miércoles, 16 de mayo de 2012

Sonetos del amor, de la vida y la muerte. Autor: Juan Cervera Sanchís.


FOTOGRAFÍA TOMADA POR: Fernando Emilio Saavedra Palma.
      Sonetos del amor,
de la vida y la muerte.
Autor: Juan Cervera Sanchís.
PRÓLOGO María José Fernández Muñoz
Diputada de Área de Cultura y Deportes.


El soneto es una forma poética tallada en la dificultad de sus exigencias métricas. Es un ingenio que prefija los sentidos que en él caben. De ahí su extrema dificultad. El poeta debe cincelar su pensamiento, sus emociones, su lenguaje de tal manera que se ajusten a ese cofre que definió Petrarca, y que en nuestro país apadrinó Garcilaso de la Vega y enriqueció el Modernismo. En la estela de los clásicos se inscriben por derecho propio estos Sonetos del amor, de la vida y la muerte, de Juan Cervera Sanchís, poeta de Lora del Río, afincado en México, que ahora ofrecemos al lector interesado. Se trata de una extensa antología, prologada por Antonio José Trigo, que recorre la mayor parte de su obra, alumbrada casi toda allende el océano.

De la maestría de Juan Cervera no me toca dar cuenta a mí. Cualquier lector avezado descubrirá sin esfuerzo que sus sonetos enlazan con los mejores de nuestra lírica, que su domino del verso posee una honda raigambre hispana, que su música alcanza compases de singular belleza y su pensamiento sincera profundidad. No podía faltar la evocación de la tierra –unida a ese paraíso perdido que es la niñez. Presentes están Sevilla y Lora del Río en emotivas composiciones tales como “Érase un pueblo blanco y labrantío”, “Siempre vuelvo a la tierra”, “Flor de fuentes” o “Adelfas, juncos, mimbres, tarayales”.

La distancia, el mar, en ocasiones, se convierten en valladares que impiden al verso el vuelo, cual es su vocación. Por esto, la Diputación de Sevilla ofrece un amplio muestrario de una de las voces más profundas de la poesía contemporánea.


FOTOGRAFÍA TOMADA POR: Fernando Emilio Saavedra Palma.
DEDICATORIA DE Juan Cervera Sanchís
a Fernando Emilio Saavedra Palma.
 FOTOGRAFÍA TOMADA POR: Fernando Emilio Saavedra Palma.
INTRODUCCIÓN

Juan Cervera es su poesía. Hace equivalentes los términos Vida, Poesía y Destino con pasión y sinceridad. De ahí que resulte sumamente difícil toda tarea antologiadora de su obra poética. ¡Cuán cierto aquello de Salinas: Elegir es una muerte”! Máxime cuando se trata de compilar sonetos, forma propicia a la pluma y al discurrir poético de Juan Cervera, que mantiene su vigencia desde 1957 –fecha en que se publican sus primeros sonetos en las Ediciones Rumbos y Arquero de Barcelona-, hasta la actualidad, contabilizándose más de quinientos.
Justo es considerar, entonces, su fluencia arraigada en la trayectoria del soneto, donde concurren tradición y originalidad.
Acendrado en la flama de la inquietud y la emotividad constante, Juan Cervera es poeta de sabor esencial y fragante, dejándonos buena muestra de ello a lo largo de una continua y dilatada carrera poética.

Desde la publicación de Agonía del azúcar (1973) se muestra ya como un hábil sonetista, donde, zurciendo distancias, vuelve a orillarse junto al Guadalquivir, verdadero Eunoe-río de la memoria-. El agua, el río, corre por su poesía, cobrando una dimensión de símbolo.

Digo Guadalquivir y, por el viento,
vuelve otra vez mi infancia y se me anuda
a la garganta el pan del sentimiento.

Cercanía. Localidad. Recuperación del pasado como presente:  
“Ayer puede ser hoy”, nos  dice, “buscando en otro tiempo la alegría” que el pájaro de la infancia le reclama.
Junto al río, el agua comprende también la vegetación, que se hace “floral arquitectura” en la mirada, sinfonía vegetal que el poeta eterniza con su canto:

Adelfas, juncos, mimbres, tarayales,
espumas, ondas, tumbos, resplandores;
jilgueros, chamarices, ruiseñores,
aneas, mastranzos, cañas y zarzales.

       FOTOGRAFÍA TOMADA POR: Fernando Emilio Saavedra Palma.
EL POETA Juan Cervera Sanchís Jiménez y Rueda.
[Para otros usos de este término, véase Juan Cervera.

Juan Cervera Sanchís (1933) es un poeta y periodista de origen español, nacido en Lora del Río, Sevilla e inmigrado a México. Es hijo de Juan Cervera Rueda y de Asunción Sanchís Jiménez. Ejerce el periodismo tanto en México como en España.[1]

 ]Para Juan Cervera, nube, río, álamo, ruiseñor, y todo lo natural, no son más que materia que se ilumina, materia aromada, musical y luminosa de su infancia revivida, en una comunicación continua con la naturaleza en la que quisiera asimilarse.

