lunes, 30 de abril de 2012

JAIME SABINES Ensayo hecho por: Juan Cervera Sanchís.


ILUSTROACIÓN ELABORADA POR: Fernando Emilio Saavedra Palma.
JAIME SABINES
Ensayo hecho por: Juan Cervera Sanchís.

Jaime Sabines ha dado dimensiones insospechadas a lo cotidiano. “Toda ciencia transcendiendo”, su verso, encuentra en el corazón de la cebolla, un milenario sabor a Dios que hace crecer su alma. Un alma que “crece a todas horas hasta hacerse pequeña”. Y que Sabines ama a las cosas pequeñas, sabedor de que el secreto del universo está en los actos y en los hechos diminutos de cada día. La grandeza, su grandeza poética, radica precisamente ahí. Pero lo pequeño se hace grande, o mejor dicho hermoso, cuando él lo toca con la alquimia de sus palabras.

Sabines podría decir con Rafael Alberti: “Hago mis economías/pero mis pocas palabras/, con ser de todos, son mías”. Suyas y muy suyas, con ser de todos, son las palabras cuando Jaime Sabines las usa. En sus manos se trasmutan y son lo que son y cómo son:

Ando buscando a un hombre que se parezca a
                                                                               
para darle mi nombre, mi mujer y mi hijo,
mis libros y mis deudas.
Ando buscando a quien regalarle mi alma,
mi destino, mi muerte.
¡Con que gusto lo haría,
con qué ternura me dejaría en sus manos!

Y es que Jaime Sabines es un manojo de sensaciones enredadas, a ratos, en el árbol de la angustia; una angustia Tarumba donde, de pronto, aparecen remansos, en forma de rendijas, anunciando la paz (una paz que al parecer nunca llega), por más que se anuncia. Y el poeta se atormenta. Y su voz más suya sale a flote:

Quiero que me socorras, Señor, de tanta
                                                          /sombra
que me rodea, de tanta hora que me asfixia.
Quiero que me socorras. Nadie, de esta
                                                  /intranquila
supervivencia, de esta sobremuerte agotadora.
Quiero que me hundas, Padre, de una vez para
                                                                     /siempre
en tu caldera de aceite.

La búsqueda desesperada de lo absoluto no lo deja bienvivir
el tiempo efímero de su carne. Pálpitos bíblicos. Vientos proféticos agitan esta poesía.

¡Aleluya!
¿Qué pasa?
Hay una escala de oro invisible
en la que manos invisibles ascienden.
Lo invisible también está aquí. El poeta lo sabe. Lo aprende:

Oigo palomas en el tejado del vecino.
Tú ves el sol.
El agua amanece,
Y todo es raro como estas palabras.
¿Para qué te ha de entender nadie, Tarumba?
¿para qué alumbrarte con lo que dices
como una hoguera?

Quema tus huesos y caliéntate.
Ponte a secar, ahora, al sol y al viento.

Lo cotidiano está ahí, cierto, pero en otra dimensión. Lo invisible, siempre esta aleteando sobre lo visible de esta poesía. Es decir: la muerte y la vida. Esa gran muerte viva que cruza los poemas esenciales de Sabines.
Hombre de fe tora una y otra vez y una y otra vez restaurada. La palpable angustia, la desesperación palpable y la tangible esperanza y la confianza tangible. Creer y no creer. Hombre en medio de dos mares en pugna.

Y siempre he sido el hombre, amigo fiel del
                                                                    /perro,
hijo de Dios desmemoriado,
 hermano del viento.
¡A la chingada las lágrimas!, dije,
y me puse a llorar
como se pone a parir.

El dolor está presente, muy presente, en la oración-elegía, que hallamos temblando, la más de las veces, en estos poemas (que son un solo y único poema) de Sabines; en esta poesía tan soliloquio. Está el dolor, sí, pero un dolor que en el fondo cree en el placer. Tal como está la muerte, una muerte que no cree en ella, porque la vida la desborda en formas insospechadas:


Morir es retirarse, hacerse a un lado,
ocultarse un momento, estarse quieto,
pasar al aire de una orilla a nado
y estar en todas partes en secreto.

Morir es olvidar, ser olvidado,
refugiarse desnudo en el discreto
calor de Dios, y en un cerrado
puño, crecer igual que un feto.

Morir es encenderse bocaabajo
hacia el humo y el hueso y la caliza
y hacerse tierra y tierra con trabajo.

 Apagarse es morir, lento y aprisa,
tomar la eternidad como a destajo
y repartir el alma en la ceniza.

