sus amigos y de sus autores predilectos: Baroja, como “durmiendo en su butaca, la boina vasca ladeada sobre la frente”, tal como nos lo pinta Camilo José Cela, Azorín, Martín Luis Guzmán, Gómez Carrillo, León Felipe, con su penetrante mirada prometeica, Octavio G Barreda, Elenita Poniatowska, con su expresión de muchacha ingenua, Jaime Torres Bodet, Martín Gómez Palacio, Norberto Aguirre, Vicente Lombardo Toledano, con su elegante traje gris, José Moreno Villa, con su porte aristocrático, Genaro Estrada… Y muchos, no sé ahora cuántos, de su mujer, Margarita Paz Paredes, y tres o cuatro retratos más de su hija, la muy preciosa Juana Inés, siempre sonriente aunque no ría.
La mesa para escribir es ancha, y el sillón donde don Ermilo se sienta para escribir es de petatillo. Sobre la mesa está el viejo quinqué. Frente a la mesa está una anchísima ventana que mira al patio lleno de árboles, de rosales, de geranios, de enredaderas y de inquietos gorrioncillos, gorrioncillos que acuden como las moscas a la miel, por las migajas de pan, de tortillas de maíz, que don Ermilo, con la mejor intención, les rocía cada día en el césped.
Por la ancha ventana entra la luz del sol, de la luna y de las estrellas, aunque don Ermilo, día y noche, sólo usa para escribir la de su viejo quinqué.
Sobre la mesa no hay cenicero. Don Ermilo que tanto hace como que fuma en el café cuando lee o escribe renuncia al cigarrillo, tal vez porque no lo necesita para ello. Sólo, con el quinqué, están sobre la mesa el cuaderno de blancas hojas y la pluma.
Los libros de consulta se ven en un anaquel cercano; los predilectos también; uno de Cela, otro de Baroja, un Quijote y libros de antiguas zarzuelas, su música preferida que él gusta en sus ratos de ocio tararear para avivar viejos recuerdos.
Don Ermilo escribe despacio, muy despacio, sin dar nunca señales de prisa. Luego corrige y vuelve a corregir. Y así hasta que juzga que lo escrito está bien escrito. Entonces él mismo pasa lo manuscrito a máquina y, todavía, sobre su pequeña y muy bonita máquina que parece de juguete, vuelve a corregir.
Escribe sin horas fijas en el día, casi siempre por la tarde, para terminar a eso de la media noche, cuando ya los gallos empiezan a cantar. A veces se cansa porque le duelen los dedos y, entonces, toma un libro –siempre el predilecto- y se reconforta con su lectura para tornar luego a la tarea.
En este día lo vemos repasar por centésima vez su ensayo La letra del espíritu. Este libro de don Ermilo, en parte ya lo hemos leído, es un libro que está lleno de suave y oculta sabiduría. Ahí, en su libro, lo que se sabe se desliza manso, como ya lo verán aquellos que lo lean con detenimiento.
Don Ermilo escribe aquí, y aquí descansa y mira el sol o la lluvia a través de su ventana. Una tarde de esas en que llovía y don Ermilo cansado, no dio paz al ocio, escribió: “Toda la tarde está lloviendo. En San Ángel, donde vivo, el agua cae a torrentes. El patio de mi casa está inundado. Junto a la ventana de mi biblioteca leo en santa paz los últimos capítulos del Quijote –los más tristes-. Los leo despacio…”
Pero a veces no llueve y no lee don Ermilo. Hay sol y los pajarillos acuden por las migajas de pan o tortilla de maíz. Los pajarillos están retozones y don Ermilo, como San Francisco, platica con ellos sin necesidad de usar con sus amigos las palabras.
La ventana está semiabierta y como envuelta en neblina, llegan mansas, muy mansas como oraciones musitadas, cae la tarde, las campanas de San Ángel. Y don Ermilo que ama el silencio y la soledad donde se habla, como Quevedo ha aprendido a hablar “con los ojos con los muertos”. Don Ermilo se regocija por dentro y escucha los ruidos lejanos: el tren que pasa, los perros que ladran, los gallos que cantan, las campanas, sí, las campanas que tocan y el coro de los niños que juegan en el jardín de la iglesia.
Y así transcurren los minutos en santa mansedumbre hasta que vuelve como siempre a su mesa, y se pone a escribir y a escribir hasta tan tarde que se cae de sueño y apaga su quinqué y sube de puntillas a su cuarto. Ya en la cama, todavía, lee unas páginas y con el libro entre las manos se queda dormido.
Cuando amanezca volverá a leer algo, se aseará y saldrá a la calle a tomar su camión, a zambullirse en el trafico, a sentarse en rueda de amigos a eso del mediodía en el café y a vivir, a vivir otro día, esos sus días que pareciendo tan iguales son tan distintos siempre, porque don Ermilo siempre está más allá, mucho más allá de lo que a simple vista podemos ver en su persona y en su obra. El tiempo lo dirá.
             








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