Cabe hablar de una transubstanciación del poeta con su tierra, a la que siempre vuelve, a la que se aferra con ahínco. Intensa devoción, dejando traslucir una tristeza tranquila, digna.

Sin duda, la nostalgia, el espectro de la nostalgia, deambula por casi toda su obra, erigiendo insoslayablemente el misterio conmovido de su poesía, en el que incide siempre el mismo paisaje andaluz, ya confundido, como Evocación a López Velarde (1974) donde:



…el provinciano tiempo niñecido

-¡dádiva inesperada!-, me envolvía

de recuerdos robados al olvido.



ya trasmutado, como en Juegos de Alquimia (1976) “porque ayer siempre es todavía”.  

El pasado y la memoria, su vehículo, la memoria nocional (“prolija memoria” que diría Sor Juana Inés de la Cruz), que le ampara, le mantiene, aspirando a integrar en el instante de la poesía los momentos diversos, particulares y circunstanciales, del tiempo vivido:



Sabe el tiempo, este tiempo que desvivo,

a un tiempo que hace tiempo yo vivía

libremente y a tiempo y no cautivo

del tiempo…



Esta reiteración del tiempo como espacio –nube o ala- que huye, nos trae a la memoria estas sugestivas palabras de M. Maeterlinck, reflexiones sobre el espacio-tiempo, que precisamos: “Podría decirse que el espacio es el tiempo de nuestro cuerpo, y el tiempo, el espacio de nuestro espíritu…Nosotros consideramos el tiempo como el movimiento del espacio, y el espacio como el reposo del tiempo. En realidad, el tiempo es tan inmóvil como su hermano. Nosotros le representamos como un río que corre sin cesar, procedente nadie sabe de dónde y hacia un destino ignorado. A decir verdad, él no se ha movido nunca: no es él quien corre, sino nosotros”. Intuición, sin duda taoísta. No olvidemos que la imagen que resume toda la sabiduría de Tao es el fluir, que entre nosotros se traduce por el panta rei (todo fluye) heraclíteo. De la misma manera lo intuyó Marco Aurelio cuando comparó la realidad “como un río que se desliza incesantemente”, y así también lo entrevió admirablemente Jorge Manrique ante la muerte de su padre, ante la fungibilidad de lo terreno.

Juan Cervera retoma la imagen, pues, parafraseando a Antonio Machado, quién entre los poetas suyos también tiene Manrique un altar:



De paso andamos por aquí viviendo.

Dicen que somos ríos que algún día

acaban en la mar en compañía

de todo lo que andamos disponiendo.



Ante este “cómo se pasa la vida, cómo se viene la muerte”, Juan Cervera escribe una de sus obras más compactas: Si es que muero mañana…(1978) donde, alternando el soneto con la décima, el poeta mantiene un diálogo, que bien podría llamarse mayéutico, con la Quimera, pues busca la luz, “consciente de la muerte a toda prueba”. Pero la muerte no como desaparición, sino como ascensión: 



Naceré y moriré. Lo irremediable

caerá sobre mi vida a toda muerte

y veré humanizarse lo divino.

Desde mi ciega noche inconfesable

entraré en el secreto de la suerte

y pondré entre tus manos mi destino.



El poeta es consciente de que no se puede vivir ignorante de la muerte, que vivir para la muerte no es evadirse de la vida; todo lo contrario, pues es la única manera de asumir la existencia del ser como tránsito de purificación. Ya San Pablo (I Corin., XV, 53), disertando sobre la muerte y su mentira, nos dice que “es necesario que ese ser corruptible sea revestido de incorruptibilidad, y que ese ser mortal sea revestido de inmortalidad”. Más cuando ello se cumple, la muerte es vencida. Estas palabras explican sobradamente la frase críptica: “El hombre debe morir antes de morir”, puesto que una muerte repentina supone la privación de todo diálogo con nosotros mismos, impidiéndonos así dar un sentido a la vida.

Por eso Juan Cervera, “burla burlando el paso de la muerte”, nos dice:



¡Oh realidad fatal que paso a paso

vas dejando en mi alma tu amargura;

Te he de vencer, seré quien he soñado.



Entraré por la rosa del ocaso

al centro de la noche más oscura

y hallare mi destino confirmado.



Más que en el tránsito, en la lucha diaria entablada contra la muerte, ese “arrabal de senectud”, como lo definiera el mismo Manrique, en ese “vivir contento en lo que más nos mata” quevediano, Juan Cervera no deja de confiar en la esperanza y en la ternura, aún sabiéndose “en una cárcel sombras”, la cárcel platónica, y aún reconociéndose frente a la nada, dentro de los limites. Así nos confiesa con estoicismo en Papel de Soledad (1980)


Esta leve ceniza que en fin soy yo,

este efímero polvo pasajero,

llora su ayer, dolido de su hoy,

rumbo al mañana exacto de su cero.



Este tiempo de carne en que me doy,

a pesar de este espacio tan austero,

cree de repente ir donde no voy

y de pronto ha de ir donde no quiero.