Morir es muchas cosas. ¿No es acaso vivir doblemente?
¿Qué somos? ¿Qué no somos? Tras un nombre creemos existir y ser alguien. El poeta advierte que él es algo más que él. ¿Dónde están los otros? Hay quienes aseguran que tras muestra imagen de vida, tras nuestro vivo ser, hay miles de muertos… miles de vidas. ¿Quién escribe, entonces el poema?

A veces  -no siempre, pero a veces-
alguien nos dicta, nos conduce
de un acto a otro,
somos un instrumento,
nada más un muñeco con hilos invisibles.
¿Quién es, o quiénes son
o quiénes somos?

Jaime Sabines no tiene la respuesta. Nadie la tiene. Pero la pregunta es tan importante como la respuesta. No se crea, como algunos creen, que es fácil, sencillo, cómo preguntar. Desgárrarse el poeta en su preguantas sin respuestas y en su charco de vida se ahoga sin ver la posible orilla, y se dice para sí mismo: “He repartido mi vida inútilmente entre el amor y el deseo, la queja de la muerte, el lamento de la soledad.
Me aparté de los pensamientos profundos, y he agredido a mi cuerpo con los excesos y he ofendido a mi alma con la negación”. El poeta se atormenta. Huye por sí mismo y no sabe dónde ir. Es un hombre.

En Dios descansa el hombre.
Pero mi corazón no descansa,
no descansa mi muerte,
el día y la noche no descansan.

Hijo y padre de su cansancio y de sus miedos. Hay un gran miedo en el fondo de esta poesía, un miedo que no se atreve a enfrentarse consigo mismo:

Nadie sino el hombre pudo inventar el suicidio.
Las piedras mueren de muerte natural.

¿Será cierto? ¿No somos acaso nosotros las voces de las piedras? Pero: “El agua no muere”. Y agua son las lágrimas. ¿No mueren las lágrimas? Eternamente vivos en el mar y en la “boca del llanto” y “con ganas de llorar, casi llorando”, y “uno puede llorar hasta con la palabra excusado si tiene ganas de llorar”. Jaime Sabines, como León Felipe, es un poeta lavado en llanto:

¿Qué hago yo con mis huesos a esta hora?
Desnudo de mi piel y de mi pelo
a media calle estoy llora y llora.

Con su hambre de Dios en llanto y duda, el poeta, camina “mojado por la llovizna de la muerte”. Esta muerte, como una lágrima, a la que tanto teme y de la que tanto espera:

Todas las voces sepultadas en el enorme
                                          /panteón del aire
Que rodean la tierra
revivirán de pronto para decir que el hombre
                                                               /sólo es eso,
un sonido extinguiéndose, una risa, un
                                                                /lamento,
penetrando en su muerte, como en su
                                                          /crecimiento.

Jaime Sabines, cercado, apaleado por la muerte, no quiere
creer en ella. Y renace por su canto con afanes de Dios:

Ahora puedo hacer llover,
enderezar las ramas torcidas
levantar a los muertos.
Hágase la luz, digo,
y toda la ciudad se ilumina.
¡Qué fácil es ser Dios!

Pero la ebriedad, el don de la alegría se esfuma con rapidez en Jaime Sabines. El dolor de vivir pocas veces lo abandona:

No somos nada, nadie, madre.
Es inútil vivir
pero es más inútil morir.

Sin embargo, la raíz religiosa, a qué negarlo, que transita por esta peosía, sigue creyendo, alentado, por más que se quiera disfrazar de mil cosas…¡hasta de fatalismo!, pues lo fatal es parte ineludible en la palabra de Sabines:

Yo no tengo ideas.
Siento pánico ante los hombres inteligentes.
Yo no puedo decir “haré esto”,
no tengo voluntad para nada.
Dejé de buscar explicaciones hace tiempo.
Tomo lo que traen las horas
y a todas digo sí, nada más.

¿Ha llegado el poeta. como Lao-Tse, al Tao? No lo sabemos, pues Jaime Sabines, nacido en Tuxtla Gutiérrez, el 25 de marzo de 1926, quizá aún nos reserve grandes sorpresas. Su voz está muy lejos de haberse consumado.

        FOTOGRAFÍA TOMADA DEL BUSCADOR DE Google.
        verticetabasco.com
Jaime Sabines Gutiérrez
 (Tuxtla Gutiérrez, Chiapas, 25 de marzo de 1926 - Ciudad de México; 19 de marzo de 1999) fue un poeta y político mexicano.
Jaime Sabines es considerado uno de los grandes poetas mexicanos del siglo XX. En vida, tuvo un asombroso éxito entre los lectores, y tras su muerte, su obra ha quedado sembrada en la tradición poética de nuestro tiempo.[1] WIKIPEDIA.

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