Frente a la desazón y la dolorosa ansiedad que produce la espera, el poeta vive la muerte, su muerte, a vida plena, pues “la vida no es vida, si nunca muere”, como bien dice el poeta Emilio Prados.

En busca de su Contraseñas (1981) entiende la poesía como testimonio espiritual en el tiempo. Así lo sentencio Antonio Machado, de quien suscribimos estas palabras: “¿Cantaría el poeta sin la angustia del tiempo, sin esa fatalidad de que las cosas no sean para nosotros, como para Dios, todas a la par…?”

Empero, Juan Cervera, Perdido en lo Fatal (1984) muestra, patentiza su compromiso, su pertenencia a la tierra, sin dejarse llevar por el sufrimiento y la desolación. Así el poeta ante el irreversible flujo del tiempo, y consciente de que “vivir es un constante desafío”, evoca, resucita de nuevo el pasado, “aquel tiempo con voz de campanario”, y a su vez, hace renacer las razones del presente “donde todo flota en su propia fantasía”, descubriendo el porvenir, “habitando el alma que me habita”. En su constante afirmación de la realidad, nos pone al descubierto, nos revela que:



La vida es una extraña circunstancia,

un azar sorprendente y peregrino,

que nos clava su naipe sibilino

y nos deja al final si arrogancia.



Y en esa manifestación del espíritu, en el que tiene prioridad el sentimiento sobre las demás facultades del hombre, el poeta al transitar por las veredas de la interioridad, condena su poesía en pensamiento metafísico, encerrando un hálito de misticismo:

Soy una forma más de la energía

que pasa por aquí, fervor y azar,

ebria de una secreta fantasía

con incendiaria vocación solar.



Soy la aproximación a la poesía

y mi destino al fin será habitar

el corazón coral de la alegría

derramado en el alma azul del mar.



Ante la muerte, el poeta opta por el camino del amor, imprimiendo a su poesía es sentido gozoso de la vida, producto de las sutiles elucubraciones de su ardor exaltado. El amor como experiencia esclarecedora en la búsqueda de lo permanente. Amor como deseo de belleza que culmina en el encuentro con el cuerpo de la amada, pero sin apegarse a él, sin convertirlo en objeto de posesión, sino recibido como un don. En don de carne y hueso  (1979) Don que supone el hallazgo de la unidad perdida, de “saberse encontrado en lo perdido”. Podría hablarse de culto a la amada como en los grandes representantes del Ars honeste Amandis, incluso de religión del amor:



Viajo por tu cenobio poro a poro

y descifro su humana astronomía

con paciencia de orfebre y alegría

de asceta que ha encontrado su tesoro.



Me reencuentro en tu hermoso cautiverio

con la raíz del vino y la ebriedad

y en don de carne y hueso al fin fecundo.



Ebriedad. Ardor. Juan Cervera, a fuer de enamorado, quintaesencia el amor en deliciosas estampas sensuales, sin desbordamiento, y queda absorto en la “llama embravecida” –fuente y curso de amor inagotables-, la lama que lo consume y lo engrandece, “hasta urdir la memoria de la vida”.


Y en esta declaración amorosa, guiado por la amada, la amiga, la iluminadora, la que da claridad, nos brinda un ramillete de sonetos alejandrinos, de Cerezas en el viento (1982) repitiéndonos una vez más “que la vida alcanza para misterio y canto”, pues “el gozo de estar vivo es lo que cuenta”.

Así Juan Cervera, poeta andaluz de gran riqueza emotiva, quien desde México, patria que lo acogió favorablemente y donde reside desde hace años, tomando ora la espada del artículo periodístico, ora la pluma de la emoción, consolida de manera fluvial una de las obras poéticas más sentidas y significativas de nuestra literatura, como se advierte en su Sonetos del hombre (1988) y en El Soneto (1991).

Ésta es la verdad, la esencia de la creación, que Juan Cervera poematiza, dándole “vuelo eternal al sentimiento”.



ANTONIO JOSÉ TRIGO.



FOTOGRAFÍA TOMADA POR: Fernando Emilio Saavedra Palma.
EVOCACIÓN DE LÓPEZ VELARDE
                     I
 Donde la calle de tu nombre aflora
cual rosal de Jerez, anclé mi nave
aquella media tarde en forma de ave
y en flor de amarillez cautivadora.

“Aquí nació Ramón…”Tu casa otrora
era mía de súbito, y la llave
de su puerta -¡quién sabe por qué sabe!-
sonaba en mi bolsillo. Era la hora.

Del saber del sentir, y yo sabía
y sentía, cosa al cabo muy humana,
que tu casa, Ramón, era la mía.

Y entré en mi casa antigua -¡tan lejana!-
al entrar en tu casa, donde olía
a presencia de madre provinciana.
FOTOGRAFÍA TOMADA POR: Fernando Emilio Saavedra Palma.
CONTRAPORTADA DEL LIBRO
SONETOS DEL AMOR,
DE LA VIDA Y LA MUERTE.

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